diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Stoner, el libro, cuenta la vida de William Stoner. Listo, no hay mucho más que decir. O sí. Porque si bien a esto se reduce la novela, también, a su vez es lo que la hace expandirse. Hay un ejercicio que John Williams decide asumir: contar los sucesos biográficos de un personaje al cual no le pasa nada extraordinario ni heroico. William ingresa a la Universidad en 1910, se Doctora en Filosofía en pleno auge de la Primera Guerra Mundial e imparte clases en la Universidad de Missouri hasta su muerte en 1956. 65 años escuetos, poco estridentes. Una infancia en una pequeña granja de Missouri, una adolescencia en la cual ayuda a su padre, el ingreso a la vida adulta como estudiante universitario, una madurez templada, sin mayores sobre saltos, la paternidad intensa y respetuosa y una vejez lánguida.
En el medio la narrativa de Williams cuyo patrón ético y estético parece estar regido por un elogio a la austeridad francisca de su personaje. William es un hombre común, poco dispuesto a dar volantazos. Se casa con Edith, casi de apuro, porque ella está por irse un año a Europa. Y no es que haya quedado embarazada –es más: demoran varias páginas en consumar el matrimonio– sino que hay un apego por parte de la familia de ella para que encarrile una vida que no estaba para nada descarriada. Edith sabe que su vida, su verdadera vida, habría de comenzar en Europa, en ese viaje al que, presionada, renuncia. Este hecho repercute psíquicamente en su cuerpo, desata una histeria enfermiza y enfermante. La mujer se vuelve un ser insoportable. Y no porque ella lo sea, es víctima más que victimario, víctima de la época, de sus padres, de un marido que no la registra o que renuncia a registrarla. Pero la arquitectura construida por John Williams tiene la virtud y la eficacia de edificar un punto de vista sólido en el cual una vez que el lector ingresa, ya no puede renunciar. Así justificamos todo lo que hace y sobre todo lo que Stoner no hace. Hay algo en él de Bartleby, ese escribiente de Melville, que cuando las papas quemaban decía: “preferiría no hacerlo”. Stoner, pese a la ola romántica que parecía envolver a los jóvenes, elige no ir a la Primera Guerra Mundial, aún cuando el precio que debe pagar es cierto resquemor en la mirada de sus veteranos colegas y circunstanciales alumnos por haberse quedado. Pese a todo, la vida avanza. Y avanza de manera ordenada porque novela corporiza una temporalidad que se adosa pulcramente a la cronología biográfica de Stoner. Así vemos cómo crece el protagonista o más bien se vuelve viejo, aunque nunca parece madurar. Madurar implica cambiar, hacer las cosas de siempre de un modo distinto o ya no hacer lo que se hace siempre. Y el protagonista es lo inverso de los viejos dibujos animados. Si en la animación clásica, por una economía de recursos el fondo permanecía igual, moviéndose los actantes principales, aquí, todo lo que ocurre alrededor de Stoner cambia, pero no él. Sin embargo la narración no resulta tediosa o redundante. Un milagro y, como todo acto de fe, de difícil explicación. Debo confesar que en algún momento creí que iba a abandonar la lectura. Sin embargo al otro día, o al rato, volvía a estas confiables páginas. El adjetivo no es casual. La mano que sostiene el péndulo hipnótico de este relato parece encontrar su vitalidad en la estabilidad quieta de su protagonista. Nada parece cambiarlo, aún cuando en el medio conoce a la mujer de su vida con la cual mantiene una hermosa temporada de proezas sexuales maratónicas. Después, las circunstancias lo llevan a tener que renunciar a ese amor. Quizás la palabra renuncia sea un poco exagerada porque más bien Stoner deja que las cosas –muy negativas para él– ocurran.
Hay también en algún momento una disputa laboral que muestra que el rosqueo en el mundo académico no es sólo patrimonio de nuestro país. Y nuevamente Stoner soporta pasivamente cada una de las injusticias a las que se ve sometido.
Hacia el final, que como toda vida –narrada o no narrada– concluyen con la muerte, el lector ya tiene bastante recorrido como para asumir esa perdida, como la de un familiar cercano. Imposible no dejar escapar alguna lágrima ante lo inevitable. Y quizás aquí esté la gracia de la novela. Más que un relato, es una vida condesada dentro de un libro. Una especie de capsula del tiempo, un juego cercano a una instalación artística.
(Actualización julio - agosto 2016/ BazarAmericano)