diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

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Julio Schvartzman
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Diseño

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Un itinerario de disolución
Los catorce cuadernos, de Juan Sklar, Rosario, Beatriz Viterbo editora, 2014.

Se entra a la novela de Juan Sklar con facilidad y felicidad. En las páginas iniciales se destaca uno de los elementos que atraviesan el conjunto: la capacidad para la narración del sexo con una voz que combina ligereza, precisión y deseo. La primera escena se narra en presente; el resto de la novela crea el efecto de diario personal, en pasado pero con muy poca distancia temporal de los acontecimientos.

Una buena parte de la acción transcurre en el Tigre. La incomodidad que el narrador protagonista siente en el verano porteño lo lleva a unirse a un grupo de amigos y conocidos que alquilaron una casa en el Delta. No sabemos si ya conocía ese ambiente, pero en todo caso el paisaje se nos revela junto con las experiencias de los personajes.

La narración en primera ofrece naturalmente un acceso mayor a la subjetividad del protagonista –un guionista de televisión que a pesar de su juventud parece bastante instalado en su medio laboral– que a la los otros personajes, pero hay también un registro cuidado de las voces y conductas ajenas. La escena grupal del Tigre, un grupo de amigos en un espacio relativamente aislado, con regulares entradas y salidas de escena de personajes según los horarios de llegada y salida de las lanchas, ayuda a crear un efecto teatral. El riesgo de la presentación de subjetividades planas o indistintas se evita con habilidad. A la vez que por momentos la intensidad de la interacción crea el efecto de una enunciación “colectiva”, la novela sabe crear personajes con personalidades bien diferenciadas a partir del registro de rasgos propios de lenguaje y de una serie de pequeños elementos, en la ropa, en las actitudes, en la forma de reaccionar ante la socialización forzosa. La narración es hábil no sólo en la manera en que muestran cómo los personajes se quieren presentar ante los otros y ante sí mismos, sino también en el modo en que desarma esa presentación y deja ver más allá que lo que los sujetos quieren exhibir. Esos elementos que “desenmascaran” a los personajes no necesariamente llevan a mostrar una faz negativa sino que los vuelven más complejos, más reales, más vulnerables, y el lector los siente entonces también más cercanos.

Decíamos que se entra a la novela con facilidad y felicidad; la prosa transparente y precisa continúa en la descripción de las escenas del Tigre; la felicidad no sólo se transmite en el modo en que se describen algunos contactos sexuales sino también en formas cotidianas de encuentro con la naturaleza del delta, la manera en que se transmite el disfrute de los juegos infantiles en el agua, la preparación de un almuerzo o la morosa sobremesa; los tiempos muertos que se producen con frecuencia, como en las dos horas de espera por los caprichos de los horarios de las lanchas, o en la contemplación del paisaje o de un cuerpo que se desea.

La novela progresa en la deriva de los días y semanas de la casa del Delta. Cerca del cierre del lapso de las vacaciones, los amigos arman una suerte de “kermesse”, una feria lúdica en que los visitantes muestran sus destrezas. Esa escena funciona como una especie de climax del período de vacaciones. Cada uno le muestra al lector lo mejor de sí; es una idea que funciona muy bien narrativamente, permite fijar mejor las características de los diversos personajes, los hace actuar más allá de lo que el verosímil de la mera escena de las vacaciones permitiría.

Los conflictos que van surgiendo, que se van arrastrando y agravando a lo largo de las vacaciones, los elementos que empañan y oscurecen esa escena de “felicidad” llevan a la novela al “derrumbe” que se nos anticipa desde el texto de contratapa.  Es una novela que muestra el itinerario de un joven que no llega a los treinta años pero parece haber conseguido una serie de “aprendizajes”: el del oficio del que vive –es, en un punto, el “dueño de las palabras”-,  el de la necesidad no sólo del talento sino del “temple”, el de cómo lidiar con los conflictos con –y entre- sus padres, el de cierta pragmática del sexo y del amor.  Si hay un aprendizaje que muestra la novela, es el de la condición inminente del derrumbe que siempre está socavando los cimientos del que cree pisar con firmeza.  Ese derrumbe no funciona como un castigo a algo que se hizo por error o mala fe, más allá de que cierta arrogancia del personaje hace prefigurar que en algún momento sobrevendrá la caída: la solvente seguridad con la que se planta frente a las irracionalidades o caprichos ajenos, la exhibición de sus lecturas, su discurrir sobre el amor basado en la bibliografía apropiada, su destreza lingüística, su mirada desdeñosa hacia los que no acompañan el talento con el “temple”.

Como en las narrativas que admiran autor y narrador (la serie Mad men es referida desde el epígrafe y después desde el cuerpo de la novela),  sobrevuela el derrumbe de la laboriosa construcción de una identidad no tanto porque haya algo radical que se oculte sino porque la determinación de las causas siempre nos será esquiva. Para que se produzca el derrumbe alcanza con empezar con mal pie el retorno de unas vacaciones, no detener la inercia que nos empuja hacia un amor que no nos corresponde, no encontrar la voluntad para terminar un trabajo. El “temple” es de un acero que siempre encuentra el punto en que puede derretirse.

El derrumbe personal es siempre también una experiencia colectiva: siempre arrastra otras víctimas. Se produce una cadena de abandonos, daños, pérdidas. En la promesa del inicio de las vacaciones, se abría una escena de placer, aprendizajes compartidos, comunicación. Pero asoman las angustias, las ignorancias, los malentendidos. La novela pasa del diálogo directo y fluido entre los personajes a la comunicación diferida y torpe: de la  plácida deriva de las charlas en los tiempos muertos de las vacaciones a la torpe comunicación por email o por mensajes de texto, que no tiene ni el control de la presencia del otro ni la posibilidad de reflexión y revisión de la comunicación epistolar.

Se recorre la última parte de la novela con dificultad y tristeza. Lo que en la narrativa de Luis Mey, que aparece también mencionada en el texto, es un punto de partida, en la de Sklar es un punto de llegada: una historia de una pérdida, de una parálisis, del amor como salvavidas que hunde al que pretende usarlo para mantenerse a flote. La novela que va desde el delta hasta el paisaje fluvial de la costa de Buenos Aires muestra en el fluir lento de las aguas hacia el río de la Plata la metáfora de un itinerario de disolución, y el protagonista encuentra cierto placer en la contemplación de ese proceso, aunque es más probable que el lector prefiera quedarse con el recuerdo del gozoso chapoteo en los canales del Delta antes de que la corriente lo lleve a perderse aguas abajo.

 

 

(Actualización septiembre - octubre 2015/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646