diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Tiempos
Toda narración reitera un vínculo –anotaba Ricoeur al comenzar los exhaustivos volúmenes de su Tiempo y narración– entre la trama en tanto inventiva y como medio “privilegiado” de “reconfigurar nuestra experiencia temporal confusa, informe, y muda al límite”. Algo de ese afán por insistir en representar esa experiencia, o contribuir productivamente con esa confusión al narrarla, es lo que propone Eduardo Muslip en Avión (Buenos Aires: Blatt&Ríos, 2015). Todo lo que un pasajero piensa mientras dura un viaje entre Los Ángeles y Ezeiza hace que la narración esté envasada o contenida en la cabina de un avión en el lapso de unas horas. Sin embargo, el marco narrativo, contra la posible limitación que supondría, otorga a la trama un principio diferencial que hace de esas horas aparentemente intrascendentes el potencial que la sostiene y eleva. En el transcurso de esas horas el tiempo se desdobla en lo que correspondería al tiempo cronológico y al tiempo de los cortes, de las digresiones, de los meandros propios de la evocación del pasado en el presente de la narración durante el vuelo.
Avión despliega también una escritura veloz, “ligera”, que reclama, a su vez, una lectura igualmente rápida. Se acomoda en esa escritura, en algo así como una puesta en abismo, la colisión de lo mínimo y lo máximo en el encierro de un avión y en el de la mente, los pensamientos, las memorias, las asociaciones, de su narrador. La introspección que se despliega en la escritura sugiere lo supuestamente anodino, aburrido, o exiguo de las horas del vuelo internacional. En ese encierro, en este caso más solitario de lo que el pasajero – y el lector – esperarían, pero que se explica por una fecha, el año 2002, en que transcurre ese viaje, y por el menos popular trayecto de Norte a Sur (“Somos tantos los que nos fuimos, parecería que somos tan pocos los que estamos volviendo” es la primera proposición de la novela) que describe el vuelo en años de las masivas salidas del convulsionado país, muy poco pasa que no sea lo que el narrador elucubra. Ese giro paradojal en la brillante propuesta de Muslip se hace potencia en el ágil transcurrir de sus páginas. La incomodidad o sensación de aprisionamiento generadas por el cinturón de seguridad y las dimensiones de los asientos hasta podrían ser las causas eficientes en esta productiva inmovilidad. En la quietud, en las alturas de la tropopausa, o del mar de la tranquilidad, viaja una mente por todo lo que el exterior como estímulo acciona en su conciencia registrada en la escritura.
El afuera, el otro, moviliza el viaje temporal a otras figuras, u otras narraciones. Las analepsis como cortes en el avance de la trama, como regresiones a otras capas temporales, son las que había sugerido antes y que requieren de la mirada del narrador que se encuentra con las réplicas de esas memorias que se disparan ante su presencia. Así, los pasajeros del vuelo pasan a ser sujetos del tiempo, metonimias que evocan lo que las voces de su madre y vecinas les habían contado:
¿Estará el Colorado tan distraído de su propio cuerpo como lo parece? De golpe, deja el libro a un lado y se despereza. Khalil Gibran queda cerca de mí. ¿Qué otras cosas leerá el Colorado? Veo pasar a la mujer vestida de verde. Me acuerdo de Irene y siento algo inacabado y triste. La palabra triste no va para los sentimientos que se puedan despertar en el avión, se siente más bien desánimo, pero leí hace poco la frase “inacabado y triste”, y me vuelve a la memoria con insistencia.
Son esos cortes precisamente los que funcionan de encastres narrativos, como paréntesis temporales del relato del narrador viajero en Avión. La historia de Irene se hará un espacio abierto dentro de los recuerdos que el narrador comparte durante el vuelo. Y constituye además tanto un afuera del espacio del avión como un afuera del tiempo del relato.
Espacios
Todo ocurre, decía, en la mente, pero también en un cuerpo, pero también en la cabina de un avión. O antes. No han ingresado todavía, están esperando los pocos pasajeros en el área de pre-embarque, cuando el narrador apunta:
Sentado en esta silla de aeropuerto, en este espacio tan limpio de todo pasado, tan ordenado, me dan ganas de hacer una prolija lista con las cosas coloradas que se van juntando en mi mente: el tipo que tengo acá cerca, el paisaje que contemplé el otro día, los dibujos y fotos del mismo paisaje que veía cuando era chico, el título de película del Multicine, el actor posible de esa película, la pija en la que pensaría mi hermana.
Esa primera enumeración caótica, que el narrador irónicamente llama “prolija lista”, prolijamente escrita, al menos, es una sinécdoque que anticipa el todo de la novela, que es un tipo de prolija lista de cosas – no únicamente colores – “que se van juntando en [su] mente”. Es entregarse en el espacio reducido, acondicionado, presurizado de la cabina del avión a estímulos que desencadenan imágenes, asociaciones, derivas que la escritura acomoda. Si viajar, si volar – acciones humanas que se piensan metáforas en todo un imaginario narcótico – aluden a esa deriva, a esa entrega a una sensación productivamente alterada, la proliferación escritural que tiene lugar en Avión se instala como una propicia vuelta metaficcional. Es el viaje mental del narrador lo que se nos ofrece, y el bello registro de momentos como el que sigue:
Hay una chica oriental, delgada, muy joven. Tiene una remera blanca y larga con el dibujo de un gran gato, que cubre casi toda la remera. El gato es muy lindo. Es un gato grande y común, de cara muy ancha, y camina por la remera con naturalidad, la imagen está sin duda tomada de una escena doméstica. El gato se ve vivaz, entre alerta y tranquilo, despierto. Está mirando lejos. Sigo la mirada en la dirección en que el gato estaría mirando: veo en el aire una línea punteada que une los ojos del gato con el hombre de chomba con gallito en el pecho. La línea de la mirada va puntualmente hacia el gallito. Un animalito de dos o tres centímetros, lo que para el gran gato sería una golosina. Un snack, como me enteré que se les llama acá a las golosinas o cosas menores para comer al paso. Me gusta la palabra snack, tiene algo del ruido del rápido movimiento del gato al atrapar y engullir a un gallito de dos o tres centímetros.
Cercana al linaje del realismo delirante, entregada también al control de un narrador que hace una novela de sus pensamientos, Avión presenta una y otra vez ese principio de fuga, de desplazamiento, de una a otra asociación, como aquí ocurre doblemente con la palabra “snack” que se hace el sonido de una acción no menos imposible, o contrafáctica. Es precisamente esa continuidad que genera la asociación el mismo motor de la narración de la novela, y construye una espacialidad evocada que acompaña, como decía antes, la supuesta fijeza o aprisionamiento de la cabina del avión.
El espacio mental del edificio de consorcios donde pasó su infancia el narrador, y la estructura compartimentada de sus apartamentos, llegan por la asociación de los pasajeros con las personas que recuerda – “El Colorado, Griselda, la mujer vestida de verde, las gemelas. Están todos los demás, pero el Colorado, Griselda, Irene, las gemelas son los más importantes, son los que me continúan las charlas con mi hermana sobre personas de nuestra infancia” (36) –de esas narraciones mientras oían a su madre y a las vecinas contando sobre distintos personajes, algunos de ellos, de alguna manera acompañando al narrador en el vuelo:
Lo más parecido a historias eróticas eran los relatos que nos llegaban sobre ciertos vecinos y parientes lejanos. Nuestra madre se reunía con las vecinas y relataban las historias sobre vecinos de vidas más liberales. Como los del segundo piso, los Subirana: el hijo varón, cuando los padres se iban y se quedaba solo, organizaba ruidosas orgías. O Irene, la señora que vivía sola en el departamento más alto, con su joven amante y las referencias sexuales sobre el ex marido y sobre ella misma.
Una apariencia de incidentalidad o insignificancia es lo que se hace – como comenté antes – digresiones temporales, aperturas analépticas en el relato a una segunda figura que se acciona constantemente a partir del estímulo sensorial del narrador. De esta forma, el viaje temporal se abre espacio en la ficción, ubicados como intrusiones en el viaje mental y escriturario de la novela.
Tránsitos
No hay viaje sin su parafernalia de objetos, libros, nombres, y, desde luego, citas. Transitar el afuera-dentro del epígrafe con el que se abre Avión es intentar someter la invitación de esa cita (“Tenho sentido muita saudade de tudo e sei o que é isso: vontade de voar”) de un relato de Paloma Vidal a la lectura de la novela como una constatación de lo que insinúa el saberse nostálgico de todo como manifestación afectiva de la voluntad de volar, de irse. Avión, provocada como narración por su propia productividad introspectiva, no escapa al repliegue de una percepción asociativa de las cosas de este mundo conectadas con memorias y afectos. El narrador pasajero no evade el registro de un desborde metaficcional que sugieren sus conjeturas:
El avión atraviesa la noche, las nubes borrosas ahí abajo dan sensación de algo suelto, informe, deshecho…Estoy solo y tranquilo, también yo desvinculado de los demás.
Uno encuentra placer en ver los lazos que ligan los objetos del mundo, pero también en imaginar que esos lazos no existen. Que somos átomos que andan sueltos por ahí. Que el estado natural es la existencia individual, y que cualquier agrupación es casual y transitoria. Que uno es materia que no puede separarse en partes más pequeñas, y que flota por el mundo sin tener que combinarse. Como sucede con los gases raros.
Hay algo de esa búsqueda de una verdad en la introspección, en el recuerdo, como cuando Deleuze lee En busca del tiempo perdido como un aprendizaje mediante los signos, en este caso, asidos a los sujetos del tiempo: “Los signos son el objeto de un aprendizaje temporal, no de un saber abstracto. Aprender es ante todo considerar una materia, un objeto, un ser como si emitiera signos por descifrar, por interpretar. No hay aprendiz que no sea el ‘egiptólogo’ de algo.” El narrador de Avión sentencia que “el triunfo está en conseguir combinar cosas no combinables y que el resultado sea, además, permanente” (77). Al azaroso principio de una escritura que da cuenta de los enlaces entre las cosas y las palabras, entre las personas y su asociación que dispara recuerdos en otros tiempos, en otros espacios, Avión suma esa lógica combinatoria felizmente improbable que un estímulo, diría Deleuze, irradia en tanto signo.
(Actualización noviembre - diciembre 2015 / enero - febrero 2016)