diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Ovidio Jordiel Balán, hijo de Porota Balán y pariente de Juan José Saer, protagonista y narrador de La Noche litoral es un hombre que un día, luego de una serie de desventuras, comprende que debe resignarse. “Resignación, me dije y fue decirlo y estar casi resignado”. Así arranca la lúcida, genial, zarpada y sustanciosa novela de Carlos Bernatek.
¿Por qué lúcida? Se podría haber escrito lucida y hubiese sido lo mismo. Todo lo que ocurre en estas casi doscientas cincuenta páginas tiene luz. No una luz centellante, sino más bien de un tubo fluorescente rancio de almacén porque los ambientes, acciones, desplazamientos y personajes son sombríos o complejos. Pero nunca dejan de lucirse, lucir sus miserias, sus caprichos, sus impulsos. Son personajes ricos o más bien generosos, en el sentido de que siempre dan material para pensarlos. Hay muchos personajes, más de los que habitualmente se recomienda, sin embargo todos mantienen una espesura pareja y reconocible. Hay que ser dueño de un oficio particular para que la amplitud oceánica de episodios y actantes no te hagan naufragar. En este punto la narración se vuelve mimética porque al no haber ni errores, ni superficialidad en el tratamiento de los personajes, uno tiene la sensación de que el protagonista conoció y conoce a cada una de las personas de las que habla. La solvencia del relato es lo que lo vuelve hipnóticamente real. Extraña pero efectiva ecuación: cuánto mayor espesura tenga la ficción, más verdadera parece ser.
¿Por qué genial? Detrás de una voz coloquial, repleta de modismos y frases cotidianas, se adivinan, se muestran diversos aspectos de la vida social de una Santa Fé litografiada. La voz, que bien podría definirse como chabacana, en su estridencia engaña. Porque no estamos frente a una novela que se regodea en el costumbrismo, porque no hay exaltación, sino más bien malhumorada queja sobre aquello que el más ramplón regionalismo busca publicitar.
¿Por qué zarpada? Hay humor negro, comicidad, se abandonan las buenas costumbres y la política de lo correcto. Carlos Bernatek ejerce la impunidad como si fuera el principal y hasta el único derecho de autor. No teme ofender a nadie, porque en la ficción los tigres siempre son de papel. Y además, tiene como aliado el mejor artilugio: la primera persona, el punto de vista parcializado de esa primera persona que, como siempre y por si hiciera falta, es la mejor coartada.
En el medio de esto, como una melodía estable, aparece la relación, las relaciones que Ovidio tiene con las mujeres (y también con un hombre).
El relato comienza con Hilda, peluquera, 18 años más grande que él, quien lo acompaña las primeras 30 páginas para abandonarlo después de recauchutar todo su cuerpo. Luego de la operación ya no puede estar con el narrador, es demasiado poco para ella. Vuelven a cruzarse promediando la novela. Algo salió mal en la intervención quirúrgica y el encuentro tiene el desgano de un trámite.
Después aparece una mendiga –renga- a la que en un encuentro furtivo, Ovidio le acaba en la boca para luego volverla a penetrar de espaldas: “escuchaba el traqueteo chirriante de los bastones metálicos a cada embate”. El entusiasmo se debe a que la tullida tiene un “traste pronunciado y atractivo” y “un piel fina, delicada”.
Luego gana la escena Irina, ucraniana, dueña de “dos cuerpos conjugados en uno (…) Hasta la cintura era robusto, tetas opulentas con tendencia al desborde, brazos gruesos, una panza redonda como de embarazo de cinco meses. De la cintura para abajo se convertía en una especie de tenista soviética: culo firme, bien marcado y piernas estilizadas”. Irina viene con restricciones: “me suplicó que no la penetrara por delante”. Nuestro protagonista acata, gustoso, pero debe en cada encuentro ayudarla económicamente ya que su marido ha caído en desgracia. Cuando ella consigue trabajo como secretaria, los encuentros se cancelan.
Más adelante hay una mucama gorda, llamada Nancy, con la que cada tanto ocupan una habitación alejada en el hotel de alojamiento que Ovidio pasa a manejar. “La gorda era una masa sólida, todo uno: teta, culo, tórax, una especie de tótem petiso, un céfalo-tórax con fuerza de buey, que si se lo proponía me partía en dos. En esos polvos clandestinos, efectuados durante la jornada laboral, hay más de reivindicación social que de placer.
El derrotero no se detiene: así se cruza con Tracy, poeta bucólica, a la que aborda en un micro volviendo de Rafaela. “Era raro para mi vincularme a una mujer a una mujer de ese tipo, una tipa casi normal, diría”. Normalidad que le resulta vulgar: “pero después del episodio, de lo pelotuda que había resultado Tracy…”
En el telo también se coge a una piba, a pedido del novio: “tranquilo yo solo veo y no me meto”. Una modesta partuza: “La piba estaba bárbara con una pinta de puta a la que no me pude resistir (…) ¡todo me calentaba!”.
Después está –y no está- Manchi, una flaca sin tetas pero con un culo con la consistencia de “las pelotas Pulpo” En el lado izquierdo de su cara “se desplegaba un angioma púrpura (…) Aún así con mancha horrenda y todo, ese culo merecía mejor suerte que el angioma escondido”. La cosa no llega a buen puerto porque ella tiene un novio, padre de su hijo, al cual decide darle una nueva oportunidad.
Ya cerca del final el azar lo lleva a cruzarse con una ciega: “Imposible no verla (…) una bestia la tipa y la calza bien metida en la raya del orto (…) debajo estaba toda es mercadería expuesta, curiosamente, sin rastros de celulitis, como cuando uno en un asado, recibe una porción privilegiada y le dicen es todo carne (…) Fue un polvo prolongado, maratónico”.
Estas ocho mujeres parecen orbitar en una constelación cuya economía pivotea entre el debe y el haber. A Hilda le falta juventud y la sobran ganas; la mullida carece de firmeza en las piernas, pero es dueña de un culo prodigioso; En Irina convive la opulencia grasienta en la parte superior del cuerpo y la firmeza atlética debajo de la cintura; Nancy, la mucama rolliza funciona sólo en horario laboral y como amortiguador de lo que quita la plusvalía; Tracy es pelotuda, pero gauchita; la piba del telo es bien puta pero viene con sidecar; Manchi tiene angioma pero compensa con su culo y la ciega no ve, pero es “todo carne”. Un catalogo al cual le vendría muy bien inventar una nueva perversión: feofilia. Pero donde el mundo ve una carencia, Ovidio se encarga de encontrar virtud, como si quisiera hacer justicia por pito propio.
Antes que todas ellas estuvo “Carli” Fridman, un amigo del barrio. “Fue el dueño de la primera mano ajena que me barajó el ganso, el primer ser humano que penetré, y el primero que se tragó mi acabada”. A él lo une un afecto genuino y también la admiración: “me enseñó muchas cosas que yo ignoraba. Porque mientras otros pelotudos seguían jodiéndolo como siempre con lo más obvio de su putez o recordándole alguna historia para reírse, él, que no era ningún pelotudo, se empezaba a posicionar en lo suyo.” Nuevamente la misma lógica: al burlado se compensa con potencia eréctil.
Falta ampliar el último adjetivo: ¿por qué sustanciosa? Por esas últimas páginas, por eso que se adivina a medida que la historia va dejando entrar el mundo, el mundo de los sojeros, de los tranzas, de los oportunistas, de los antiguos militantes, de la inundación, de los diputados. Y aparece la muerte, como si Carlos Bernatek, nos recordara que al final siempre está ella y que por lo tanto no nos queda otra alternativa que una consiente resignación.
(Actualización mayo- junio 2016/ BazarAmericano)