diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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La violencia está en nosotros (Deliverance, 1970) es la primera novela del poeta norteamericano James Dickey (1923-1997). La traducción tiene, en este caso, un doble alcance: primero, porque reenvía a su versión cinematográfica tal y como circuló en Argentina (John Boorman, 1972; Dickey participa en el screenplay y aparece en escena sobre el final); segundo porque funciona como hipótesis de lectura. Los fanáticos de películas de la misma época como The Last House on the Left (1972), The Hills Have Eyes (1977) –ambas dirigidas por Wes Craven–, incluso los adeptos a The Texas Chainsaw Massacre (Tobe Hooper, 1974), y hasta los que frecuentan cierta vertiente del cine de terror contemporáneo, seguramente encuentren en la novela que acaba de editar, en su primera traducción al castellano, La bestia equilátera, un precedente posible de este tipo de films.
El argumento es relativamente simple: cuatro amigos viajan de la ciudad a la montaña para pasar un fin de semana en la naturaleza y descender por el cauce de un río. En el camino, se encuentran con unos montañeses que amenazan con matarlos e incluso llegan a violar a uno de ellos. Si la versión cinematográfica plantea rápidamente el conflicto y se sumerge en él de inmediato, la novela, en cambio, tarda en encausar su ritmo vertiginoso como el río que impulsa a los protagonistas: tenemos que pasar las primeras cien páginas para empezar a sentir la electricidad fluida del thriller. Como si la narración trabajara contra la corriente fluvial de los acontecimientos: en medio de tanta violencia, el ritmo sereno del narrador abre una temporalidad reflexiva de lectura. Y esto es interesante porque, al principio, todo nos puede parecer engañosamente dicotómico: el desplazamiento de la ciudad al bosque, de la civilización a la naturaleza; los montañeses parecen–como los indios en La cautiva de Esteban Echeverría– una fuerza salvaje que se desprende del paisaje. El discurrir más bien lento de la prosa de Dickey –como una escritura aislada de la urgencia que la rodea– se erige en contra del género, incluso en contra de la materia narrativa, de los hechos: de pronto, y como consecuencia de este procedimiento deliberado, podemos notar que los protagonistas –sobre todo el narrador– responden con la misma violencia de la que son víctimas.
En España, la película se llamó Defensa. Bajo las coordenadas de esta traducción, la interpretación es, sin embargo, otra: la violencia no está en nosotros sino que adviene como respuesta ante la hostilidad del medio, casi como un instinto de supervivencia. En otras palabras: sin causa, no habría efecto. La pregunta por la ontología del mal, queda, bajo la traducción española del film, inscripta en la estela filosófica de Roussseau: el bien es la naturaleza del hombre; el mal surge de la derivación de un contexto. El título original es, en cambio, ambiguo: en inglés, Deliverance podría designar la salvación en términos de una corrupción moral o el simple rescate del peligro. En todo caso, hay un mal innominado del cual deliverance sería una salida posible: pero nunca como justificación ni mucho menos como redención.
Lo que parece señalizarse con esa palabra es, simplemente, el final de un recorrido: acá termina el río. Los personajes nunca asumen sus actos violentos como respuesta ante el ataque irracional, imprevisto, de los montañeses: porque, en efecto, están dispuestos a matarse entre ellos para que la coartada cierre y no tengan que dar explicaciones a las autoridades. En la novela de Dickey el mal es convenientemente lógico: en su fría racionalidad calculada, queda igualado a su opuesto.
Eso pone en escena la novela: como en la dialéctica del Iluminismo que pensaron Adorno Y Horkheimer, el mal irracional y el mal racional se confunden y difícilmente pueden ser aislados en éticas distintas, dado que forman parte de un mismo sistema. Hay, a lo largo de la novela, extensos párrafos que hacen alusión al tiro con arco y flecha. En un momento, el narrador llega a una especie de revelación zen: “era como si el blanco fuera creado por el ojo que lo miraba”. En la arquería, entonces, no habría, de acuerdo con el diagrama de este verso que despunta en la prosa de Dickey, un cazador y una presa. En un mismo movimiento, todos podemos ser presas: somos todos cazadores.
(Actualización marzo - abril 2016/ BazarAmericano)