diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
Editora
Consejo editor
Columnistas
Colaboran en este número
Curador de Galerías
Diseño
Miss Once es al mismo tiempo ópera de barroco callejero e hipótesis sobre la comunidad como forma de habitar los espacios vinculada a lo desconocido. Si no hay narración, hay acciones: comienza con un arribo, el del pastor a la plaza de Once, y se cierra con otra llegada, las cámaras de televisión. Los apartados que mueven las piezas de la novela son: “Historias”, “Once” y “De casa al trabajo”, es decir, voces de los personajes por un lado, montaje de datos históricos sobre el barrio que fue Balvanera y Miserere para el subte, por otro, y el recorrido de la narradora, una narradora cuya voz se modula por la escucha principalmente. La recursividad de esos tres apartados hace avanzar la historia en párrafos abigarrados, donde todo quiere apiñarse y ser escrito.
El pastor evangélico con megáfono. Beto, reciente soltero que trabaja arreglando electrodomésticos en el local de su jefe; Mario, un biencasado poco excepcional entre el sentido común de las clases medias, y que cumple el destino de tener un hijo trotskista. Beto, desde que ha dejado a Cata por temor a la infidelidad como acecho irrefrenable, ocupa algunas de sus tardes buscando a Diótima en la plaza, para dar lugar a un sexo tranquilo y sin preguntas en algún hotel de mala muerte. Diótima es una prostituta colombiana que imagina un mejor futuro, peluquería tal vez, aunque vea desaparecer a otras compañeras y le sea impedido denunciar. Jennifer es una joven estudiante de cosmetología que se detiene para escuchar al pastor, se detiene con frecuencia, reza, piensa en un banco, pregunta por el amor mentiroso, por el traidor, “ella, condenada al amor ingrato. Llegará tarde al trabajo y no le preocupa más que tener, en algún bolsillo que es recodo, el papelito”, porque cada vez que se detiene o mientras viaja, rodea la llamada telefónica, mientras abarca su cuerpo con la mirada. Elba es una médica militante, cuya asistente se encuentra ausente por esos días y busca desesperada reemplazarla.
Por último la Miss, la trans que todo lo ve, es quien abre el canto que refunda la ciudad de Buenos Aires: “no tan querendón de lo heterogéneo que lo habita, este Once. Aunque la Miss lo camine y lo reescriba. Aunque ella, insolente, marque y recorra sus veredas. Siempre algún portero grita no quiero ver negros de mierda y, desde el fondo de los tiempos, arcaica serpiente que retorna, le intenta pegar a alguna jovencita senegalesa. Y en ese negros enmerdados resuenan los gritos de un pogrom de 1919”.
Su historia no se narra, pero distribuye otros ritmos, organiza, con su presencia delirante, el movimiento del resto de los personajes. El caminar de la Miss por el World Once es la imagen de esas otras voces continuas. Porque los pensamientos de Diótima, Jennifer, Mario, Elba, Beto, no se separan por cortes discursivos, por cambios de escena, por puntos y aparte; la continuidad de lo disímil, de lo aparentemente irreconciliable, es el principio constructivo. El guiño formalista es adrede, porque la hipótesis ética de la novela reside en su forma, en los ribetes de una lengua impersonalísima:
La historia de una carreta detenida allí donde basílica, es fábula común para los pueblos que aspiran virginales horizontes. (…) Padre, padre, no nos abandones en nuestros pecados. Llegan con aire modosito: mujeres vienen a comprar para volver a sus pueblos y ciudades con apetecibles novedades de la industria textil de la ciudad y eligen el Once tradicional antes que la excursión a la frontera del ranquel, a las salinas grandes que son tierra conurbana, viaje nocturno y apiñamiento malonero. Salada que da más miedo que la babel andina y los micros que llegan en combis y carritos y zorras y el Riachuelo jede no como Once, tan urbano, que se disfraza y en cada cuadra abre su propia saladita con Cardón, Levis y Adidas y alguien bautiza boliyopin a la galería de los locales. La Paz es su nombre verdadero. Salinas grandes, salinas chicas, allí donde se inventa el origen del milagroso comercio, el deseo activado en cada cuerpo, agua en la boca te hace el mercadeo. ¡Ay qué loncomeo nos espera mercachifles! ¡Ay qué regateo querría ver entre esa señora bonaerense con reflejos y el vendedor que no olvida su kipá! ¡Ay qué retozones los querría disputando el precio al por mayor de esas bombachas! ¡Ay qué sospechosos los paladeo cuando rocen a descuido los encaje de lencería, sus dedos mutuos entre tanta suavidad! ¡Ay babélicos no se olviden de que una virgen detuvo su transporte para que ustedes no sean diligentes escurridizos de la vigilancia! ¡Ay qué virgen tiene su gótico monumental y Borges imaginó a la Lujanera cuerpo en disputa o sea puta! ¡Ay no olviden que afuera hay cola y hace frío y que a cien metros otra fila quiere al Expedito!
Leo Miss Once junto con Perón en Caracas de Leónidas Lamborghini, un Perón huido, encerrado en calzones, verborrágico, que mea y le duele, que toca el piano, escribe cartas a Cooke, y ensaya una definición como pregunta: “¿No es mi doctrina una doctrina de olla popular… producto del revoltijo de una variedad de doctrinas cocinadas a fuego rápido?”. Vuelvo entonces sobre la primera inquietud que me generó la escritura de María Pia López: “De casa al trabajo”, los múltiples equívocos de una consigna que lejos de delimitar los espacios parece abrirse al recorrido. La narradora se deja ventrilocuar por Once en ese intervalo: narra hombres, mujeres, tiendas, cosas, cantos, y allí refunda Buenos Aires; desplaza el Palermo de unos versos ultraístas de Borges con la lengua granulada del barrio que combina el delirio mercantil con la sedimentación de memorias trágicas, emancipatorias, piqueteras, fabriles, criollas, plebeyamente cosmopolitas también. Leo, entonces “De casa al trabajo” en la olla popular de las doctrinas, en los minotauros de Daniel Santoro, en lo que se abre sin definición.
Miss Once es eso: un barroco callejero, procaz, incómodo. Algunas de sus virtudes: esquivar la sordidez, y mantener a raya el asomo de un gesto kitsch. Olvidar las comillas que citen la voz del otro, como si hubiera voces propias. Instala en el centro de su narrativa el problema de la literatura y de la lengua como lo im-propio, lo común, que lógicamente es diferente de lo privado, pero sobre todo es diferente de “lo igual” como homogeneización de una consigna de habitar y decir.
La lengua de Miss Once se funda sobre lo impropio porque circula continua, sin avisos de saltos, sin marcas gráficas o gramaticales, de un lado a otro, de un personaje a otra, sin que lo advirtamos hasta que el tono se extraña levemente, y luego cuando ya nos hemos acostumbrado, dejamos de oír ahí a Jennifer en la aflicción del aborto que no se decide, para ver y oír a Beto fastidiado porque Mario quiere contratar una empleada mujer y qué pasará con él, qué estará haciendo Cata, seguro con otro o buscando conocer al otro. Se oye a Elba conversando con una vieja compañera, y pronto resuena el caribeño hablar de Diótima, que no quiere terminar como la Miss, entonces, ¿cuánto ganan en la peluquería?, no alcanza para nada, se mira al espejo, los años no le sientan mal. Ópera y comunidad: una comunidad de diferentes, de “sin comunidad”, como apunta Diego Tatián en el desarrollo de Lo impropio (2012).
“La totalidad es oncénica aspiración: Todo cinto, Todo obra, Todo medias. O, coqueteando con la presunción de la palabra extranjera: WorldFashion o BijouWorld. Entre Rivadavia y Corrientes los comerciantes van por el ser completo, imbuidos de miedo a la nada. El todo chirría en color, se fragmenta en tonos, se muestra variopinto y se quiere acumulable. Pretenden emular la variedad del cosmos”. Esas ansias de lo total se mueven entre dos formas de horizonte: la acumulación, en uno por uno, y el infinito donde la cuenta se fuga; o, parafraseando a Blanchot, ser la pretensión poética por excelencia –el canto refundador diríamos siguiendo los pasos de la Miss– “una pretensión en la cual está incluida, como su condición, la imposibilidad de su cumplimiento”. En ese movimiento deambula la narradora y no solo arroja al lector la idea de que la historia argentina podría, en buena medida, contarse desde esas calles, cada vez que en los apartados “Once” las fechas constituyen un relato que se vuelve fundamental, sino la poesía de una comunidad constituida por las singularidades irreductibles.
(Actualización noviembre - diciembre 2015 / febrero 2016)