diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1.
Cuando uno mira por primera vez la tapa del libro de Diego Vdovichenko, descubre que el nombre del mismo tiene el poder de la reverberancia. Las palabras se multiplican en el vacío, rebotan adentro nuestro de un lado a otro volviéndose un eco que pierde de a poco su sonido: creo en la poesía creo en la poesía creo en la poesía creo en la poesía creo en la poesía. La repetición nos deja sin palabras como quien contempla la inmensidad desde arriba de una montaña; frente a la creencia, el silencio.
2.
Frente a lo increíble, la poesía. La palabra increíble es una palabra tramposa: uno tendería a pensar, guiándose por su morfología, que hace referencia a lo no-creíble, a lo que no se puede creer. Sin embargo, si nos quedamos con esto tenemos un sentido incompleto ya que, en realidad, cuando uno usa ese adjetivo quiere decir justamente lo contrario: que cree en algo aunque sea no-creíble o difícil de creer. Se podría decir, entonces, que la poesía de Vdovichenko es una escritura de lo increíble en la que siempre hay una tensión entre creer y no creer. El poema se constituye entonces como el espacio en el que se plasma esa pulsión, esa oscilación de la creencia:
Una estrella
pronto se movió
bajo el cielo oscuro
dio unas vueltas en círculos
y se posó
bajo un triángulo estelar
formando un romboide perfecto.
Algo me dice que no siempre
debo creer en lo que veo
(“Los días ventosos son buenos para que el mar crezca”)
“Creer en lo que se ve” puede parecer a priori una actitud ingenua, sin embargo, me gusta pensar que es más bien un gesto de humildad en el que el sujeto acepta su pequeñez frente al mundo; como si dijera “está bien, voy a creer aunque no lo entienda del todo”. El nombre del poema, apunta, como se puede ver, a aquello que trasciende al sujeto, que lo sobrepasa, que funciona –como una máquina– a pesar de que este no sea consciente o “no lo entienda”. Lo que se percibe sería, entonces, sólo una superficie que oculta una infinidad de movimientos, causas, consecuencias, relaciones de las que el sujeto no puede dar cuenta. Es por esto que, frente a la imposibilidad de explicar los porqués de los fenómenos que lo rodean, sólo le resta creer.
3.
La cara opuesta de los árboles
espera el paso del día
que gire la esfera ( )
por el ancho cielo,
que no se nuble por favor
que no se nuble
(“Asoman sobre la Shell”)
Esta forma de mirar y de posicionarse frente al mundo, le saca cierto peso a la existencia. Como si vivir fuera en sí un ejercicio de paciencia o de aceptar con cierta actitud zen la contingencia de lo que sucede como esos árboles que esperan que el sol dé la vuelta para que les pegue. Frente a esto, entonces, sólo queda “cruzar los dedos” para que no se nuble; frente a esto vuelve a aparecer la repetición como sintaxis de la fe: “que no se nuble por favor/ que no se nuble”.
4.
El primer poema del libro es una escena en la que una chica junta hojas. La escritura se posiciona desde afuera como alguien que observa la forma en que ella ejecuta esa tarea:
Ana junta los siete montoncitos de hojas.
Deja pala y rastrillo junto al tacho
toma una bolsa negra
el viento la ayuda
la estira la abre la coloca
dentro
del
tacho
Anita toma con una mano el rastrillo
“ “ “ la otra mano la pala
“ mueve la pila de hojas secas
de a ratos suspende
se levanta la visera
observa el movimiento de los autos.
Una vez que terminó
limpia las cerdas del cepillo
con un truco espectacular:
lo acuesta pisa los hilos desprende la pelusa
Ana tiene delicadeza en sus movimientos
para mirar la hora en el celular
se saca el guante
La repetición y la automatización de esos pasos que conforman la tarea de juntar las hojas está trabajada minuciosamente en la escritura: la seguridad de los movimientos (“la estira la abre la coloca”) prescinde de la puntuación, de la pausa que separa las acciones; el uso de las comillas que simula eso que ya no necesitamos nombrar porque ya lo sabemos de memoria. Ana es como un samurai de lo común: hace de una actividad común y cotidiana una especie de ejercicio ritual donde los movimientos son perfectos, armoniosos y, al mismo tiempo, vacíos. Todos los pasos que realiza parecen estar completamente internalizados, aceitados, mecanizados, como si no tuviera necesidad de pensar mientras los hace. Lo que se observa, entonces, no es simplemente una superficie, una imagen, una escena del barrio; la escritura, de alguna forma, empieza a colarse en lo que no se ve, en ese mecanismo interior que mueve el mundo.
5.
Un zumbido
algunas palabras
quedan resonando en mi interior
[…]
no siempre hay que seguir
buscando el sonido
a veces con leer la partitura
alcanza
(“Junto a la corteza que cae del árbol”)
Entonces, el exterior, la corteza, la cáscara empieza a caer y la poesía se transforma, de pronto, en una forma de quitarle capas a lo real. El lenguaje, de la misma manera, se saca de encima aquello que lo cubre y se vuelve un fenómeno interior; al igual que las notas, los silencios y las claves de un pentagrama, la palabra se vuelve un lenguaje sin sonido. “Leer la partitura” en silencio como quien lee para adentro; leer para adentro como quien hace del interior el espacio del lenguaje.
6.
Los elefantes son capaces de sentir
la caída de un rayo
a treinta kilómetros de distancia
es que poseen en el centro de sus patas
unos censores que les permiten interpretar
las vibraciones de la tierra.
Saben que cuando se acerca la tormenta
deben agruparse. Una hembra orienta a la manada
dando golpes secos en el suelo.
No hablan porque no tienen nada que escuchar
recurren a sus patas para prevenir las amenazas.
(“Un sonido que valga mil imágenes”)
Mientras leía Creo en la poesía, se me venía siempre a la cabeza el título de otro libro de poesía que leí hace poco: Hablar como los animales de Milton López. Para mí ese es como el nombre perdido –o escondido– del libro de Vdovichenko. Leer para adentro como quien imagina internamente la melodía de una partitura; hablar con un lenguaje que no se escucha porque sea audible sino porque el sonido ha sido internalizado –como cuando cantamos una canción para adentro. En “Olivo”, el único poema en el que aparece una voz –¿la de la madre?–, esta es parte de un recuerdo por lo que literalmente el sonido se proyecta desde el interior del sujeto; no escuchamos lo que esa voz dijo sino lo que la memoria atesoró como sonido. El vínculo con el pasado se construye como una comunicación silenciosa, incluso, podríamos decir, como en una comunicación interior, un hablar con uno mismo, una vibración que va por debajo como el lenguaje de los elefantes.
Si traer esa voz de la infancia es como escuchar para adentro, recordar ese olivo es, de alguna manera, mirar para adentro. El poema funciona como una especie de depositario de la memoria a la que va a parar lo que está destinado a perderse –una estrella fugaz, una escena o brotes levantados de la calle– o, en este caso, lo que ya se perdió:
El olivo ya no está
de ahora en más
ese árbol
crece
en esta hoja
(“Olivo”)
7.
La poesía es el cielo de las cosas.
8.
creo en la poesía, sí, creo.
creo aquello que está en todos esos lados que dicen que está.
creo en el interior.
creo en la poesía, y si buscáramos encontrarla, o meterla en
ciertos términos estaríamos perdiéndonos algo. no siempre
es necesario definir: todo, tiene la suerte, de que puede com-
pletarse con sentidos. lo que se cree también es la poesía.
estemos juntos en esto.
Creer en la poesía como una actitud para no perderla: es decir, creer en la poesía, para poder prescindir, de esa manera, de cualquier tipo de explicación que intente definir lo que es o lo que no es la poesía. Ser como ese árbol que espera que el sol de la vuelta; creer en que la poesía: tarde o temprano, siempre llega.
(Actualización septiembre – octubre 2015/ BazarAmericano)