diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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«La vida es la gran máquina, hijo –murmuraba cuando apagaban las luces–. Te devora y te escupe. Nunca lo olvides».
Dan J. Marlowe, El nombre del juego es muerte.
1.
En la universidad para poetas imaginada por W. H. Auden en La mano del teñidor, una de las exigencias para los alumnos es tener un jardín de algún tipo. Dan J. Marlowe (1914-1986), autor de El nombre del juego es muerte (1962), su más famosa novela negra, editada recientemente por La Bestia Equilátera, no se graduó en esta universidad. Pero si la vida y esa universidad se dividieran entre asistir a Slytherin o a Gryffindor, las dos casas del bien y del mal que aparecen en Harry Potter, podríamos decir, rápidamente, que Roy Martin, el narrador –ladrón de bancos, criminal y asesino–, egresó con honores de la escuela del mal. Sin embargo, Roy Martin también es un buen arbolista. Y así escribe: su prosa es una madera fina cortada con rigor. Y no me refiero al vuelo poético de Raymond Chandler: Dan J. Marlowe ha podado por completo ese jardín, esas ramas altas. El resultado es una máquina de narrar tan vertiginosa como puntual, tan transparente como despojada, una máquina que hace su trabajo, efectivamente, ni más ni menos, como sucede con toda novela que da en la tecla de acceso a la gran literatura.
2.
Si no me equivoco, la edición de La Bestia Equilátera es la primera traducción al castellano de esta novela. En Argentina, Dan J. Marlowe fue un autor de la colección Rostros, fogoneada durante la década de los sesenta y los setenta por la editorial Acme, colección de la que Mario Levrero, como deja asentado en La novela luminosa, fue un verdadero adicto. Con esas tapas al estilo pulp que caracterizaban el catálogo de Rastros, aparecieron títulos de Marlowe como La redada (1963), La llave del enigma (1964), En lo profundo (1965), Regreso del pasado (1970; en inglés: One Endless Hour, la secuela de El nombre del juego…), Cuatro asaltantes (1970) y Traficantes del terror (1971). Dan J. Marlowe pasó, sin embargo, completamente desapercibido, salvo por un comentario elogioso de Stephen King, quien calificó El nombre del juego… como la novela más negra entre las negras.
3.
¿Alguien recuerda, más o menos, el argumento de El sueño eterno? Los plots de Raymond Chandler a menudo resultan demasiado sesudos, difíciles de seguir. Porque, claro, Chandler es un gran escritor: lo que nos queda cuando leemos sus novelas es el paladeo de un estilo, no tanto el desarrollo progresivo de una trama. Por supuesto, hay muchas formas de ser un gran escritor. Y Dan J. Marlowe es, como Chandler, un escritor genial y basta leer El nombre del juego es muerte para comprobarlo. Pero alcanza su arte por medios muy distintos. Su estilo –como decía: más crudo que el de Chandler– tiene la rítmica de un gatillo en donde cada frase es una acción, cada oración, un acontecimiento. Si el realismo decimonónico nos sumerge en una experiencia de la narración como temporalidad parsimoniosa que obtiene su precisión por el camino de una expansión lenta de detalles pausados, acá sucede diametralmente lo opuesto: en la novela de Marlowe nos encontramos con un realismo seco, centrifugado a máxima velocidad, como si el lenguaje hubiera pasado por el tambor de un Kohinoor. Por eso, leerlo es una experiencia que encabalga lo literario con lo cinematográfico e incluso con el comic: no en vano Roy Martin, el narrador y protagonista, nos hace acordar al Guasón de Batman, a Rorschach, de Watchmen, a Marv de Sin City (a Mickey Rourke) y la trama general de la novela se parece a una película de Quentin Tarantino.
4.
Dan J. Marlowe depura, de este modo, no sólo el estilo de Chandler, sino las piruetas de la novela policial: no hay vueltas. La historia es sencilla, directa, memorable: dos tipos, Roy Martin y el mudo Bunny, roban un banco. En la redada, de común acuerdo, Bunny huye con el botín. Promete mandarle a Roy un cheque todos los meses. Bunny es un amigo fiel y cumple con su palabra. Hasta que deja de hacerlo. Roy, entonces, emprende su búsqueda porque presiente que algo anda mal. En una novela como El nombre del juego es muerte, ir tras los pasos de alguien llamado Bunny [conejito, en inglés] presagia un viaje parecido al de Alicia pero sin maravillas. Entonces, Roy se instala en un pueblo donde comienza, como en un impulso precursoramente levreriano (pienso en La ciudad, en Dejen todo en mis manos) una especie de segunda vida: trabaja de arbolista y frecuenta un bar, su cerveza con churrasco, sus mujeres y los problemas de un pueblo chico que gradualmente se va transformando en un infierno grande. En paralelo, Roy Martin mecha, en el devenir del relato, flashbacks de su pasado: que tenía una gata hermosa llamada Fátima y que esa gata fue asesinada por un gordo estúpido que soltó a su perro a propósito; que en su adolescencia la policía le dio una golpiza sin demasiados motivos, entre varios otros altercados con la ley. Roy tiene debilidad por los animales y así como mata a un hombre de un tiro en la oreja, en la página siguiente se desvive por salvar a un perro herido; en la otra, yace en la cama con una mujer pero no puede tener sexo porque lo vemos disperso, desconcentrado. Mucho más complejo que Philip Marlowe –casi un personaje del Romanticismo–, Roy Martin es contradictorio, retorcido, impredecible, y sin embargo no podemos evitar hilar una zona de identificación con él.
5.
La biografía de Dan J. Marlowe es, como su novela, notable, singular y extraña. Los detalles sobre su vida se dieron a conocer en 2012 por Charles Kelly en Gunshots in Another Room: The Forgotten Life of Dan J. Marlowe. La cosa es más o menos así: Marlowe dedicó gran parte de su vida a ser un jugador profesional. Cuando muere su esposa, Marlowe se transforma en escritor. Y el escritor encuentra su lector: un famoso ladrón de bancos llamado Al Nussbaum comienza a interesarse por las novelas de Marlowe, en especial a partir de la publicación de El nombre del juego... Escritor y lector, jugador y ladrón, se terminan haciendo amigos. Golpe de teatro: en la cresta de la ola literaria (después de recibir el premio Edgar Allan Poe en 1977) a Marlowe le agarran brotes de amnesia y afasia que lo dejan fuera de las luces del cuadrilátero. Es cuando el lector, ladrón y amigo se transforma en coescritor, enfermero y aliado: Nussbaum no sólo cuida a Marlowe en su recuperación –conviven, de hecho– sino que lo ayuda a terminar sus últimas novelas.
6.
Podríamos convenir que el policial negro no inventa un tipo de relato, ni una forma de narrar, ni siquiera un personaje: inventa un estilo, un tono. Un detective es eso: un fraseo, una cadencia. En El nombre del juego es muerte no hay ni siquiera detective. Esto no es necesario, porque Roy Martin suena como uno: “Nunca vi una noche tan negra. Llovía como si alguien hubiera abierto una válvula y se hubiera ido de vacaciones”. Las voces de los personajes (“Por la voz, parecía que desayunaba limaduras de acero”), la descripción de las miradas (“Sus ojos parecen dos quemaduras en una manta”) y el manejo de una disecada ironía (“El instinto es algo maravilloso”) terminan de afinar esa música sombría de la hard-boiled novel. Incluso llegamos a sospechar que aquellas grandes frases de despedida como las que usa Arnold Schwarzenegger en sus películas antes de liquidar a alguien, son un eco de Roy Martin: “Cuenta tu historia en el infierno, siempre que alguien quiera escucharte”, dice en paralelo a un balazo, en una de las escenas de la novela. De más está aclarar que acá no vamos a encontrar las aspiraciones de orden y justicia que mueven a los detectives de Chandler o Dashiell Hammett. “Dada la naturaleza humana, la gente no siempre se atiene al libreto”. Y esto es lo que da pie al motor psicológico de Roy Martin: como cualquiera de nosotros, tiene un libreto que seguir; pero como cualquiera de nosotros, a veces queda por completo fuera de él.
(Actualización septiembre – octubre 2015/ BazarAmericano)