diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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El mestiere del historiador
El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, de Carlo Ginzburg, Buenos Aires, Fondo de Cultura económica, 2010.

La pertinencia menuda (si la hay) sólo aparece en los márgenes,
los incisos, los paréntesis, al sesgo:
Es la voz off del sujeto.

Roland Barthes


En 1998, el historiador italiano Carlo Ginzburg (Turín, 1939) publicó un libro sobre la distancia, en el que un extrañado carpintero interrogaba: ‘Occhiacci di legno, perchè mi guardate?’ (`Ojazos de madera, por qué me miráis?´) A contrapelo de cualquier dimensión, el objeto nos mira, somos interpelados por su presencia (y por su ausencia) y, desde este punto de partida, Ginzburg efectúa investigaciones apasionadas por el mundo de la microhistoria. Digo microhistoria porque es la disciplina en la cual el propio historiador se sitúa, pero, desde luego, la actividad que practica Ginzburg excede por completo ese límite y, en sus escritos, la estética, el arte, la filosofía, la filología y la literatura se instalan con comodidad y despliegan sus formas.

Escribo este comentario con la cabeza poblada de tiempos y vicisitudes, personajes y lugares que son visitados en El hilo y las huellas. Lo verdadero, lo falso, lo ficticio, editado en castellano recientemente. Aquí cabría tentarse con una enumeración caótica de las presencias que ilustran sus páginas, ya que los documentos más variados son tomados como posibilidades de saber –más allá de su índole testimonial, literaria, falsa, verdadera, ficticia. Sin embargo –y vencida la tentación–, me detendré en tres aspectos del texto. Uno, transversal, es el examen de algunas particularidades que el texto muestra acerca de la manera en la que Ginzburg pareciera enfrentar su tarea intelectual; otro, su interrogación más profunda –cómo hacer historia o el mestiere del historiador– y de lo que a primera vista es el hilo del texto, su hipótesis general y también su gran preocupación: cómo es leída, construida y percibida la relación entre la ficción y la historia, el documento y el monumento, lo verdadero en lo falso, y su inversa. Por último, me gustaría abordar las huellas, es decir, los análisis de casos, especialmente, en los artículos que aparecen editados en este volumen por primera vez.


Nessuna isola è un’isola: Carlo Ginzburg, co-autor
A excepción de tres capítulos inéditos, los artículos que componen el volumen han sido ya publicados –entre 1988 y 2003– en las más variadas revistas –Tijdschrift voor Filosofie (revista de Filosofía, holandesa), la relevante Quaderni storici, de repercusión internacional en el campo historiográfico, Paragone, New Left Review, entre otras-, en volúmenes colectivos de universidades norteamericanas, suizas y francesas, y además, aparece un postfacio a una investigación de Natalie Zemon Davis. Quiero decir con esto que los artículos han recorrido, en el espacio, mucho camino y mucha conversación previa y aun paralela al tiempo de la escritura y sus sucesivos reescritos. Esto se nota, particularmente, en los inéditos, textos que son la revisión de diversas presentaciones a congresos, jornadas, simposios. Me parece interesante destacar este recorrido en el que a lo largo de cada año Ginzburg difunde sus objetos de investigación, es escuchado por grupos disímiles y él mismo puede recibir no sólo lecturas previas autorizadas, comentarios de colegas amigos y cercanos sino de otras personas que, al ofrecer sus palabras, enriquecen –y en muchos casos enaltecen- el resultado final de los artículos. Las notas al pie revelan esta actividad en la que los agradecimientos no son simples menciones de nombres propios sino que se convierten en interlocuciones que se hacen presentes para marcar errores, olvidos, juicios para con lo escrito por el historiador o puntos de partida para que éste desarrolle o amplíe su tema. En la nota de la página 109 se dice, por ejemplo: “Agradezco a R. Howard Bloch, quien leyó una primera versión de estas páginas, señalándome algunos errores; y a Peter Burke, quien notó la ausencia de La Mothe Le Vayer en una versión un poco posterior, leída en Cambridge y luego publicada.” O, un poco más adelante, “Corrijo, gracias a Bremmer […] un descuido que se había insinuado en la primera versión de estas páginas”. El reconocimiento de la corrección no sólo es señalado: lo que fue una notación de Burke dio paso a un nuevo camino en la investigación y una ampliación considerable del artículo en cuestión. Se ve, entonces, lo productivo del intercambio para Ginzburg. Los capítulos II y X, por nombrar alguno, se centran, al principio o en medio del argumento, en la lectura crítica de textos de colegas –Peter Brown y Cesare G. de Michelis, respectivamente-, y el autor contraría en muchos aspectos las posiciones de los aludidos, refutados total o parcialmente en sus conclusiones. Por el movimiento de las notas, advertimos que éstos han leído y discutido con el autor los argumentos de uno y otro, lo que éste agradece con efusión. En una orientación análoga, aunque en la distancia temporal, al menos dos capítulos en su argumentación central, y otros muchos en ciertas zonas, revisan las hipótesis de Auerbach sobre Voltaire o Stendhal, y el mismo erudito centroeuropeo se vuelve objeto de análisis. Me extendería más de lo razonable si inventariara todas las huellas que Carlo Ginzburg deja de la existencia del autor personalísimo que actúa, sin embargo, en el pleno ejercicio del sometimiento al juicio de los otros. El epítome de esta actitud lo ejecuta el inicio del capítulo XIII donde Ginzburg resume las críticas que Eric Hobsbawm ha expuesto sobre su propio trabajo y sobre los microhistoriadores, para luego discutir con él y darle la plena razón en lo que cree justo. Vale la pena reproducir un pasaje: “En diciembre de 2004, Le Monde diplomatique publicó, con el título “Manifieste pour l’ histoire”, un texto que Eric Hobsbawm había leído el mes anterior en un simposio acerca de la historiografía marxista organizado por la British Academy. La versión francesa incluía un tramo (que no figura en el texto original) en que una vez más Hobsbawm observa que la historiografía de los últimos tiempos pasó “de una perspectiva cuantitativa a una perspectiva cualitativa, de la macrohistoria a la microhistoria, del análisis estructural a las narraciones, de la historia de la sociedad a la historia de la cultura”. En esta serie de contraposiciones me encuentro constantemente en la parte equivocada. Pero cuando Hobsbawm escribe que “el mayor riesgo político inmediato para la historiografía hoy es el ´antiuniversalismo’, vale decir, la convicción de que ‘mi verdad vale tanto como la tuya, independientemente de las pruebas aducidas’” estoy completamente de acuerdo con él” (223). Vemos aquí a los dos historiadores en diálogo, elemento clave de la forma de encarar la escritura del italiano, evidenciado definitivamente el espíritu de colaboración que aparece en sus textos.


El hilo
La introducción –un verdadero postfacio- se presenta como una lectura global de esos textos variopintos y procura encontrar o evidenciar el “hilo” que une las “huellas” en el laberinto historiográfico. En la estructura estética de esa introducción aparecen las regularidades formales de cada artículo. Por empezar, el tema historiográfico es, desde luego, recurrente. Y, por lo tanto, el ejercicio de la autorreferencia: el papel de la historia, sus objetivos, sus tramas. Reflexionar sobre el proceso de escritura y construcción de la historia y el necesariamente implicado rol del historiador lleva a Carlo Ginzburg a pensar en sí mismo, en su propia andanza. Por ello, habla de los climas que imponen líneas de trabajo en el marco de la “corporación”: cuando comenzó (fines de los 50), nos dice, la escritura, el “contar la historia” no era siquiera considerando un tema de reflexión; más tarde, durante la segunda mitad de los 60 llegó “el clamoroso anuncio: los historiadores escriben.” En virtud de este enunciado verdadero, Ginzburg vuelve a pensar que el escepticismo propuesto por la tesis “todo es ficción” que devino de aquel descubrimiento, es una hipótesis falsa –afortunadamente no la única que produjo aquella verdad– y más bien peligrosa por lo que a sus consecuencias epistémicas y éticas concierne. Sugiere Ginzburg que la raíz de esta tesis está en el evidente uso común de los elementos constructivos que comparten historia y ficción; se preocupa, entonces, por establecer zonas de claridad al considerar el vínculo entre una y otra, la disputa por la representación de la realidad que ambas provocan, polémica que más que una guerra es un vínculo de desafíos, préstamo, hibridación. Se contrarresta así el escepticismo positivista y para contravenir a aquellos escépticos de la referencia, el historiador persigue en la textualidad los testimonios involuntarios. Leer los testimonios a contrapelo, para decirlo con Benjamin, o buscar en ellos esas “pequeñas pertinencias”.

Los problemas de la historia son abordados detenidamente en varios artículos
–IV, XI, XII, XIII, XIV– aunque están presentes en todo el libro de modo muy atento y persistente. Tomemos uno, por ejemplo, el que se denomina “Microhistoria: dos o tres cosas que sé de ella” –no el más interesante respecto de los problemas de la historia, sí el que podría leerse como más cercano a la autobiografía. Al modo de Williams, Ginzburg analiza en primer término el origen de la palabra microhistoria, cuándo fue empleada por primera vez y en qué contextos. Este tema vuelve, al final del capítulo, en el post-scriptum, en el relato del ser leído que comentaba más arriba. Con la versión concluida, un colega le sugiere revisar y ahí está el historiador inscribiendo esa huella de lectura. De cómo es que se usó, en qué términos y en qué contextos de aparición –reconoce, hasta donde él supone, la utilización del vocablo en Estados Unidos, por parte de un historiador para él desconocido y luego verifica la existencia de la palabra en una tesis doctoral de Luis González y González– pasa a examinar cómo ha sido utilizado el término entre los italianos, cómo se dio su introducción, en qué clima de contraste surgió, quiénes pertenecieron al campo inicialmente, y los distintos conceptos (negativos, al inicio) y valores que se le atribuyeron –petite histoire, histoire événementielle, faits divers, etc. En eso, el foco se detiene en un intento por definir qué hace la microhistoria y surge de allí la muy interesante relación entre lo macro y lo micro como vaivén complejo, para nada autoevidente, pero posible como aspiración. Quizás la mejor definición esté encerrada, como el mismo Ginzburg lo dice, en las palabras de otro historiador, anterior a la emergencia de esta corriente, Renato Serra, quien, en 1912 afirmaba: “Hay gente que de buena fe imagina que un documento puede ser una expresión de la realidad […]. Como si un documento pudiese expresar algo distinto a sí mismo […]. Un documento es un hecho. La batalla, otro hecho (una infinidad de otros hechos). Los dos no pueden hacer (se) uno. […] El hombre que obra es un hecho. El hombre que relata es otro hecho. […] Cada testimonio testimonia sólo de sí mismo; de su propio momento, de su propio origen, de su propia finalidad, y de nada más. Todas las críticas que hacemos a la historia implican el concepto de historia verdadera, de realidad absoluta. Hace falta afrontar el problema de la memoria; no en tanto es acto de olvido, sino en tanto es memoria. Existencia de las cosas en sí.

Al inicio del capítulo, Ginzburg menciona a Giovanni Levi casi como el autor de la microhistoria; al final, sintetiza las palabras de éste frente a esa dimensión y pueden contrastarse dos visiones que revelan modalidades de uno y otro y que, especialmente, expresan toda la gestualidad de Ginzburg en su mestiere de historiador: “Recientemente, Giovanni Levi se refirió a la microhistoria y llegó a esta conclusión: `Este es un autorretrato, no un retrato de grupo´. Me había propuesto hacer lo mismo pero no lo logré. Tanto los confines del grupo del que formaba parte como los confines de mí mismo me parecieron, de manera retrospectiva, móviles e inciertos. Con sorpresa, descubrí cuánta relevancia habían tenido libros que nunca había leído, acontecimientos y personas cuya existencia ignoraba. Si este es un autorretrato, entonces, su modelo son los cuadros de Boccioni, donde la calle irrumpe en el interior de la casa, el paisaje en el rostro, lo externo invade lo interno, el yo es poroso.”

Las huellas
Ginzburg atraviesa las páginas de Madame Bovary y se detiene en un libro de un tal Barthélemy, con el que solía pasar las aburridas horas de la noche, una y otra vez, Charles Bovary. Se inicia un viaje en el tiempo, porque Barthélemy, cuyo libro ha sido best seller (80 ediciones en 100 años, incluyendo reediciones y ¡adaptaciones juveniles!), escribe esa rara novela –hoy ilegible, dice el historiador–, de corte abigarrado y erudito que refería el antiguo esplendor griego. El Viaje del joven. Anacharsis a Grecia ya era un libro viejo para Flaubert: es un resto del pasado que es interesante, precisamente, “por su inactualidad”. Así, podríamos resumir cada capítulo, aunque se pierde lo mejor, el asistir al fenómeno de palimpsesto que es leer la narración del historiador; con esa ineludible falencia, sintetizo los capítulos que se editan por primera vez en este volumen. Dos tienen por objeto a Stendhal; el tercero, la relación entre dos textos.

El primero, “Tras las huellas de Israël Bertuccio” es motivado por un comentario de Julien Sorel; éste se identifica con aquel plebeyo y, a partir de allí, el historiador expone las tensiones entre los personajes, sus respectivos orígenes, los movimientos intertextuales, las distancias y cercanías entre el autor y los dos personajes, las lecturas de Auerbach, Byron, etc. Como en tantos otros casos, en el segundo artículo, “La áspera verdad. Un desafío de Stendhal a los historiadores”, los materiales de trabajo son determinantes: Rojo y Negro no es sólo el texto final; también lo son las sucesivas ediciones, sus traducciones, las anotaciones de Stendhal en las hojas de guarda, las cartas personales, las reseñas de su tiempo, las tachaduras, los comentarios en los márgenes. Podríamos decir que todo este aparato erudito está destinado al examen de un recurso, el estilo indirecto libre.

El tercer inédito se centra en la publicación de un libro, Diálogo en el infierno entre Maquiavelo y Montesquieu, publicado en 1864, traducido de inmediato al alemán y curiosamente vertido al castellano, en 1898, en Buenos Aires. Su gloria, momentánea y frágil, se perdió hasta su redescubrimiento, ya en el siglo XX, a raíz de la identificación que se hizo de él con un panfleto antisemita, Los protocolos de los sabios de Sión, aparecido en 1903 y de gran difusión mundial. Ginzburg analiza el procedimiento por el cual los autores de Los protocolos hicieron uso del Diálogo a través de su redefinición en el molde preexistente del “fantasmático complot judaico”, al que contribuyeron –intricadamente- ciertas matrices del propio Diálogo.

Estos meros resúmenes muestran el hilo: de la lectura de un personaje de ficción
–Charles Bovary–, del comentario de otro personaje literario –Julien Sorel– del relevamiento de un “desafío implícito” en la obra literaria y autobiográfica de un novelista (Stendhal), de la conexión entre un libro olvidado y uno muy leído, el historiador hace historia, no ficción, esto es, encuentra lo que le dice el pasado en esos intersticios de relato, un pasado arrojado a los ojos de Ginzburg-Geppetto que lo descubre en las vetas de una ignorada madera.


El laberinto o la biblioteca de Babel
Un mosaico de citas, como quería Adorno, es este libro: una biblioteca imaginaria en el laberinto de El hilo y las huellas donde me ha sorprendido no ver citado en ningún momento –ni tampoco en otros libros del historiador– a Borges; el espíritu indicial, los tonos del narrador-bibliotecario, las formas de resumir argumentos de otros libros (algunas muy paródicas y hasta cómicas, por absurdas), los vínculos intertextuales con Italo Calvino, el relato de pequeñas pesquisas que llevan a pensar casi el cosmos todo y la investigación como un relato de suspense presuponen la relación. Se deberá quizás, como me lo ha hecho saber un profesor de Historia, Gerardo Portela, a la construcción de la historia a través de indicios que tanto caracteriza las escrituras de Levi, Ramella y del propio Ginzburg. La comunión en los recursos no habilita, sin embargo, la lectura “todo es ficción”, a la que Ginzburg de algún modo condena por las implicancias cognitivas, morales y políticas que tal afirmación conlleva. No obstante, de la analogía de Borges con el historiador –que merece, a mi entender, ser estudiada, explicada y demostrada, en especial, para dilucidar el concepto de realismo en el escrito, a quien se le atribuye, con liviandad, una mirada idealista, antirrepresentativa y puramente ficcional– se sigue que un mismo uso de procedimientos y un manejo a simple vista semejante de la erudición posibilitan, en efecto, constituir objetos de saber –y de leer– diversos y que, aún así, conviven, no sin tensiones, en una misma biblioteca.

No es seguro que encontraremos el hilo de inmediato cuando recorramos los pasajes del laberinto propuesto en este hermoso libro. Diría que, por el contrario, luego de mucho andar, nos descubriremos persiguiendo a un narrador algo elusivo –aun en su meticuloso, persistente y obsesivo interés por aportar datos– parecido a un bibliotecario que abre y cierra libros ante nuestros ojos lentos. Un narrador que atraviesa los espacios, las lenguas y los tiempos con una facilidad asombrosa y en ese recorrido, pausado y frenético, termina por mostrarnos pequeñas huellas, rastros que nos hacen ver finalmente su sentido.


(Actualización octubre-noviembre 2010/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646