diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1
Lo primero que salta a la vista es el sistema de puntuación que Schmidt le imprime a los veintitrés relatos que componen Meteoro de verano. Consiste en introducir un espacio allí donde los signos de puntuación, regularmente, aparecen ligados a la palabra que los antecede (los únicos en “salvarse” de esta antirregla son los puntos seguidos y las comas). El resultado de esta alteración produce un espacio en blanco que podemos leer de diferentes maneras. Cada relato avanza, por decirlo así, en un campo minado -no olvidemos que Arno fue, entre otras cosas, un cartógrafo en la línea de guerra-, y esos accidentes de autor nos llegan como pantomimas que nos recuerdan, a cada momento, que estamos frente a un artificio. No sólo eso: hay en esa distorsión gráfica una textura que se corresponde a una elevación de la voz. Como leemos en el relato “Luna de al lado y ojos rosados”, donde las alteraciones son múltiples -y dislocadas: una máquina Perec en pleno descarrilamiento- y el narrador, a la pasada, establece la diferencia entre aplicar o no los signos de exclamación o puntuación que, según otros (¿los críticos?) lleva en el bolso con el que viaja: “¡ Se puso tan oscuro que ya no podíamos ver la calle delante de nosotros ! ( O no : quitemos el signo de exclamación; el proceso tampoco se dio con esa velocidad estenográfica [...])”. Y viene bien la referencia a la velocidad de la que habla Arno, y apuntar que su efecto de lectura es a la inversa (al menos para mí): el Arno narrador va muy rápido y en todos sus relatos el sistema gráfico ya no opera como factor de velocidad, sino como un mecanismo de ralentización al ingresar en un sistema de demarcaciones que se me figura deudor de los procedimientos cartográficos.
Mientras para Gabriela Adamo -traductora de los cuentos del libro- los signos de puntuación son “casi una expresión de carácter” y “un rastro de los sentimientos revueltos que supieron desvelar a sus amados autores del romanticismo alemán”, marcas gráficas cuya supervivencia en la versión en español del alemán debemos a la decisión de dejarlas, el escritor Guillermo Piro, en su reseña del libro -“Un artista de la palabra”, publicada en Perfil- apunta que en la prolija traducción de Adamo, al contrario de la que hizo Luis Alberto Bixio de La república de los sabios allá por los setenta para la editorial Minotauro y otras que optaron “pasar por alto la manía schmidtiana de otorgarles a los signos de puntuación el mismo peso visual que se les otorga a las palabras”, la traductora “se mantiene fiel a la fuente y el resultado es muy atractivo visualmente, pero de dificultosa lectura”. En todo caso se trata, dice Piro, de un problema menor, “menudencias en medio de la algarabía general, como cuando en el medio de una fiesta alguien rompe un vaso: la cosa carece de importancia”.
Vasos rotos, las astillas dispersas. Un efecto que se vive como una incomodidad circunstancial, según Adamo, porque una vez que el lector se familiariza con ellos “el sistema cierra a la perfección y, quizá, resulta una manera de compensar visualmente la condensación del contenido”. Texto cribado por una enérgica intencionalidad. Ahí está ese braille escrito para lectores de ojos apolillados por kilómetros de textos planos, sin estridencias.
2
Está el autor inclasificable, están los libros. Ya Luis Chitarroni nos había advertido hace casi veinte años en su libro Siluetas -reeditado por La Bestia Equilátera en 2010- acerca de la presencia de Arno Schmidt, ese autor de un “archipiélago” textual a modo de “catálogo bizarro”, sostenido por “la desobediencia, el desacato: la familia de cosas que se olvidan, la genealogía de la amnesia, la mísera respuesta que nos salva cuando nadie ha preguntado nada”.
La erudición de un autor “hundido hasta el pecho en la selva de los pensamientos”, los paisajes y la pulsación animista, las etimologías, los circuitos de hablas diferenciales (perdidas y recuperadas en los oficios de traducción) y esas materias textuales -reunidas en fichas, la unidad de medida preferida de Arno Schmidt- que se acercan como placas tectónicas por la gracia de la mano de “un romántico en llamas camuflado con el amianto del positivismo”, todo eso es puesto con urgencia y a punto de arder, de consumirse, siempre en estado de ebullición. Y están las voces de conversaciones ajenas y lo que le han contado. A partir de allí cierto núcleo en el cual se desata una situación equis: alguien aparece o alguien da cuenta de alguien que apareció en cierto lugar, deja una estela, sigue su marcha o muere, queda la semilla de una historia o se recupera, el hilo de la conversación trae eso que pasó en versiones siempre exageradas, a fragmentos, como si la memoria, a propósito, buscase camuflar. Allí el giro inesperado de las situaciones. El territorio de lo posible y su imposibilidad. Lo que pudo suceder así, pero también de otro modo.
Relatos de letra cáustica, escritos hace más de medio siglo con el impulso de una vigencia siempre por delante, que Arno Schmidt delimita a partir de su sistema cartográfico, como si construyera a partir de insignificantes sucesos, portadores de marcas que podríamos pensar como georreferencias. Están esos personajes imposibles, la impronta vital de esos sujetos en tensión con el trato irónico, cruel y amoroso que Arno Schmidt reserva para ellos: los camioneros que sorben su Nescafé con Coca -un trago a la altura del té con rhum Negrita de Alberto Laiseca-, Grete la lunga y su destino de loca y mística pastora, ese bulto marrón que huye por el bosque y que termina por ser una coleccionista de llaves. Los desenlaces distribuyen, por cierto, redenciones para ellos.
Hay que señalar los apuntes del narrador en los márgenes de las historias, una presencia perturbadora ya no para nosotros -tan acostumbrados que estamos a tales irrupciones- sino a la disposición, con más o menos quejas, con la que se entrega al ejercicio de contar. A modo de ejemplo, en “¿Qué debo hacer?”, una mirada cínica sobre el bovarismo en tanto “enfermedad textualmente transmisible” -como dice Pennac- y sus desenlaces miméticos, afirma que “¡ Leer es algo terrible !” y que debería haber libros para dormir, orgánicos, “libros en contra de los pensamientos”. También dice, contestando a quienes se jactan de conocer tal o cual lugar: “Yo mismo no tuve grandes experiencias - cosa que dicho sea de paso, no me importa en absoluto”; en medio de una descripción desliza un “yo siempre me tengo que imaginar todo con tanta intensidad”, o al paso describe su trabajo como cronista, la escritura de esas “dulces insignificancias” que son sus “articulitos”. Y hasta alusiones al método compositivo: “... ahora tengo 45 y trabajo más despacio, con crónicas y archivos ; si durante tres años almaceno con avaricia todas las formulaciones afortunadas que aún se me ocurren, al final resultará un libro bastante decente”.
En relatos como “Rivales”, construido a partir de pequeños episodios numerados y “Luna de al lado y ojos rosados” -el relato de un Fausto y su “diablesa”, asediado hasta el agotamiento por los signos de puntuación, las cursivas y los neologismos-, Arno parece ensayar el sistema de notaciones con las que desarrollaría La república de los sabios.
Se ha dicho que este libro requiere de una lectura en “pequeñas dosis diarias”. Lo mejor llega cuando el lector hace de esa lentificación su modo y promueve la demora del ojo porque ya no desea que el libro termine. Ahí es donde el sistema cartográfico de la puntuación se agradece: ya no son ripios, son expresiones de georreferencia en un territorio cuya información nos acerca un universo inadvertido, en la plenitud de su expansión. Y está, por si esto fuera poco, la eficacia tipográfica del diseño en la tapa.
(Actualización julio-agosto 2011/ BazarAmericano)