diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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«Hacía 10 años que Fabián Casas no publicaba ficción», leemos en la contratapa de Titanes del coco, su nueva novela. Si la ansiedad –como nos advierte Casas en varios de sus ensayos– es el peor enemigo de un escritor, la expectativa es el peor enemigo de un lector: se sabe. Fue en 2002 cuando me crucé, por primera vez, con los poemas de El salmón (1996). Tenía 18 años, ahora 32. Ese libro en particular –y Tuca (1990), y Oda (2003)– hicieron que empezara a leer poesía. Después vinieron El spleen de Boedo (2004) y El hombre de overol (2007), dos poemarios crepusculares que marcan el paso casi definitivo de Casas a la narrativa: ahí están los cuentos incluidos en Los Lemmings (2005) y sus dos relatos más extensos Ocio y Veteranos del pánico (2008). Es cierto: hacía muchos años que Casas no publicaba ficción y hacía muchos años que nos preguntábamos, como el eco de ese tema de Serrat, «qué va a ser de ti lejos de Casas». Y entonces aparece Titanes del coco.
Pero en el medio, entre una cosa y la otra, Casas publica tres libros de ensayos: Ensayos bonsái (2007), Breves apuntes de autoayuda (2011) y La supremacía Tolstoi (2014). En esos diez años, además, se vuelve una figura mediática: recibe el premio Anna Seghers; sale la versión cinematográfica de Ocio (Alejandro Lingenti, Juan Villegas, 2010); en paralelo, Casas empieza a aparecer en distintos programas televisivos (Los siete locos, en Canal 7; El detonador de ideas, en Canal (á); Pura química, en ESPN); y en estos últimos años entabla una amistad y proyectos en común con Viggo Mortensen (la película Jauja es uno de los resultados de la colaboración). Como vemos, por un lado, Casas no publica literatura pero, por el otro, se mantiene visible, en actividad, afirmando su presencia como escritor en el circuito literario.
En su largo exilio de la ficción, Casas empieza a adobar un concepto que podríamos pensar casi como una especie de poética personal: la voz extraña. Tanto en sus ensayos como en numerosas entrevistas, vuelve una y otra vez sobre esta figura:
Cuando escribo algo [leemos en el ensayo titulado “La voz extraña”, incluido como corolario de Horla city y otros. Toda la poesía], tengo como mínimo dos sensaciones: una, que es algo escrito por mí, que me satisface y me representa. Tengo, después de un largo tiempo haciéndolo, cierto oficio. (…) Pero resulta que uno siente que el escritor debe ir siempre en contra de su habilidad. De manera que esos textos que parecen tan redondos y buenos son en realidad falsos amigos. Así que los dejo de lado o los intervengo hasta que escapan a mi control y empiezan a drenar la voz extraña. Entonces los relatos o los poemas me empiezan a dar vergüenza ajena, incertidumbre y todas esas sensaciones con las que es más difícil convivir.
De hecho –y muchísimo antes de la publicación de Titanes del coco– en distintas entrevistas, Casas se refería invariablemente a su novela porvenir bajo el comando compositivo de esta voz extraña:
«Se va a llamar Titanes del coco. Es una serie de treinta relatos que fui escribiendo estos últimos años y que se van a publicar en el segundo semestre del 2015 en Emecé. Son relatos que se pueden leer como una novela también, algunos tienen cierta continuidad y otro no, y se van relacionando. Es un libro que no se entiende nada».
(http://www.lanacion.com.ar/1775987-el-escritor-en-su-laberinto)
«Estoy escribiendo una novela que de golpe es relato, de golpe no se entiende nada, de golpe es aburrida, de golpe es muy jugada, de golpe y porrazo tal vez la termine. Se llama Los Titanes del coco».
(http://editorialmanchadeaceite.blogspot.com.ar/2009/11/hablan-los-que-escriben-hoy-responde.html?m=1)
«En breve sale un nuevo libro mío [le dice a Viggo Mortensen], que escribí en los últimos cuatro años, es una novela hecha con relatos –unos 30– y que no se entiende nada. Te paso una foto del ejemplar y dopo te mando uno. Abrazo Cuervo.»
(http://www.sobrevueloscuervos.com)
Hay, entonces, una insistencia previa y marcada por encuadrar la nueva novela en la poética de esta voz extraña y anticipar algo de lo que sería su efecto de lectura: «no se entiende nada» es el enunciado que se repite, invariablemente, en las tres entrevistas. Pero lo que resulta en verdad extraño es que, cuando apenas entramos en la lectura de Titanes del coco, nos encontramos con que algo suena demasiado familiar en ella.
Por supuesto, en la novela se pone en primer plano la voluntad de no escribir un relato lineal así como tampoco orgánico, en un sentido, si se quiere, clásico: la narración está atravesada por saltos en el tiempo, alternancias entre una primera y una tercera persona que finalmente se funden en un solo narrador, idas y vueltas en relación a una historia principal (el caso policial sobre el preceptor de un colegio de Boedo que aparentemente dirigía una extraña secta) y hasta cambios imprevistos de género discursivo (en un momento encontramos intercalado una especie de ensayo bonsái sobre el poeta peruano Javier Heraud). Pero todas estas características nos hablan, a lo sumo, de una estructura, de una organización, de una disposición –cuyo carácter «extraño» es, en todo caso, discutible– pero de ninguna voz.
En efecto, la voz que hila la novela y le da coherencia al conjunto no parece ser la voz extraña sino la voz patentada y conocida de Fabián Casas, que termina por territorializar en un lugar seguro aquellos intentos de experimentación y puesta en riesgo del relato. En la primera página de Titanes del coco leemos, por ejemplo, la expresión «al tuntún» y ya empezamos a escuchar la tónica en la que está afinada la música –la musiquita, como él mismo la llama– de Casas. Esa voz patentada es una especie de reverberación: como cuando reconocemos el sonido típico de la banda que nos gusta pero sentimos que ya no es lo mismo.
Toda habilidad, todo oficio, toda práctica (desde el boxeo hasta la literatura) se constituye en una idea de repetición. La voz extraña, de acuerdo con esto, debería articularse, lógicamente, como una resistencia a la repetición. Pero en Titanes del coco nos encontramos, por el contrario, con la compulsión: expresiones que, como ocurría con «al tuntún», vuelven una y otra vez en su escritura («scrum», «demoledor», «a ramalazos»); versos de sus poemas que ya habían migrado a sus ensayos y vuelven a reubicarse en la novela (esa imagen reminiscente de «los que salen en el costado de la foto»; o Wan Chan Kein caminando «sobre papel de arroz»; la duda de si el amor será «tan necesario como el agujero de una olla» que aparece en el poema «Oda»; el corazón que «late al revés» del poema «Me pregunto», incluido en Tuca; o la pregunta: «¿Qué es lo que hace que una vida funcione y avance?» del poema «Solaris»); los títulos de los capítulos remiten, incluso, a esa forma característica de rotular que encontramos en su ensayística: «El psicólogo rubio», «Welcome to the machine», «Lord Gin» o «El buda del Rivotril». Lo que quiero decir es que, como lectores, nos da la sensación de que la voz patentada termina por absorber, en este tipo de recurrencias, en la fuerza de su naturalidad –que es también la clave de su artificialidad–, en lo que tienen de comodidad estos gestos, toda la rareza a la que pueda llegar a aspirar la novela.
La lectura de Titanes del coco nos deja, entonces, y de este modo, con la sensación de que Casas no da lo que promete, de que su indudable oficio y habilidad como escritor terminan por dominar la lógica impugnada: y entonces nos encontramos con una novela minada de guiños entre amigos, que funcionan casi como gags, donde el humor se da, justamente, como repetición de un mismo patrón estandarizado –y no como acto de disrupción o cortocircuito del sentido–. Por eso, cuando llegamos a momentos del relato como el siguiente, dudamos de todo:
Esa repetición tal vez sea, en algunos casos, la necesidad de exprimir el chiste y, en otros, la dificultad de abandonar un remate que resultó eficaz: el chiste es un artefacto tan efímero ¿no? (205)
Cuando la poética propia se plantea como desacierto, como desviación del blanco, la pregunta es: ¿cómo distinguir la fisura? Un poco más adelante, leemos:
Hasta el final Robinson siempre supo que lo más importante es el mito y no las obras: hay gente con grandes obras y poco mito y nadie les da bola (205)
¿De quién está hablando el narrador? ¿De un alterego o de un Otro? En la película Southpaw (Kurt Sutter, 2015), Jake Gyllenhaal interpreta a un campeón mundial de boxeo que sólo sabe atacar y, por supuesto, siempre gana. Después de una serie de tragedias personales, el personaje de Gyllenhaal tiene que aprender a pelear desde cero. Es cuando aparece en escena, tardíamente, el actor Forest Whitaker, que lo entrena en el arte de un tipo de golpe que no tiene más pretensiones que el sonido que produce: paw, paw-paw, eso es todo. Por momentos, parece que Whitaker no le da clases de boxeo a Gyllenhaal sino clases de actuación, como en una escena de Hamlet: le enseña a poner y mover el cuerpo de un modo irreconocible. Pasa con algunos actores: Whitaker es uno de ellos. Gyllenhaal –que venía de interpretar al cínico alfeñique de Nightcrawler (Dan Gilroy, 2014) y ahora tiene el cuerpo de un boxeador enorme– es otro. Con este rodeo, quiero decir que el cuerpo es el soporte material de la voz extraña del actor: siempre estamos ante el mismo rostro, claro, pero su gestualidad es otra, sus ticks cambian, su motricidad difiere. Fabián Casas, en cambio, está más cerca de esos actores –geniales, sin duda– que sólo pueden hacer de sí mismos: Woody Allen, Clint Eastwood, Ricardo Darín.
A pesar de todo, en Titanes del coco hay una búsqueda de un trabajo actoral distinto de la propia escritura y, cuando aflora en la piel del texto, olemos la transpiración del gimnasio donde Casas trabaja al pulso de sus entrenadores: Salinger, Faulkner, Benesdra, todos aquellos que más de una vez han perdido una pelea editorial por mover el cuerpo de una forma incomprensible. Entonces leemos:
Pienso en los excrementos de Blanca Luz. En su pis. En dónde todavía quedará algo de ella en el mundo. O de qué manera los ciclos vitales, la sístole y la diástole de ese corazón oscuro que es la materia del universo, los habrá transformado. ¿Serán polen? ¿Mínimas partículas del aire que a veces transmiten ondas de radio? ¿Una ínfima tela de araña tendrá algo de Blanca Luz? (72).
O llegamos a secuencias como ésta:
Se encontraron frente a un portón pequeño, que tenía una luz encendida arriba, a pesar de que ya era de día. Al lado de los pies de La Garza, un pequeño charco de agua dejaba ver que la noche anterior había estado lloviendo. Fue una llovizna constante y fría. Tocaron timbre. Salió una voz metálica por el portero eléctrico que les pidió identificarse y les preguntó también a quién iban a visitar. Habló La Garza. Se hizo un ruido como de guillotina o el que hace el motor de los ascensores antiguos y la puerta se abrió. Estaban frente a otro patio rectangular, rodeado de habitaciones. Parecía una perrera. Desde el fondo, un hombre vestido complemente de blanco emergió hacia ellos, caminando con displicencia, como si no existieran (118).
Creo que en ambos pasajes –y en otros– uno reconoce el rostro de Casas, algo de su cuerpo, pero no sus movimientos: algo de la voz extraña parece haber movido los músculos de las frases que subrayé. Sin embargo, como resultado final, como resolución, la novela se apoya sobre suelo seguro. Con esto no quiero dar a entender que Titanes… sea un best seller, ni nada que se le parezca, sino que el motor narrativo está impulsado por una fuerte relación de identidad de esa voz consigo misma, como si Casas desconfiara –en algún punto remoto de su inconsciente de escritor– de eso otro de su habilidad y, al mismo tiempo, no pudiera dejar de reafirmarlo por fuera de su escritura literaria, en ensayos y entrevistas.
Que la novela sea inestable, incluso despareja, que no se entienda nada, que «de golpe [sea] aburrida» –como declara el mismo Casas– no significa, me parece, que la voz dominante sea aquella voz extraña. En la escena inaugural, Andrés Stella ingresa en la base de operaciones de Ricardo Robinson, el poderoso director de un diario importante. Desde ahí, puede ver nada más y nada menos que la redacción. Entonces, Robinson le dice a Stella: «¿Nunca pensaste, flaquito, cuando estabas ahí, que había alguien arriba del techo mirando como un halcón?» (18). Ese monitoreo que Robinson ejecuta como desde un panóptico podría ser, en una inversión especular, el mismo que ejerce la voz patentada sobre la escritura literaria de Fabián Casas.
(Actualización noviembre 2015 – febrero 2016/ BazarAmericano)