diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Si hay algo que para mí caracteriza la escritura de Julia Enríquez es que sus poemas son sinceros. Los versos son como flechas directas a la cabeza del lector; si bien se habla acerca del amor, las relaciones, la soledad, la tristeza, los poemas nunca llegan a un tono llorón ni dramático. Lejos del habla impostada de los sentimientos, Julia Enríquez opta por la crudeza y la contundencia de un tono seco, incluso, por momentos, sentencioso.
junto a esos árboles
hay una casa de piedra
con los costados derrumbados
yo soy como esa casa
una obstinada que sostiene
su propio deterioro
todo lo que se echó a perder
endureciendo mis cimientos
(“tan libre como la valija rota me lo permita”)
Versos cortos, casi simétricos; una escritura sin vueltas. Una chica que se encuentra a sí misma en una imagen que ve a través de la ventanilla de un tren. Una chica que, de alguna forma, se mira y se analiza desde afuera. Una chica que se distancia para no caer en el lamento, la queja, el autocompadecimiento. Una chica que es cimiento de su propio deterioro, que se derrumba pero que al mismo tiempo se endurece.
Al igual que en la imagen de la casa, en los poemas de Enriquez hay una mezcla, un equilibrio, entre lo desolador y la fortaleza; no son dos caras de la misma moneda, sino sentimientos, formas de la sensibilidad, que oscilan, que aparecen y desaparecen, como un pulso vital.
pedí una bici prestada y fui hasta tu casa
mi vida guiada por los desencuentros
sabía que era una decisión terrible
muchas veces siento que no me queda otra
que no quiero hacer otra cosa
mi vida una reducción regalada
Los de Julia Enríquez son poemas de la obstinación; de hecho, creo que podría afirmar, y escuchar, que hay un tono obstinado. Una forma de decir y de frasear que tiene que ver con cierta actitud cabeza dura y determinada. Hacer algo que sabemos que va a ser terrible, encapricharse, tomar decisiones impulsivas, pensar que no queda otra; la terquedad del que vislumbra que se la va a dar contra la pared pero igual sigue, sigue y acelera. La voz se transforma en esos cimientos que sostienen las paredes derruidas; se construye, entonces, un tono que sostiene al sujeto, que no lo deja caer por más de que ya esté con la mitad del cuerpo en el suelo. La voz del poema se consolida, en este sentido, como una forma de la resistencia; pero no de la resistencia con mayúscula que uno podría asociar con la enunciación de una poesía política o social, sino una resistencia pequeña, humilde, cotidiana, personal, propia, como esa casita en el medio de la nada. De esta manera, se edifica un territorio chiquito que resiste, y a la vez no, los embates del tiempo, las arremetidas de aquellos acontecimientos que no podemos controlar.
La voz es, además, una voz interior que reflexiona, que piensa, que se reprocha a sí misma: se recuerda algo que hizo mal, algo que debería cambiar y que no puede, algo que debería haber hecho, algo que no le salió simplemente por mala suerte. Por eso no se resiste contra otros sino contra uno mismo: es la propia voz la que socaba los cimientos que sostienen la estructura. Y, entonces, uno empieza a pensar si lo que mantiene al sujeto en pie es lo mismo que lo que lo hace tropezar; ese territorio pequeño que se delinea es, al mismo tiempo, el espacio de la seguridad y el lugar en el que uno sabe que, en algún momento, va a quedar atrapado abajo de esas paredes que se derrumban.
discutimos sobre lo irrecuperable
sobre la experiencia o el desenfreno obtuso
sobre la sucesión de los días como único antídoto
contra la necedad
y me pregunto si quedará algo de mí
una vez que desacredite a los males
que existen únicamente
como alucinación o recuerdo
de la agresividad desconsolada
de nosotros los insatisfechos
mi vida sin el aturdimiento de lo que ya no tengo
¿Qué queda si uno deja de creerse sus propios “cuentos”? ¿Queda algo? El poema pregunta y no responde. No sólo no responde sino que abre el espacio incómodo del silencio que interroga. Uno llega hasta la página 31 y chau, se le cae toda la estantería. Esos reproches que antes leíamos empiezan a aparecer adentro nuestro y de repente somos nosotros mismos los que tenemos que empezar a resistir contra la propia voz obstinada, inamovible, arraigada. La voz comecabeza de los poemas de pronto suena familiar, y entonces uno se da cuenta que también es esa casa de piedra con los costados derrumbados.
Coda final.
La poesía es ambulancia improvisada – no la única.
Eso que uno mismo se arma, con lo que tiene a mano, como puede.
Un vehículo para rescatarse.
(Actualización noviembre 2015 – febrero 2016/ BazarAmericano)