diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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El viento me hace bien, el viento es esquizo, él quiere estar, como yo, adentro y afuera, en la boda y en la orgía, en el centro y en la periferia, en la fiesta y en la soledad.
O. B.
«Los hombres felices no tienen historia» escribía Beatriz Sarlo en El imperio de los sentimientos. Después de leer Llévatela, amigo, por el bien de los tres, de Osvaldo Baigorria, queda abierta la radicalidad de ese enunciado: ¿no es, acaso, todo relato amoroso una novela de separación, literalmente, en el sentido de que se encuentra fundado sobre un faltante que, como tal, deriva en un carácter fragmentario, metonímico, tragicómico del texto? ¿Cómo descontar el dolor, el odio, la decepción –en una palabra: el desamor– de la fábula amorosa? ¿No es sólo el revés amoroso, su negativo, lo único que se puede contar como resto de esa fábula? «El amor no puede nada contra la muerte que lleva dentro de sí.» escribe Eduardo, el narrador de la novela. El amor embarazado de la muerte: el amor que da vida a lo otro de la vida. Ésta es la figura central de la novela de Baigorria, que se puede leer en la línea de los ensayos clásicos sobre el amor: desde el Ars amatoria, de Ovidio, pasando por Del amor, de Stendhal, hasta el El arte de amar, de Erich Fromm, y los Fragmentos de un discurso amoroso, de Roland Barthes.
El argumento es clásico. La novela cuenta las peripecias –viajes, amantes varios, conflictos, tensiones y resoluciones a lo largo de los años– de Lila y Eduardo, una pareja abierta que después de mucho tiempo, y lentamente, comienza a desmoronarse: «Nunca supe a ciencia cierta por qué todo salió de esta manera. Las teorías sobran: mi único compinche es la anécdota». Y sin embargo, los mejores momentos, me parece, no responden a este diagrama anecdotario, a la maraña afectiva, a las idas y vueltas, subidas y bajadas de ese protagonista que es la pareja, a las transgresiones extraterritoriales de las partes que la constituyen, con las respectivas líneas de fuga de sus experiencias sexuales, ni al tono de la literatura erótica; los momentos más poderosos que alcanza la prosa de Baigorria están cimentados en la emergencia de esa otra corriente subterránea de la escritura, la del ensayo amoroso, la antifilosofía vincular, ahí donde las preguntas y los interrogantes desplazan toda descripción, toda narración, toda anécdota; por ejemplo:
¿Puedo dar cuenta, a lo largo de la historia de una pareja, de todas las imágenes fantásticas que ambos han proyectado sobre el otro y que hacen de soporta a la relación como células de apoyo a una neurona en un tejido nervioso?
Al mismo tiempo late, detrás de cada frase, el tecleo de la máquina de escribir, su temporalidad ensimismada, reflexiva, un fuego lento que aviva ese viento esquizo. No la velocidad del Word: con esto, quiero decir, justamente, que cierta economía de lo anecdotario –un ritmo efectivo de la acción y un acento en el encadenamiento como forma de avance del relato: peleas y reconciliaciones sucesivas– aparece constantemente horadada por un repliegue analítico, que nunca interfiere ni entorpece la historia, pero como todo movimiento de repliegue obtiene su textura del doblez, como una cartografía del deseo en 3D, una maqueta donde el análisis desmonta lo que la anécdota construye como montaje. Esas reflexiones mechadas sobre los vericuetos del propio deseo hacen de perspectiva, de punto de fuga, el procedimiento que permite construir lo tridimensional del relato:
Hacer pareja: tal es el mandato, subliminal o no. Por un instante, o para toda la vida, aparearse, acoplarse, copular. En inglés es igual: to copulate, couple, coupling. En verdad, solo quiero conectar órganos o partes de mi cuerpo a otros cuerpos. No hacer pareja, sino hacer máquina, acoplar con un afuera infinito. Sé perfectamente que lo extraconyugal es solo una cuestión de tiempo. Jamás podría estar satisfecho con la Pareja a secas, con mayúsculas, aquella institución que recorta la capacidad de disparo del cuerpo para encontrarse con los otros, los que siempre están más allá.
Y en esta oscilación pendular entre el territorio de la anécdota amorosa y las reflexiones sobre las dificultades en las relaciones entre afecto y cultura, la separación funciona como marco teórico: desde este lugar vaciado por el amor se lee lo que ocurre cuando las cosas no van bien entre dos personas. «Separarse no implica solo vivir lejos, dejar de verse o tomar distancia como en la escuela o el cuartel, sino enfrentarse al dolor de decir qué nos pasa.» No se trata, entonces, de contar lo que pasó, o por qué pasó lo que pasó, de buscar una racionalidad para el derrumbe, sino de poner a girar el ovillo de las palabras que tejen y destejen los afectos, crear la ficción amorosa para suturar un real para el que ningún relato alcanza: la separación. En ese mapa tridimensional del desamor, como lo escribe Baigorria, la brújula nunca se queda quieta, los rumbos son puro principio de incertidumbre, los astros no brillan para marcar el norte: «todo es un gran quizá».
(Actualización julio - agosto 2016/ BazarAmericano)