diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1. Una pared de la talla de un hombre
De fondo vemos un paisaje colorido, de tintes fabulosos; en primer plano hay un hombre vestido anacrónicamente con apariencia de explorador que sostiene unos binoculares; ante él –ante su mirada– se levanta una pared de ladrillos, de la talla de su cuerpo. La imagen nos mueve a la carcajada: el punto de vista del personaje parece el producto de una ceguera testaruda, porfiada. Le bastaría hacer un paso al costado para poder apreciar el horizonte. Este dibujo de Federico Calandria (Mendoza, 1976) es la ilustración de tapa de Informe. Historieta argentina del siglo XXI, volumen publicado recientemente por la Editorial Municipal de Rosario, con selección y prólogo de José Sainz. En intersección con la palabra antología, la imagen que acabo de describir se transforma en una declaración de principios sobre el género: la idea de panorama es siempre una ilusión constructivista, una pretensión que acá aparece parodiada bajo la estructura del chiste. Como alguna vez dijo Mirta Rosenberg: “Las antologías siempre son un problema: arbitrarias por naturaleza, es ridículo pedirles justicia, equilibrio, imparcialidad, demasiada amplitud. Pero sirven como desafío: todos los indignados pueden, por ejemplo, hacer otras antologías”. La EMR viene apostando al género hace rato, como en los casos de 30.30. Poesía argentina del siglo XXI, 1000 millones. Poesía en lengua española del siglo XXI y 53/70. Poesía argentina del siglo XXI. En esta especie de pulsión antológica, habría que leer ya no un gesto de legitimación de ciertos autores –que quedaría diluido en la idea misma de dispersión proliferante–, así como tampoco un énfasis en la idea de recorte, sino casi todo lo contrario: creo que esta apuesta decisiva por las antologías habla de una necesidad de atención puesta en el presente. Si toda antología es una pared de la talla del lector, lo que sucede con Informe –y creo que la idea podría proyectarse también sobre los otros volúmenes– es que su fuerza sugestiva de impulso indagatorio hacia lo que hay por fuera de la antología, es más intensa que su condición selectiva. En una entrevista para BazarAmericano, precisamente, José Sainz destaca este propósito: “a mí me interesa que el libro tenga autonomía pero que además despierte curiosidad por todo el universo que lo rodea, que el lector quiera ir a buscar la continuidad, lo que quedó afuera, lo que podría haber entrado, y que descubra otro mundo posible, que ensaye su recorte mental”. Comprobamos, en efecto, que Informe mueve a la curiosidad, incluso a la investigación. Queremos saber más sobre los autores que aparecen ahí, pero también encontramos que la antología aviva decididamente la pulsión por explorar el mundo de la historieta. En otras palabras: no nos quedamos con el saldo del recorte, porque ese remanente, en este caso, señala su afuera como sentido. Este efecto se produce a partir de su rasgo constituyente: la radical heterogeneidad de propuestas que reúne el libro. Estéticas, técnicas, formas, colores, sensibilidades, temas, abordajes narrativos: pasar las páginas de Informe es una experiencia de teletransportación entre mundos completamente distintos entre sí. Por esta razón, el panorama que logra construir la antología es, antes que una nómina de autores, la posibilidad de pensar líneas de proyección, propuestas, algo así como una serie de poéticas gráficas.
2. Poéticas gráficas: un recorrido informe
La apertura de la antología está a cargo de Berliac (Buenos Aires, 1982): ahí vemos a dos hermanas, una de las cuales me remite a la tapa del disco Goo, de Sonic Youth. El color predominante es el fucsia: algo del trabajo con las superficies que encontramos en la obra de Andy Warhol, mechado con el vestuario noventoso del rock alternativo aparece en la estética de Berliac como una forma de modelar gráficamente sus personajes. En una línea muy diferente, aunque también emparentada con el mundo del rock, el trabajo de Lucía Brutta (Barranquera, 1986) podría pensarse en la línea estética de los primeros fanzines punk, al estilo Sideburns y Factsheet Five. Brutta narra el recorrido de dos personajes por una noche under: una fiesta que no funciona, un recital sin bandas ni música, piñas van, piñas vienen, como en el tema de 2 minutos, salvo que los muchachos ya no se entretienen: la realidad parece prensada por el aburrimiento y la apatía. En un número de Factsheet Five leemos: “Todos entienden el valor de las cosas útiles, pero ¿cuántos perciben el valor de lo inútil?”. La cita es del filósofo taoísta Chuang Tzu. Los personajes de Brutta recuperan algo de esto: son nómades que, con su desplazamiento noctámbulo, construyen la experiencia del relato visual.
Las series de asociaciones posibles que componen Informe se arman y rearman, se montan y desmontan, en función del vector que hilemos como sentido: el color, el blanco y negro, los materiales de dibujo, las técnicas, los tipos de trazo, las proximidades y distanciamientos temáticos, el acervo de referencias, guiños e intertextualidades, los géneros discursivos puestos a funcionar, los acentos en distintos niveles: en un personaje, en un relato, o incluso en el desmontaje de las piezas que constituyen la historieta misma. En cuanto al predominio de los personajes, por ejemplo, Pedro Mancini (Ituzaingó, 1983) propone un acercamiento a la melancólica vida de un chico con cabeza de pájaro, que me hizo acordar a un cuento infantil titulado Pollo Repollo, escrito e ilustrado por Jan Ormerod. El niño cara de pájaro tiene una banda que busca un sonido excéntrico: pero ¿qué es lo excéntrico cuando, en tu banda, el baterista tiene cara de pollo y uno de los integrantes toca un instrumento parecido a una melódica conectada con cuerdas al cuerpo de un pescado? Esta pregunta por la extrañeza del mundo que nos rodea queda flotando cuando terminamos de leer la serie Mancini. Pablo Guaymasi (Córdoba, 1992) presenta como protagonista un alienígena infiltrado en el mundo de la cumbia y el cuarteto cordobés que, gracias a un disfraz hologramático, logra que los demás lo vean como una persona. La estética de Guaymasi puede pensarse como una mezcla de los X-Files acompañados de un buen trago largo de Fernet. Nacha Vollenweider (Río Cuarto, 1983) apuesta, en cambio, a la historia mínima hecha de trazos que parecen casi pinceladas estilizadas de tinta: un personaje con una especie de máscara de conejo pierde una gallinita mágica y termina tirado en el pasto mirando el cielo, como en un gesto de restitución. Porque si el mundo está hecho de formas y líneas gruesas, basta con mirar detenidamente las nubes para reencontrar lo que sea que hayamos perdido. Por su parte, María Victoria Rodríguez (Rosario, 1989) nos presenta un mundo en blanco y negro donde el color parece una excepción: el personaje es, en este caso, una inmensa nube de humo –como esa cosa blanca que aparece en The thing, de John Carpenter, pero un poco más simpática– que, poco a poco, se va tragando todo. Mancini, Guaymasi, Vollenweider y Rodríguez no sólo tienen en común su acento narrativo en personajes que mueven al extrañamiento sino que comparten la gama del blanco y negro –en el caso de Rodríguez encontramos un mínimo despunte de color que se va apagando a medida que avanza la nube–. Roland Barthes decía que, en la fotografía, el color siempre le pareció un aditivo artificial, suplementario, postizo. El blanco y negro, en cambio, despliega, para Barthes, cierta verdad original en el simulacro del papel y de la luz. Pienso que esta serie de personajes atípicos, extraordinarios, sólo podrían habitar bajo ese espectro incoloro: porque por medio del color, el acento se desplazaría del personaje a todo el mundo que lo rodea. En cambio, el blanco y negro funciona casi como un cono de luz, como un reflector que alumbra al personaje principal, al momento del monólogo, en una obra de teatro.
Entre aquellos que, por otro lado, exploran la imaginación gráfica a partir del color y de la búsqueda de la singularidad en cuanto al mundo que proponen, la lectura de Nicolás Mealla (Buenos Aires, 1982) es como el ingreso en el universo de Alicia en el país de las maravillas, pero sin Alicia, es decir: sin cable a tierra. A la vez, ese mundo delirante se parece un poco al nuestro cuando advertimos que se rige por una sola consigna: ganar. Sofía Gómez (Buenos Aires, 1989), por su parte, se apropia del personaje de Tintín y le pone la cara de Chubawaca a su perro Milú para experimentar un viaje de peyote cifrado en la mutación de formas y coloraciones alucinógenos: aunque en esa apropiación del personaje tradicional sale otro, completamente nuevo. Natalia Lombardo (Buenos Aires, 1985) apuesta, en cambio, a la búsqueda del equilibrio entre el esteticismo de las ilustraciones y la sordidez del relato en un efecto que recuerda a las primeras películas de Tim Burton. En el caso de Marianoenelmundo (Martín Coronado, 1984), entramos en la dialéctica de lo micro y lo macro. Hay un poema de Fabián Casas que me hizo acordar a esto. Dice así: “si una estrella tarda millones de años en morir,/ si después de la Gran Orden/ toda la luz regresa a su centro/ para suicidarse. ¿Cuánto demora/ en desaparecer una familia? ¿Cómo/ distinguir lo secundario de lo primario,/ lo parasitario de lo inmediato? Una vieja/ en la calle, limándose las uñas, ¿qué es?”. En el mundo de Mariano hay una araña y un tipo de que vende tortas a la parrilla en una esquina. Pero de pronto todo se invierte: el tipo es devorado por una araña gigante y cuando cae, mata a la araña pequeña. María Luque (Rosario, 1983) nos hace repensar la idea de lo cotidiano en relación al espacio: la protagonista tiene como segundo trabajo cuidar casas de amigos que se van de viaje por períodos largos de tiempo. La historieta es, en este sentido, una forma de habitar –pero sobre todo de colorear– la vida diaria para transformarla en otra cosa.
También podríamos armar una microserie de mascotas. En “Los termino cuidando yo”, Camila Torre Notari (Buenos Aires, 1987) nos muestra las disputas familiares que generadas por la irrupción de un cachorro en la casa: en el trasfondo de este sencillo cuadro argumental costumbrista, asistimos a los tejes y manejes que tienen que hacer los hijos para permeabilizar los mandatos de sus padres, la posibilidad de convivencia entre un perro y un gato, y las diferencias entre un deseo de posesión movido por una pulsión consumista y el cuidado real que demanda elementalmente la vida. Por su parte, en “Good boy!”, Pablo Vigo (Buenos Aires, 1985) saca a pasear el perro: nos muestra un recorrido hostil donde todos ladran, todos tienen algún resentimiento que echar en cara, alguna queja, algún lamento, hasta Jean-Paul Sartre aparece de colado en una viñeta para decirnos que “todo lo que existe nace sin razón, se prolonga por debilidad u muere por casualidad”. Cuando el perro del protagonista finalmente caga, su dueño lo recibe como una bendición.
Con la serie que propone Pablo Boffelli (Santa Fe, 1982) estamos ante las posibilidades arquitectónicas de la historieta misma. Más que un relato, Boffelli nos propone el desmontaje del mundo gráfico. Como en esas fantasías infantiles, la vida parece estar hecha de pequeños agentes microscópicos invisibles que trabajan como obreros mientras dormimos: son ellos los que construyen, por medio de planos y sucesivas relaciones de encastre, la ciudad de la historieta donde vivimos. Junto con Estefanía Clotti (Rosario, 1985), son los dos autores que desarman enfáticamente, en la antología, el espacio de la página, la idea de viñeta: en ellos, la sucesión narrativa aparece desarticulada de distintas maneras. Si Boffelli lo hace, como decía, al mostrarnos el entretelón creativo en términos arquitectónicos, en Clotti aparece la pensatividad del dibujo, un ritmo nebuloso en el que los trazos se componen y descomponen como forma de abordar la propia identidad. En la misma dirección, aunque de manera muy distinta, Effýmia (Beerseba, Israel, 1988) –artista conceptual, performer y activista trans– nos espera con una página ocupada por la puerta de un video club y un cartel que dice: abierto. Damos vuelta la hoja y ya estamos adentro del personaje: la letra ocupa casi todo el espacio, como si la historieta se transformara en un desafuero simbólico en donde se pierden las coordenadas de la identidad y en donde el signo predilecto es el de pregunta.
Entre los que manejan un pulso que dialoga con la tradición literaria, Andrés Alberto (Bahía Blanca, 1986) realiza un homenaje al cine de terror bizarro con “La carnicería de la muerte”. En “Segunda vez”, de Julio Cortazar, el personaje aguarda en una sala de espera por una entrevista laboral pero las personas que entran sucesivamente a la oficina nunca vuelven a salir. Lo que en el cuento de Cortazar opera como alusión elíptica al contexto político de la dictadura, en la versión de Andrés Alberto se traduce de manera explícita: la oficina es una carnicería en donde achuran gente y, aún así, el personaje adolescente, fan del rock barrial, quiere trabajar ahí para no tener que ir al colegio. Esta risa que suscita la ingenuidad del personaje parece estar movilizada por la resolución cruda, pero también por el detalle. En un cuadro, el adolescente entusiasta le cuenta el plan de dejar el colegio y trabajar en la carnicería a su madre y ella le responde que eso debería charlarlo con su padre, mientras lee un diario con un titular que dice: “Era pobre y devolvió plata”. El humor es, en el caso de Andrés Alberto, ese movimiento pendular entre crudeza y sutileza. En el caso de Manuel Depetris (Rosario, 1985), nos encontramos que la historieta –podríamos decir: su dramaturgia– tiene una cadencia emparentada con la poesía: “por más que llene de pisapapeles mi mente, siempre predomina la materia inasible de la imaginación”. Una poética atravesada, a su vez, por la ciencia ficción. Sin embargo, la técnica parece trabajar explícitamente en contra del contenido: hay un abordaje del dibujo con carbonilla casi clásico, que deja en la página su halo brumoso, aunque el jardín del protagonista esté sembrado de calaveras alienígenas que abonan el suelo. En el caso de Lucas Mercado (Paraná, 1980) la historieta tiene que ver con la reminiscencia, la aparición de recuerdos que vienen con la velocidad del snapshot y un trazo artesanal que opera como contrapunto de retención o resistencia de las cosas que se nos escapan: como cuando una tristeza fulminante, después de una discusión por teléfono desde un locutorio, hace que nos olvidemos la bici en la puerta del local. Javier Velasco (Buenos Aires, 1977), con sencillez implacable, apunta lo que me pareció, en términos narrativos, el relato más literario de la antología. Con el mismo clima de esas películas de amigos de la infancia –Cuenta conmigo (Rob Reiner, 1986)–, un grupo de chicos asiste a una función de títeres al aire libre una tarde de domingo, para matar el aburrimiento. Como ya están grandes para títeres se aburren rápido y deciden ver la función desde la parte de atrás del escenario, para observar a los titiriteros. La cuestión es que no hay titiriteros: los muñecos se mueven solos, flotando, en el aire. Crecer es, en definitiva, dar con el artificio de las cosas, comprender el mecanismo que pone en marcha las agujas del reloj. La infancia, en cambio, mantiene el encanto del mundo porque borra al titiritero de la ecuación: un lapso donde el tiempo no se compone de engranajes, ni los títeres de hilos.
Éste es, a grandes rasgos, el universo que nos propone la antología como proyección de la historieta argentina contemporánea: “informe” es, en definitiva, la descripción de un suceso, de un estado de cosas, pero también remite a aquello que todavía no tiene una forma definida, una materia sensible más bien indeterminada, abierta, maleable, en proceso, cuyos límites no caben entre la tapa y la contratapa de un libro sino que se expanden más allá, hasta armar sistema con el afuera, que es su huella, el punto de fuga que la curiosidad del lector ocasional tiene a un paso de distancia.
(Actualización marzo - abril 2016/ BazarAmericano)