diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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La persistencia del nonsense
Sinsentidos comunes, de Ezequiel Zaidenwerg y dibujos de Raquel Cané, Buenos Aires, Bajo la luna, 2015.

Un libro de poemas que se hacen solos. Con esa fórmula seductora definió César Aira, en su ensayo sobre Edward Lear (2004), al procedimiento semi-mecánico de creación de los limericks, una forma poética con límites bien claros, cuyas restricciones asegurarían cierto automatismo de la escritura. Podríamos pensarla como una ingeniosa “Explicación falsa del limerick”, parafraseando a otro exponente de la imaginación nonsensical en el Río de La Plata, Felisberto Hernández, cuyas “inexplicables tonterías” recuerdan en más de un sentido las de los protagonistas de los limericks. Tan fascinante como falsa, la idea de la creación automática de los poemas es desmentida primero por el trazo singular que Lear le imprime al limerick en la Inglaterra del siglo XIX, una forma que persistió a través del tiempo y del espacio con diversas y variadas ocurrencias (la practicaron algunos grandes como Stevenson, Tennyson, Kipling o Mark Twain, entre otros). Ya en nuestras tierras y nuestro tiempo actual, la explicación vuelve a falsearse por la gracia con que Ezequiel Zaidenwerg escribe sus Sinsentidos comunes (Bajo la luna, 2015), y la perspicacia con que los dibujos de Raquel Cané los completan. Después de sentenciar que “La lírica está muerta” en su libro homónimo (Vox, 2011) -en la misma editorial había publicado Doxa (2007)-, el autor que despedía entonces a una poesía “con todos los sentidos humanos agotados”, busca ahora un sinsentido común para sus versos.

¿Qué tienen de comunes estos sinsentidos? Mucho, si por “común” se entiende la afinidad que los reúne en la forma, los temas y el humor. Poco, si “común” se asocia con cierta facilidad de la mecánica compositiva: poemas que se leen “fácil” y parecen “fáciles” de hacer, son en realidad producto de una cuidadosa artesanía de la rima y el metro. Nada, si se atiende a la plataforma editorial que los soporta: la bellísima edición del libro-objeto con el que Bajo la luna hace su entrada triunfal al mundo del libro ilustrado. Todo, si “común” es, como lo es comúnmente, el nombre de lo trivial. 

Ocurre que aquí lo trivial no es lo vulgar. Una familia que se alimenta sólo de condimentos, una anciana con tendencias metaleras, un escultor obstinado en esculpir la niebla: en Sinsentidos comunes, una curiosidad cualquiera, transfigurada por la gracia de lo insensato, puede encender la chispa del limerick. Según nos enteramos en el penúltimo poema, esa chispa es de lava. Zaidenwerg reserva para el final del libro la grata sorpresa de dos poemas autorreferenciales (¿limericks autoficticios?), que tienen por protagonistas al propio autor y a la propia ilustradora. Como en “El Dong de nariz luminosa” de Lear, el autor se pone en posición de personaje cómico y se figura a sí mismo a punto de caer, que es una de las dos posturas más frecuentes en los protagonistas de los limericks, junto con la posición de baile. Junto a un cráter y al borde de la lava, el poeta, que se nombra como “poetastro” y, por primera y única vez en todo el libro, no explicita ningún topónimo (tal vez para señalar que su lugar de origen es el propio limerick) define al suyo como un “método volcánico” y “un poco mecánico”. Semejante al que adopta la ilustradora, la artista de San Telmo que busca inspirarse pero sin perder la cabeza, el método de composición de los poemas balancea su erupción/irrupción, violenta y espontánea, con una calculada, y algo automática, mecánica. “Los limericks se aparecen de pronto, como un bicho en la punta del lápiz, y se ponen a correr por su cuenta sobre el papel”: tal es la versión del método —y de su tensión característica entre lo que irrumpe y lo que “se hace solo”— que medio siglo antes ofrecía María Elena Walsh, la primera escritora argentina que se fascinó con esta forma poética, en el prólogo a su Zoo loco (1964). A este movimiento de doble dirección que caracteriza al limerick se le superpone aquel otro vaivén por el que se desliza entre el mundo infantil y el adulto. Un libro-hamaca entre el lector niño y el mayor: no sólo el carácter de graciosos desatinos de los poemas con sus dibujos sino también, en este caso, el lujo de la edición propicia esa feliz oscilación. Zaidenwerg usa la imagen del ida y vuelta de la hamaca para referirse, en una reciente entrevista con Valeria Tentoni (blog de Eterna Cadencia), al trazado de un espacio en común —un sinsentido común— entre la escritura de poesía y la de libros para chicos: 

 

la poesía pareciera seguir siendo cosa de inadaptados y de élites, de chicos a los que sus madres les dijeron que eran especiales, o a quienes tal vez no se lo hayan dicho lo suficiente. Les digan o no esta mentira –pero ojalá que siempre les mientan en la medida justa–, los niños son, por naturaleza, a la vez inadaptados y sobreadaptados, tal como deben ser, en mi opinión, los buenos lectores. Fue, además, muy liberador escribir un libro que no se dirigiera específicamente a los lectores de poesía, es decir, a otros poetas.

 

Entrar en el juego del sinsentido común requiere adoptar una disposición infantil a la lectura, que no es patrimonio exclusivo de los chicos sino de todo lector capaz de moverse con fluidez entre el malentendido y el sobreentendido. Ambos planos son, para Aira, las formaciones propias de lo humorístico y lo infantil: dos campos extraños que se solapan para dibujar el campo del nonsense. Lo común del sinsentido tiene su residencia en la trivialidad de la infancia, que se caracteriza por la “afirmación infinita de una alegría imperceptible, como la sonrisa del gato de Cheshire, sin dientes y sin boca”, como precisa Sergio Cueto (“Elogio de los tres chiflados”, en Versiones del humor, 1999). Lejos de señalar a los niños como destinatarios de esta literatura, el atributo infantil del nonsense corresponde a esa “alegría singular” que leyó Jacques Lacan en su homenaje a Lewis Carroll. En los limericks de Zaidenwerg, como en los de Lear, cualquier cosa puede ser motivo de una alegría inadvertida, siempre que manifieste la maravilla de lo trivial, como la que se desprende de bailar reggaetón mientras se duerme, beber tragos de shampoo o untarse las suelas con saliva. Sostener en el aire una incongruencia humorística es el hábito delirante del nonsense que, en el ámbito tan fugaz como definitivo del limerick, determina para los personajes un destino signado por la perseverancia en la trivialidad común. Al vagabundo de Esperanza que rezongaba “No hacer nada cansa” se le va la vida en el hacer una y otra vez la nada: “en cosa de un mes,/ falleció por estrés”. Por la aceleración con la que el sinsentido se lleva puesta la anécdota, su vida acaba velozmente y, sin embargo, no deja de incurrir incesantemente en su hábito seguido de muerte. El dibujo, que muestra al vago con un pie en el cajón pero con gesto de recién levantado, pone en cuestión el sentido lineal de la estructura narrativa del poema y le devuelve su circularidad característica: su forma de “chiste sin remate”.

Por la insistencia con la que el sinsentido dota de un espesor inconcebible al sentido común, las más triviales situaciones en estos poemas dicen lo que dicen, pero también otra cosa: un sentido inaudito, que no se oye. Como vio para siempre G. K. Chesterton en 1901, en el nonsense “todo tiene en realidad otra cara” (cito la traducción de Ricardo Baeza, 1948). Su “Defensa del desatino”, en la que caracteriza a la poesía del nonsense por su capacidad de evocar el “sentido de la perdurable infancia del mundo”, concluye con una sentencia gloriosa: el desatino es fe. Tal vez como un secreto homenaje a Chesterton, el poema inaugural de Sinsentidos comunes, el que propiciará el “salto de fe”, la voluntaria suspensión de la incredulidad, está a cargo de la prédica del cura de Sarandí que tiene fe en un manatí: “Tan mullido animal / libra de todo mal”. La risa aparece mezclada con el placer por la cadencia de los versos y dibuja el borde de lo no escuchado: el sinsentido inaudito.

La gracia con que se con-gracian lo motivado y lo inmotivado en el juego de la rima y el despropósito rinde tributo a la manía y la insensatez. No por casualidad el autor, en la misma entrevista mencionada más arriba, declara poseer una “insana obsesión” por la métrica, “agravada” por un “renovado fanatismo por la rima”. Así, el extraordinario afán puesto en la construcción del sinsentido común se espeja en el meticuloso empeño de los personajes en el “hacer nada”. La maravilla de lo trivial resuena como efecto de esa persistencia.

El poema del velocista de Paraguay que a cada paso se quejaba “¡Ay!” resulta, en este sentido, ejemplar. Si los personajes de Lear se dedican a hacer nada, los de Zaindenwerg están especializados, son profesionales de la práctica del sinsentido. El velocista, como el profesor, la cantante, el estilista, el médico, la bailarina y la gran mayoría de los personajes (incluso el vagabundo es un especialista en su oficio) incrementan su talento en sus respectivas profesiones con la porfía en el disparate. Al llegar a la meta, a fuerza de perseverancia en la queja (“Pero este duro trance,/ no frenaba el avance/ de aquel audaz campeón de Paraguay”), el dibujo muestra al que parece ser el colaborador del velocista recibiéndolo con una toalla colgada del brazo y —vaya sorpresa— un mate. En el lugar donde se esperaría una botella de agua fresca, la ilustración muestra un mate, doblemente destacado por su desubicación en el contexto y por su color rojo, en el marco del dibujo en blanco y negro. Toda vez que el hábito de estar fuera de contexto define la ética del sinsentido, en estos poemas los dibujos marcan con un descentrado rojo aquello que no corresponde, que está fuera de lugar: el punto de fuga del sentido. Por si hiciera falta, subrayemos que el dibujo en un limerick nunca es mera ilustración sino parte compositiva —y por lo tanto esencial— del poema. Del mismo modo, en el limerick que sigue, el del profesor de Fuerte Apache que exageraba al pronunciar la h, tal vez como signo de la insistencia en el decir de lo indecible, el rojo en el dibujo de la H colorea la mudez por donde se hunde el sentido. Significante vacío, el mate multiplica las afirmaciones diversas: representante de la descolocación, de cierta perversión del que le ofrece su caliente sustancia al atleta (¿no provendrá de allí la queja del feliz infeliz?), pero también, metonimia del Paraguay, signo del estereotipo, y, al fin y al cabo, contorno del lugar por donde circula lo real.

El mate en la meta, modelo de las asociaciones insensatas propias de la imaginación nonsensical, hace perseverar el sinsentido en el dibujo, superponiendo un sinsentido suplementario a aquel otro que el texto ya manifestaba al poner en marcha simultáneamente sus dos sentidos opuestos: el personaje no avanza sin quejarse y no se queja sin avanzar. He aquí el secreto de su éxito. Como ocurre con los otros personajes (paradigmáticamente, el cirujano de La Plata que operaba vestido de pirata, lo que le proporcionaba mayor relajación y precisión para la cisura), la razón de su excepcional destreza proviene de la sinrazón, del disparate liso y llano. 

El personaje único propio del limerick es, en el Río de la Plata, un “pobre infeliz”. Antes de este libro, el Zoo loco de Walsh (1964), secundado por el Minga! de Nicolás Manzi (2013), habían modulado en criollo esta forma inglesa del verso. La primera, presentaba al público infantil al “pobre Elefante” con la cola hacia adelante, a la lombriz infeliz que no podía sonarse la nariz, o a la pava de Ensenada que sólo decía pavadas; el segundo, retrataba para un público aniñado y travieso, al hombre de Morón que se comió un pan de jabón creyendo que era un bombón, al senil de Lazzarino a quien le pagaban tan poco que sólo le alcanzaba para un vino, o al hombre muy flacucho que fumaba cada noche cincuenta puchos. Como si el encuentro del nonsense inglés con la viveza criolla se tradujera en la aventura “sin ton ni son”, pero siempre con ritmo y rima, para no abandonar jamás la paradoja. Walsh los llama “curiosas historietas en verso” o “cuentitos” compuestos de versos, y en su caso, más cercano a la fábula sin moral y al relato para niños, se centra en protagonistas animales. En Manzi, como en Zaidenwerg, la vuelta a Lear es más ostensiblemente ajustada al modelo “Había un (personaje) de (topónimo)”, en el que el último verso reitera o parafrasea al primero.

En línea —sinuosa— con los losers de Lear, los felices “infelices” de Zaidenwerg registran, por primera vez, el triunfo del protagonista sobre los “otros”. En esa vuelta a Lear, se da vuelta el sentido del terrible “they” del limerick leariano: ahora ellos son las víctimas. Si, como dice Aira, la historia del limerick corre paralela con la del imperialismo inglés, tal vez su reescritura actual pueda leerse como una suerte de revancha de los colonizados. Su cifra es el espanto en la cara del cliente de la peluquería ante la “glamorosa esquila” con la que el estilista impone un saber ganadero al afrancesado glamour (para no hablar del Batman devenido en “esposo” y arrojado a un “pozo” por una Gatúbela caderona). Si el verdadero humorista es aquel que se ríe de su propia desgracia, la resistencia tercermundista pone de cabeza su sino perdedor y hace la gracia de llevar el granero del mundo en la boca: “Había un chacarero de Corrientes/ que cultivaba soja entre los dientes./ ‘Aunque la gente hable,/ es lo más sustentable’,/ decía el chacarero de Corrientes”. Si bien quizás no sea ésta la provincia más sojera, el chacarero tiene que ser de Corrientes para poder cultivar entre los dientes, o viceversa (así como la cantante, por ser del Sahara, está condenada a articular su destino con “a”, o al revés). El del chacarero no es sólo uno de los poemas más graciosos del libro (cabe volver a subrayar que Zaidenwerg logra lo que pocos: hacer reír), sino sobre todo un caso representativo. Por dos motivos: uno, sintetiza el modo de la constitución del personaje de “los otros”; y dos, pone de manifiesto la inflexión o giro nonsensical de lo real que postula un realismo insensato o realismo de la insensatez.

Los otros hablan. Los vecinos son “mordaces”, critican y dicen mal (llamaban “El Cangrejo” al jubilado de Sunchales que caminaba con pasos laterales). La crueldad propia del limerick ya no se manifiesta en la violencia física (al hombre del gong de Lear, los “otros” le dan con el gong en la cabeza) sino que se transfigura en maledicencia y habladuría; uno podría decir, se sofistica y se argentiniza. En ese gesto, junto con el modo en que postulan realidad local y actual los pares soja/sustentable, ricachón/enrejado, Fuerte Apache/dibujo de Carlitos Tévez, se desliza un sesgo de ironía, al lado del humor de tradición inglesa. No es éste el “pure and absolute nonsense” que predicaba Lear: el nonsense de señorito inglés se embarra de irreverencia (con erre de rúbrica) en la pampa. Es que la persistencia del nonsense es el efecto de su propio desborde. Lejos de limitarse a un género literario o a la cultura inglesa, pone de manifiesto un modo de la imaginación incrementada por el sinsentido, que se propaga “de pequeñas diferencias en pequeñas diferencias” (para usarle las palabras a Foucault). 

En 1901, Chesterton anunció —o expresó como deseo— que la literatura del nonsense sería la literatura del futuro. Nada sabía entonces de que esa profecía iría a cumplirse un siglo después y en el lejano Río de La Plata.

 

 

(Actualización noviembre 2015 - febrero 2016/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646