diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Diez es un conjunto de narraciones que se lee con una mezcla de inquietud (“¿qué estoy leyendo?”), fascinación (“¿cómo es posible que no pueda dejar de leerlo?”) e incredulidad (“¿cómo alguien puede escribir así?”). Imagino a un eventual crítico literario tan desconcertado como nosotros que se pregunta de qué dimensión puede venir este escritor. Sin dudas, el prólogo de César Aira es de mucha utilidad para responder estas inquietudes, pero el crítico prefiere postergarlo hasta el final, y convertirlo en epílogo, celoso de no condicionar sus primeras lecturas.
De este modo, a medida que da vuelta las páginas lee cosas como las siguientes: en “El pájaro verde”, un loro embalsamado se precipita sobre el tío de Emar (así se llama el protagonista de todos los relatos) y lo tritura a picotazos sin que su sobrino, por un exceso de caballerosidad, pueda impedirlo. En el cuento “Hotel Mac Quice”, Emar encuentra a un extraño hombre a las afueras del hotel; luego de seguirlo varias cuadras, y cuando cree que ya están bien lejos de donde partieron, vuelve a encontrar el mismo hotel. No se explica cómo pudo ocurrir, pero el hecho es que el hombre sigue su camino, siempre seguido del protagonista, y el mismo Hotel Mac Quice reaparece más adelante. Así unas sesenta veces. Finalmente concluye que debe tratarse de un nuevo reordenamiento urbanístico. Desea hablar con el extraño hombre acerca del fenómeno insólito, y piensa que su diálogo tendría un determinado cromatismo: “El color que tendría nuestra conversación sería el del agua pura en un vaso de cristal azulado, cayendo cerca de él un último rayo de sol de naranjas y siendo todo alrededor aire encerrado de piedras.”
En otro relato, Emar viaja a África en busca de un peculiar unicornio que se volatiliza cuando ve a los hombres. Su cuerno cae a tierra y hace brotar inmediatamente el “Árbol de la Quietud”, que produce un fruto venenoso para las muchachas en flor. Emar regresa con ese fruto a bordo de un submarino y al pasar bajo los continentes descubre que todos ellos flotan; que la tierra permanece completamente inmóvil respecto al eje, y que en realidad lo que gira es el mar con sus sólidos flotantes a cuestas. De este modo, pasan bajo la Cordillera de los Andes, y emergen en Chile.
El crítico termina la última página en estado de azoramiento, y comienza inmediatamente una investigación. Confirma que el prólogo de Aira, despojado y preciso, lúcido como siempre, viene en su ayuda. Juan Emar, seudónimo de Álvaro Yáñez Bianchi, nació en Santiago de Chile en 1893 y falleció en 1964. Su trayectoria literaria trazó el recorrido arquetípico de una buena parte de los intelectuales sudamericanos. Luego de una prolongada permanencia en París, regresó a Chile en 1923 y se convirtió en un entusiasta promotor de las vanguardias europeas. Escribió una serie de artículos o “Notas de arte” que aparecieron en el diario La Nación, primero en forma quincenal, y luego semanalmente. De vuelta a Francia con un cargo en la legación chilena, retornó en 1932 y entonces durante cinco años, sacó a la luz una serie de textos que son los únicos que publicó en vida, entre ellos Diez. A partir de 1940 se consagró a escribir en absoluta soledad una extensísima e inabarcable novela, Umbral, que no tenía intenciones de editar. A la muerte del autor, la obra constaba de casi 5.500 páginas mecanografiadas.
Diez apareció en 1937 y fue el último libro que dio a la imprenta. La crítica lo recibió más bien con indiferencia. En 1971 la Editorial Universitaria de Chile lo puso nuevamente en circulación, con un prólogo de Pablo Neruda. Comenzó entonces un período de revalorización de su obra que llega hasta hoy con las sucesivas reediciones de sus libros, incluyendo la primera publicación completa de Umbral en 1996.
A poco de que observemos con algún detenimiento las fechas que señalé, podemos comprobar que marcan algunos de los momentos fundamentales en el arte y en la política latinoamericana. La campaña agitadora de Emar en 1923 coincidió con la gran oleada vanguardista que recorrió el continente: el modernismo brasileño, la actividad del joven Borges, que también a principios de los ’20 volvía de Europa con las novedades del ultraísmo. Emar fue un estricto contemporáneo de los gigantes de la poesía chilena (Pablo Neruda, Pablo de Rokha, Rosamel del Valle) y uno de los primeros en publicar en 1925 anticipos de Altazor de Huidobro.
1932, cuando regresó por segunda vez, fue un momento de intensa agitación política en Chile. En ese año, Marmaduke Grove se convirtió en uno de los protagonistas de la efímera República Socialista de Chile, que duraría sólo 14 días, y en 1933 participó en la fundación del Partido Socialista. Por su parte, la reedición de Diez en 1971 se dio en medio del inédito proceso revolucionario encabezado por Salvador Allende.
Por fin, el eventual crítico literario comienza a sentirse algo más seguro. Ese texto que parecía provenir de otra dimensión se ubica ahora en el marco reconocible de las profundas transformaciones económicas y políticas que impulsaron la modernización de las letras latinoamericanas, es decir, en un conjunto de condiciones epocales que vuelven comprensible la aparición de un libro semejante. A partir de aquí, puede establecer las proximidades y diferencias con respecto a la literatura chilena de su momento; evaluar si efectivamente la obra de Kafka se halla presente en sus relatos, tal como lo afirma Neruda y lo pone en duda Aira; detectar las marcas del surrealismo y del creacionismo de Huidobro, etc.
Sin lugar a dudas, la publicación en la Argentina de este volumen es una excelente oportunidad para ajustar y profundizar los estudios de una de las etapas más ricas de la ya infinitamente rica tradición poética chilena. Sin embargo, creo que también es posible efectuar otro tipo de aproximación a las páginas de Emar: al margen de las coordenadas espacio-temporales, de las teorías estéticas o influencias dadas y recibidas, leerlo como si fuese un libro editado por primera vez en 2010. Es, si se quiere, un abordaje impertinente pero que mantiene el texto en su radical extrañeza.
Entonces, la primera comprobación es que Diez no ha perdido su frescura y vitalidad. La publicación de este volumen supone el rescate de un escritor hasta cierto punto “heterodoxo” y algo olvidado, y también -al menos desde una evaluación personal- pone en marcha un diálogo con los lectores del presente proyectando sus consecuencias hacia el futuro. Pero vayamos por partes.
El texto es una colección de narraciones independientes entre sí, a pesar de que hay personajes que aparecen en más de una, y de la continuidad de una primera persona que se identifica como “Juan Emar”. Como afirma Aira en el prólogo, “en los diez cuentos están presentes todas las variedades de la fantasía de Emar, en su formato más cabal.” En efecto, pareciera que estamos más bien no ante un producto estilísticamente homogéneo y estabilizado, sino ante un campo de experimentaciones formales. Así, el humor negro y la prosa ágil de “El pájaro verde”, cede paso a un extenso relato como “Maldito gato” en donde, luego del paseo por un paisaje delirante con situaciones absurdas que por momentos hace recordar los episodios de Pluma de Michaux, el protagonista se encuentra con un gato y una pulga, y la narración se detiene en una descripción hiperdetallista que se articula en períodos oracionales más extensos y de un tono digresivo.
Los cuentos se organizan en torno a una curiosa estructura geométrica de pirámide invertida: cuatro animales, tres mujeres, dos sitios y un vicio. Esta arquitectura rigurosa se corresponde con una tendencia recurrente de fijar con una precisión por momentos obsesiva los diversos espacios y tiempos en que se desarrollan las acciones. La figura triangular la encontramos de un modo explícito en el episodio que mencionamos más arriba: el narrador encuentra la entrada de un socavón al pie de un monte, una cavidad que gradualmente se angosta a medida que penetra en la piedra, como una especie de embudo. Dentro de él hay un gato con una pulga en la oreja. El narrador se enfrenta a una especie de revelación o experiencia límite, hecho que contrasta con lo anodino de la situación. Su vista va alternativamente del gato a la pulga y forman líneas invisibles que trazan un largo y agudísimo triángulo al interior del embudo de sección casi triangular, que viene a ser una especie de “estuche protector” del conjunto.
A lo largo de 25 páginas asistimos al armado de una figura geométrica imposible de deshacer porque expresa el equilibrio del cosmos y el sentido de la vida de los que en ella intervienen. Tres puntos forman un plano, y en este caso tres elementos forman un sistema, según la palabra exacta que emplea el narrador.
Es cierto que el tono enfático y densamente reflexivo que asume ahora el texto contrasta con lo ridículo y hasta cómico de la situación y pone un momento de distancia irónica. Podemos leerlo de esta manera; pero no es menos cierto que ese sistema existe de un modo muy concreto en el texto. Que ese sistema sea ridículo o “delirante” no disminuye en un ápice su potencia, sino que la aumenta porque la pone de relieve.
¿Potencia de qué? O dicho de otro modo: ¿qué es lo que puede provocar no sólo en el protagonista sino en el propio lector, y por qué? Sostengo una posible respuesta: la enorme eficacia de esta situación radica en el hecho de que Emar lo plantea precisamente como un sistema, una suerte de artefacto formado por elementos heterogéneos pero que se conectan (diría que entran en dependencia mutua o función) y lo hacen de forma irreversible porque entre ellos hay una circulación de intensidades que se manifiesta con la reiteración obsesiva de una combinatoria: “Yo, él, ella… Ella, yo, él…Él, ella, yo…” Ya no pueden separarse uno de otros, porque sería la catástrofe. Así de simple y dramático el encuentro de un hombre, un gato y una pulga en medio de una cueva.
Tomado en su absoluta literalidad, este texto puede ser leído como algo más que una ingeniosa invención vanguardista o un fragmento de humor absurdo: es una suerte de microfísica que reconfigura una pequeña porción del mundo. En el espacio infinitamente extenso del universo, los astrónomos dirigen sus radiotelescopios para descubrir nuevos sistemas planetarios. En el espacio infinitamente pequeño del átomo, los físicos dirigen los aceleradores de partículas para descubrir corpúsculos cada vez más exiguos en esa nada que sin embargo se parece también a un sistema planetario.
Mediante la literatura, nos enseña Emar, es posible dirigir la mirada al mundo que tenemos al alcance de nuestros ojos y nuestras palabras y explorar sus conexiones inéditas. O mejor aún: descubrir nuevas funciones en la realidad e investigar sus propiedades.
Entonces resulta desde todo punto de vista coherente que hacia el final del libro nos encontremos con las estas proposiciones: “Nada de lo anotado es arbitrario. Entre esos tres elementos –muchachas atadas, estrellas y posibles obispos vestidos de verde– he visto siempre una filiación absoluta. Prueba de ello es que no he puesto otros elementos sino los anotados. Ahora bien, que yo, hoy día y hasta hoy de 42 años, no pueda desmontar y luego explicar con claridad de cerebro bien organizado tal filiación, no es prueba alguna de su no existencia… nadie duda de su realidad.”
A despecho de lo que pueda parecer a primera vista, no se trata de ningún disparate o nonsense, porque la anotación y explicación –si es que existe– de tales conexiones es lo que mueve a la escritura, lo que constituye el estímulo más punzante para continuar el trabajo poético. He aquí la potencia de la que hablaba antes.
Los textos de Emar como artefactos cristalinos y azulados, llenos de un agua purísima atravesada por un sol de naranjas, que generan más escritura.
Mientras tanto, el crítico literario continúa su trabajo de recopilación bibliográfica y cotejo de datos.
Es un filólogo, y no nos resulta ajeno.
También somos nosotros.
(Actualización julio-agosto 2011/ BazarAmericano)