diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Un cierto automatismo en nuestros modos de leer nos lleva a ver en la infinidad de animales que pueblan la literatura una figura de otra cosa: el animal escrito tiene, para nosotros, frecuentemente una existencia metafórica, alegórica, en todo caso tropológica. Como si el hecho de que su aparición tenga lugar en el lenguaje lo remitiera, inevitablemente, al universo de las significaciones dadas, que serán, así planteadas, reconociblemente humanas. ¿Qué pasa si leemos el animal a contrapelo de este automatismo? El libro de Julieta Yelín tiene lugar en el terreno demarcado por esta pregunta. Uno de sus puntos de partida es, justamente, leer a partir de lo que ella llama “la caída de la metáfora animal” , en los que el animal llega a la escritura menos para encarnar o figurar un significado, como metáfora o alegoría, sino al revés, para disolver la significación, para abrir otras líneas de afecto, de sensación, de percepción.
Kafka –su repertorio incesante de criaturas-- será el signo de esa crisis de la metáfora animal, y de la presión que ejerce sobre los modos en que literatura del siglo xx y la del presente inscriben la relación con lo animal. Y desde allí, el libro traza una serie latinoamericana en la que lee esta crisis: desde las fábulas de Augusto Monterroso hasta las ratas de Copi, y desde Lispector hasta Cesar Aira, pasando por Felisberto Hernández y Wilson Bueno. Series de textos en los que se escucha la fisura imparable que hacia mediados del siglo tiene lugar sobre las tradiciones del humanismo y que Kafka había mapeado con implacable precisión. Por eso, el recorrido no tiene que ver tanto (o no sólo) con la cuestión del animal como “otro” del hombre, como fondo insondable de lo natural o lo viviente, ni tampoco, al revés, como figura de una restitución de un origen o naturaleza común: el animal aquí no es ni una alteridad inefable, con la que no hay relación posible, ni tampoco el suelo de una identidad compartida. La letra salvaje trabaja en otra dirección: situando la pregunta por el animal en el contexto amplio de la crisis del humanismo occidental, hace del animal un tensor del lenguaje, trazando una zona en la que se exhibe–como forma pero también como facultad que, se supone, es propia del hombre— en su heterogeneidad, es decir, en su composición múltiple, en la materialidad de la voz, de la escritura, de la intensidad afectiva. El animal que irrumpe en el lenguaje lo desvía y lo multiplica en una diversidad de huellas materiales, tensando toda identificación entre lenguaje y logos, y toda transparencia entre el lenguaje y lo humano. Entonces, la “caída de la metáfora animal” no habla solamente de una transformación de las retóricas literarias de lo animal sino también de los modos en que la literatura lleva adelante una reflexión más vasta –e inherentemente ética y política—sobre la relación entre lenguaje y cuerpo, entre lengua y bios, entre el hablante y el viviente. Allí el animal se vuelve un programa de lectura.
En tal sentido, Yelín habla de un “giro animal” para referirse a la nueva insistencia que la cuestión o la pregunta por el animal tiene en el pensamiento occidental contemporáneo –repensando, sin duda la crisis del humanismo posterior a la 2ª Guerra Mundial—, en la que la relación animal/humano funciona como herramienta para tensar, desplazar, deconstruir los modos en que no sólo lo humano se definió por la exclusión y frecuentemente el sacrificio del animal, pero también como distinción biopolítica entre grupos y categorías de individuos: la animalidad del otro será, en el universo de lo moderno, un modo privilegiado para legitimar la explotación y la violencia. Desmontar, multiplicar, heterogeneizar esa distinción será entonces una tarea del pensamiento contemporáneo, dado que allí se condensa una gramática --si no universal, generalizada-- de la violencia en la modernidad. Al mismo tiempo, el libro apuesta a que este “giro animal” tenga una dimensión específica al trabajo de la literatura, a la operación de la escritura y la lectura. Desde el punto de vista de la literatura, dice Yelín, ese giro animal remite a un “debilitamiento de la potencialidad simbólica” del animal que refleja una nueva economía y una nueva ecología de relaciones entre humano y animal: otra relación con el lenguaje y con el sentido. Se trata de desfondar ese procedimiento para seguir el rastro de otros modos de figuración de lo animal que resistan y desborden la metáfora para abrirse a otros registros del pensamiento, del sentido y del afecto.
La letra salvaje es un mapeo singular y diverso de esos “otros modos” que se anuncian desde los textos de Kafka, “una voz descentrada, ni humana ni animal, que se examina a sí misma e intenta narrar una experiencia de transformación” (64) En esa voz no se juega, como dice el ex-mono del Informe para la academia, algo así como la libertad, sino más bien “una salida”: esa voz no piensa desde la universalidad de lo humano sino que piensa como un cuerpo: un cuerpo que busca una salida, siempre. La voz-Kafka es el encuentro de esa experiencia y de ese saber: ahí, por supuesto, Josefina la cantora –chillido y silbido, pfeifen, eso que no puede trazar la distinción entre canto y ruido, entre sentido y no-sentido, entre el lenguaje articulado y el sonido –voz, ruido—que se trafica en el lenguaje y que lo tensa hacia sus extremos.
Y desde ahí, las “letras salvajes” se abren hacia un repertorio expansivo y heterogéneo. Ahí está Guimaraes Rosa, su increíble Meu tio o iauareté hablado en tres lenguas imposibles, y en las que, en las antípodas de Heidegger, la falta de un lenguaje articulado “no le veda la apertura al mundo sino que, por el contrario, le garantiza una acceso a un más allá del lenguaje.” (142) y que Yelín lee en contigüidad con las experimentaciones de Lispector. Ahí están Felisberto Hernandez y su “olvido animal”, las ratas de Copi, que hacen una ciudad y un mundo. La abeja de Aira se lee en la clave de una naturaleza que explícitamente ha dejado de ser traducible –fantasía insistente del humanismo—y que se anuncia en la opacidad de sus lenguajes. Y en los bestiarios de Wilson Bueno aparece el animal como vía de lo anómalo, de lo inclasificable, de aquello que, justamente, excede y desfonda las taxonomías que la imaginación y los saberes antropocéntricos habían proyectado sobre ellos. La constelación de textos que reúne y recorre Yelín habla de ese impulso anti-humanista, anti-simbólico que recorre la modernidad literaria, y que encuentra en el animal su potencia y su tensor. Allí se juega, en fin, toda una posibilidad de eso que llamamos literatura, y se juega a partir del animal, de eso animal que interrumpe y desvía y desborda el lenguaje, “el momento”, escribe Yelín, “en que un hablante se descubre a sí mismo como realidad heterogénea” –esa es la experiencia que las lecturas que La letra salvaje insistentemente trabaja y produce.
No se trata, dice Yelín, de que el animal pluralice significaciones, abra un abanico de posibilidades de lectura, multiplique interpretaciones, disperse las posibilidades de la significación. Todo lo contrario: el animal funciona por sustracción del significado, por vaciamiento del símbolo, por afonía y ruido, no por multiplicación de “lecturas.” La pregunta por el animal, dicho de otro modo, es la pregunta por el sentido allí donde se contrapone a las significaciones dadas. Y esa es la pregunta de la crítica, allí donde sus presupuestos humanistas, culturalistas, textualistas se han desfondado, y queda la incesante intemperie de unos cuerpos y unas marcas –eso que Julieta llama “letra salvaje” -- en torno a las cuales volvemos a pensar el ejercicio mismo de la lectura. En ese contexto, la pregunta por el animal es la pregunta por el lenguaje allí donde hablar se multiplica en una serie de eventos de sentido que pasan por el afecto, la sensación, por la voz en tanto que tal: por un “entre cuerpos” cuya medida ha dejado de ser lo humano. La pregunta por el animal, dicho de otro modo, es la pregunta por los modos en que cuerpo y lenguaje se anudan allí donde ese anudamiento ha dejado de ser exclusiva o propiamente humano –y donde lo que aparece es el viviente como horizonte de sentidos heterogéneos. La letra salvaje es una invitación a ese paisaje en el que el lenguaje se abre a esas otras potencias, entre lo humano y lo no-humano, y piensa desde allí otras éticas, otras políticas.
(Actualización noviembre - diciembre 2015 / enero - febrero 2016)