diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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No se puede amar lo que tan rápido fuga.
Ama rápido, me dijo el sol.
Y así aprendí, en su ardiente y perverso reino,
a cumplir con la vida:
Yo soy el guardían del hielo.
José Watanabe.
Hace toda/ suerte de cosas/ que se parecen / asombrosamente/ al amor. / Hacer el amor, / tal como lo indica / el nombre, es poesía. / Pero hay un abismo/ entre la poesía y el acto./ El acto de amor/ es ser que habla.
Gabriela Milone
Escribir y amar, un mismo gesto, un mismo deseo de duración desconocida: hacer durar la vida, reinventarla. Disputarle lo fortuito y lo perenne al azar; lo insignificante y lo volátil a la lengua. Allí, donde la singularidad del encuentro amenaza con perderse en la repetición gregaria de una frase al borde del sinsentido, obstinarse en salvarlo de la equivalencia que impone el tiempo y el lenguaje; experimentar para crear un mundo que lo resguarde sabiendo que acá, en el nuestro, a “cada segundo se rompe algo”. Pero, sí, hay un abismo entre la poesía y el acto: escribir no es lo escrito, amar no es lo amado, crear no es lo creado. Raras veces, sin embargo, algo conjura esa no-relación. El libro de Javier Martínez Ramacciotti que hoy edita preciosamente Borde Perdido Editora nos participa de algo más que lo dicho: expone el acto, el gesto, el deseo antiquísimo, infantil quizás, que lo puso a andar. Y un gesto no se lee, no se explica; como el amor él también es un señuelo que invita a que se celebre, se emule, se recomience cada vez.
Un niño que, supongamos lleva por nombre Javier, se avalancha sobre los restos de una piñata reventada por otro para intentar “captarlo todo por entero, a manos llenas, de una sola vez”. Y lo logra, lo junta todo. Se aleja de la escena repleto de juguetitos, dulces, papelitos de colores pero también de sonrisas, sensaciones, del recuerdo preciso de ese momento cúlmine de la fiesta en que se sabe, al mismo tiempo, que hubo allí algo maravilloso y que se terminó. Asumida la revelación a la vez fascinante y terrible, Javier mira su botín que todo lo contiene y asiste en ese instante a un segundo acontecimiento increíble: por algún extraño efecto de transmutación alquímico lo dulce ya no está en los dulces, el juego ya no está en el juguete, los papelitos de colores ya no reflejan ni las sonrisas ni la alegría del encuentro compartido. Es extraño. Como si los momentos, las sensaciones, los sentimientos hubiesen abandonado las cosas que los cobijaban y moraran ahora en él, más precisamente en su garganta, como una bola de deseo informe.
Años más tarde, podemos intuir, nuestro personaje ya crecido vuelve a tener la misma experiencia con algo a la vez inesperado e inesperable pero, digamos, con muchos más voltios de intensidad. “Dos masas de materia que flotaron por milenios/ en la oscuridad unánime del espacio exterior/ con la inercia pastosa de lo que no espera ya nada” llegan por primera vez puntuales a una cita: justo, juntos y a tiempo. Esta vez, Javier asiste a un encuentro amoroso fortuito y azaroso del que se genera con la fuerza de un Big Bang renovado un plus de vida inverosímil. Una suma que no cierra donde 0 + 1 da 2 o 3 galaxias; galaxias que en el momento mismo en que emergen comienzan a espaciarse, expandirse y separarse de su propio centro gravitatorio. Otra vez, entonces, vuelve a experimentar esa sensación infantil. Es el momento más álgido, feliz, del encuentro y el principio de su disolución. Se avalancha y de nuevo se llena las manos con un pequeño botín de recuerdos: hojitas, pedacitos de canciones, peluches, figuritas, películas, chistes, macetas, árboles, quinchos, enanos de jardín; pero también imágenes del cielo, del paisaje, imágenes que inventó en su cabeza, miradas, sonrisas, sensaciones en la piel. A estas alturas, nuestro personaje ya conoce los efectos de esa magia infame que aprendió de chico. Sabe, ahora, que las lágrimas como los deseos son “imanes que no se pegan en ninguna superficie/ y caen en un pozo hasta diluirse en vapor”.
Eso mismo que estuvo allí, que asistió al encuentro y formo parte de él vuelve a transmutarse en un deseo tan potente y compacto que ni se comprende. Javier aguza el oído y lo que oye es un traqueteo interior en loop que repite infinitamente: quiero decir que te quiero decir que te quiero decir que te quiero decir que te quiero. Y entonces, en ese instante previo a la fuga, experimenta quizás como todos nosotros, el deseo irrefrenable de continuar lo bello, de otorgarle una duración a ese momento maravilloso, de inscribir lo discreto en el deseo, de espaciarlo para volverlo sensible y compartido, para hacer entrar lo singular “acá, al mundo de los sin detalle”. Experimenta, una, dos, tres veces. Y lo hace con la más poderosa de las técnicas que hemos sabido forjar para trazar lo duradero, para dejar huellas de lo imposible: la lengua. Pero no cualquiera: la lengua de la poesía. Esa que sabe, como la danza, como la música, que para dar a sentir ese deseo abigarrado hay que trabajar los silencios, discontinuar lo continuo, desunir las imágenes, instaurar un ritmo, emular el movimiento de las galaxias abismando el verso en el vacío que conforma el paralelo.
Espaciar, en suma, el traqueteo. Hacer que el “quiero decir que te quiero decir que te quiero decir que te quiero decir que te quiero” se escanda en versos que retornen reversibles hacia lo mismo para introducir con su repetición la diferencia, para darla a sentir. Experimentar para extraer de ese deseo informe uno, dos, tres modos de exponerlo, de hacerlo compartido. Espaciarlo para afirmar primero un “Quiero decir” a secas, y retomar con ese gesto el hilo secreto que nos une a seres remotos, desconocidos, originarios; a aquellos que supimos llamar, por primera vez, hombres. Como aquel que plasmó con pigmento ocre la huella de su mano en la piedra de Chauvet para dejar constancia, con ese gesto, de su presencia singular en el universo y eximirse así de la homogeneidad de los restos. En esas señales a lo desconocido reconocemos el deseo de una supervivencia durable que hace que no haya escritura solipsista, que no exista acto estético que no sea ya un reenvío amoroso hacia lo otro por venir. Quizás por eso Javier nos regala con este libro el graffiti singular y feliz de ese encuentro compartido, haciendo “señas de luces a un paraíso alienígena” con el deseo de que así lo recuerde, aunque sea momentáneamente, la galaxia.
Pero no solo eso. Javier escande nuevamente el deseo para decir esta vez “quiero decir que te quiero decir”. Quiero decirte y hacer caber la totalidad de tu ser singular en una palabra que se diga a la medida de mi deseo, justo allí donde el nombre propio falla en el intento de hacer comparecer ante otros una presencia que se quiso próxima. Quiero hacer “que mi cuerpo y el tuyo/ sean algo más y algo menos/ que un detalle en el paisaje”, quiero escribir “un poema que hable/ de vos y de mí, sin nombrarnos”. Y entonces trabaja la lengua con el deseo amoroso de que ella exponga lo que permanecerá por siempre inapropiable, inclasificable, atópico: el otro atravesando el tamiz del deseo; y el carácter singular, cada vez único, del encuentro compartido. Lo que nos entrega nuevamente es el gesto: las palabras lanzándose como dedos en el intento de acoger al otro con la vehemencia del niño que intentaba otrora arrebatar los restos de una fiesta reducida a pequeñas ruinas de objetos en miniatura de un planeta colgante demasiado sensible a la amenaza de un objeto punzante.
Y es, entonces, como si las palabras recuperaran la memoria de ese movimiento arcaico y adquirieran de nuevo el envión necesario para recomenzar el juego: quiero decir, que te quiero decir, que te quiero. La escritura vuelve a acoger la tautología del deseo, remonta el traqueteo contra los signos regalándonos el movimiento de quien gesticula para dar a sentir, en una declaración al borde de la insignificancia, la intensidad inconmensurablemente simple y feliz del encuentro compartido: te quiero. Javier acoge ese fragmento rítmico de deseo convertido en palabra y lo saborea en la lengua con la alegría de quien come un hielo en verano. Sabe que transmutará pronto, pero sabe también que su fuga dejará, como su mejor obsequio, una nueva invitación a seguir escribiendo, queriendo, una y otra vez. Sabe, en suma, que el acto de amor es un ser que habla, en gestos.
(Actualización septiembre - octubre 2015/ BazarAmericano)