diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Sin altisonancias ni malabarismos verbales, Mariposas mutantes en Fukushima, el último libro de poemas de la rosarina Carolina Musa, provoca, a través de su fraseo cáustico y sensual, un desasosiego que horada verso a verso nuestra arraigada propensión a los clichés, vitales y textuales. No tengo una teoría de género a mano para explicarlo, pero no debe ser casual que sean mujeres (puedo nombrar también a Lila Siegrist y Pauline Fodevila, entre mis lecturas recientes) quienes nos despabilan desde Rosario con bocanadas de frescura e inconformismo. Seguramente uno de sus méritos es hacernos creer que no es tan difícil escaparle a los lugares comunes. En Musa, puntualmente, esa parada enunciativa deviene una estética, aunque nunca suba el tono en dicho tránsito, que ya había dado señales con Acústico (Tropofonía, 2011) y su excelente libro de cuentos En el cuerpo quien sabe (Baltasara Editora, 2014), pero que en Mariposas… se despliega con una dinamismo imaginativo y vital que, con apenas cincuenta páginas, supera el riesgo inventivo y la carnadura sentimental exhibidos por la poesía objetivista rosarina durante más de treinta años, de la que la poeta es indudable deudora.
El libro está compuesto por tres partes bien diferenciadas. La primera, “Mariposas mutantes en Fukushima”, consta de un preámbulo y un largo poema dividido en “cuatro opciones”, presentadas en una suerte de multiple-choise, en el que el lector debe evaluar la “opción correcta” sabiendo que puede variar “con el estado del ánimo, el estado del agua y la edad”. Se trata de distintas posibilidades genéricas (drama, romántico, ciencia ficción y comedia, que sin embargo no dejan de contaminarse entre sí) para narrar cuatro historias de ciencia ficción desde la perspectiva de sus diversos protagonistas. Pronto advertimos que la última catástrofe nuclear acontecida en Japón es apenas el disparador de la escritura. Y que no son casuales las alusiones a un discurso periodístico que se vuelve irrisorio por el juego permanente de encabalgamientos, inversiones y usos erráticos de sus recursos: giros convencionales, adverbios que pretenden dar rigor y claridad (“dice la noticia, específicamente”) y en verdad no aportan nada en su discurrir lógico: “y aunque están en condiciones (o casi)/ de organizar la resistencia (o casi)”. Una lógica causal que pronto se reduce al absurdo: “por eso/ y porque la noticia me desvela/ y llueve, anoto:”. Musa se mofa de un discurso cristalizado que porta todas las promesas de catástrofe sin contagiarse en sus modos de las derivas mutantes que anuncia. La segunda parte, “Sin luz no hay visión”, que reúne los poemas narrativos más breves y logrados del libro, tensa experiencia urbana y percepción poética. “Ruta 33” cierra el libro y es una largo poema donde un viaje en colectivo prueba que lo imaginario y lo real, lo familiar y lo extraño, lo habitual y lo extraordinario, lo oculto y lo manifiesto se conectan a través de los vasos comunicantes de la experiencia vital.
Sin embargo, ciertas constantes temáticas, enunciativas y retóricas hacen del libro un todo compacto. Entre las primeras, la alusión a las “alteraciones, malformaciones, mutaciones” que reenvían en Musa al mismo quehacer poético: “Pisás mierda en la vereda, musaraña,/ medías palabras para metamorfosear/ eso que ves y oís”. Esta metamorfosis se produce en la manera de ver el mundo y también en la relación de una cosa con otra, entre lo visible y lo no visible, y es el fundamento de la expresión poética del mundo. Tal vez la metamorfosis contenga en sí misma la idea de una continuidad secreta (de correspondencias) entre todos los seres, que se expresa en la inclinación neologizante del volumen: “mariposumanos”, “dominación mariposil”, “la revolución palomosa”, “la civilización zumbona encamionada”. La poeta altera las relaciones entre las palabras y las palabras, entre las cosas y las cosas (de un “reino mutante”), a través de la metáfora, la adscripción retórica de ese hacer transformativo.
Si a través de la lengua y sus imágenes se revela el conocimiento (algo duradero, rígido) en una existencia mutante, el contenido del conocimiento se convierte rápidamente en una pantalla que vela las cosas desconocidas: “la llaman/ alquimia de mariposa/ y es un elemento indispensable/ para no se sabe bien qué”. Esas cosas nunca son estáticas: “y pasa un tren/ por la vía que creí desierta/ los vagones oxidados la locomotora/ 6598 el tren andando por acá/ es como haberse mudado de película”. Por el contrario, esas cosas no dejan de transformarse: “desarrollan un desopilante/ mortífero poder giroscópico”. Tal es así que a veces sorprende la aparente fijeza de objetos, acciones o cualidades, expresada mediante repeticiones: “me limpio me limpio”, “Camiones con soja./ Camiones con autos./ Camiones con vacas./ Camiones con nafta/ y concierto tísico”. Esa insistencia pareciera advertir además que la palabra nunca puede agotar la cosa: “que fuma camina en pose pose pose”. Por eso la lengua o el decir deben cambiar y fluir, para no convertirse en un velo petrificado sobre la cosa en sí. Esto hace de la búsqueda la primera cuestión existencial, la que hace del significado (“la verdad”) un relumbre al final del camino. El conocimiento no consiste entonces en buscar refugio a la sombra de las imágenes, sino en desgarrarlas, fuera del mundo estático de las creencias, la fe y las certezas: “(Qué es morir pienso qué diferencia hay/ entre una leche espesa y una espesura lechosa/ pegoteada en la suela)”, se señala en “Meada mística”. La verdad es una forma de vagabundeo del sentido y la poesía, una encarnación de ese errar: “y alimenta esta disposición/ mía lamentablemente hacia la indiferencia”.
Junto con la metáfora, la otra figura central que pugna por la irrisión del orden es la enumeración: la acumulación de verbos (“Pero no la piso, fumo, no consigo”), sustantivos (“tanque cable suelo alero”), adjetivos (“esos patéticos/ amontonados, inundados/ embasurados/ muertos/ de calor o de frío”), en enumeraciones simples (“bebidas tragos piñatas globos”) o caóticas (“risa piropo camión fila mierda hoja como implosión/ de otoño”). Con frecuencia, el asíndeton extrema esas aproximaciones, que pueden brotar súbitamente de una disyunción (“De corneta de cotillón o si querés/ de clarinete minúsculo elástico enroscable”) o derivar en un símil: “convertidos en zombis/ noños inflados como globos”.
Los poemas urden la sospecha de que hay un desorden peor que el de lo incongruente y el acercamiento de lo que no se conviene: sería el desorden que ilumina los múltiples posibles órdenes de lo heteróclito. Por eso la irrisión del número: “Uno coma cero uno a la doce/ cero coma cuarenta y uno a la menos catorce (dos estudiantes….”. Ante la comprobación de que las cosas están dispuestas en sitios a tal punto diferentes que no es posible reunirlas en un lugar común, que no sea el terreno virtual del poema: “Ahí tenés, por la tangente/ el afán clasificatorio/ al servicio de la contingencia”.
Las heterotopías inquietan porque rompen los nombres comunes o los enmarañan, porque arruinan de antemano la “sintaxis” (“Latosa la lista/ muta hasta el hartazgo/ y no es la suma lo que me atrapa/ no el colectivo el todo”) y no sólo la que construye las frases sino aquella menos evidente que hace mantenerse juntas a las palabras y a las cosas (“se disponen uno primero otro después/ a lo largo de una cuadra que puede no ser/ (…) pero es:”), poniendo el orden existencial en entredicho. Las heterotopías anulan el propósito, la posibilidad misma de toda gramática: “Lo que veo es exceso:/ llanura, cementerios, GÍRGOLAS (un cartel)/ asoma una operación lingüística trivial de/ sustitución: gárgolas, unicornios/ para el catálogo mítico de la pampa.// Ridícula la fila de camiones y ridículo el pasto/ idéntico delicado tranquilamente inducido/ al orden”. Musa, entonces, nos dice que el orden es tedio y la poesía un modo del inconformismo.
(Actualización noviembre 2015 – febrero 2016/ BazarAmericano)