diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

logo.png

Editora

Ana Porrúa

Consejo editor

Osvaldo Aguirre  /  Irina Garbatzky
Matías Moscardi  /  Carlos Ríos
Alfonso Mallo

Columnistas

Ezequiel Alemian
/  Nora Avaro

Gustavo Bombini
/  Miguel Dalmaroni

Yanko González
/  Alfonso Mallo

Marcelo Díaz
/  Jorge Wolff

Aníbal Cristobo
/  Carlos Ríos

Rafael Arce
/  Ana Porrúa

Antonio Carlos Santos
/  Mario Ortiz

Javier Martínez Ramacciotti
/  José Miccio

Adriana Astutti
/  Esteban López Brusa

Osvaldo Aguirre
/  Federico Leguizamón

David Wapner
/  Julio Schvartzman

Valeria Sager
/  Juan L. Delaygue

Cristian De Nápoli
/  María Eugenia López

Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
/  Ana Porrúa

Carlos Battilana
/  Adriana Kogan

Ulises Cremonte
/  Antonio Carlos Santos

Julio Schvartzman
/  Federico Leguizamón

Javier Eduardo Martínez Ramacciotti
/  Fermín A. Rodríguez

Julieta Novelli
/  María Eugenia López

Felipe Hourcade
/  Carolina Zúñiga Curaz

Juan Bautista Ritvo
/  Marcos Zangrandi

Rodrigo Álvarez

Curador de Galerías

Daniel García

Diseño

Ulises Cremonte

In situ
Guanaco, de Esteban López Brusa, Buenos Aires, Mardulce, 2015.

Para Esteban López Brusa los guanacos son animales extraordinarios. No así las llamas, que serían una especie mainstream dentro de la fauna norteña, sobre todo después de haber vendido su imagen a las corporaciones telefónicas en los noventa. Los guanacos son otra cosa. Aún cuando la rima obligó a María Elena Walsh a hablar de una vaca en Humahuaca. Se sabe que si la quebrada se hubiese llamado Humahuaco, los guanacos hubiesen tenido su merecido lugar en la historia. Justicia poética: López Brusa tituló a su quinta novela con el nombre Guanaco y durante la presentación del libro habló más de las bondades de estos nobles animales que de literatura. Así, promediando la trama nos encontramos con este párrafo:

De arriba abajo: las orejas alargadas y puntiagudas, luego ojos negros con cataratas, brillantes, lindo hocicos de jetones con el labio superior hundido; el cuello entre jirafa y ñandú, ni uno ni otro (porque fallan las identificaciones), el cuerpito redondeado como el de un mamífero que es; patas no muy portentosas en comparación con el cogote pero rapidísimas y ágiles. ¡Pelo in situ! Más o menos iguales a todos eran los guanacos de Carolina, nacidos en libertad y adquiridos con dineros propios en Abra Pampa, se les veía de entrada en el color del pelaje, levemente más claro que el común y un poco más áspero.

Nunca los guanacos cobraron tanto protagonismo en la fauna ficcional criolla. En este pasaje, además de la habilidad descriptiva aparece una simpática renuncia a la precisión cuando se habla de que el cuello no es “ni uno ni otro”. No falla el guanaco sino que fallan las identificaciones. Ese paréntesis, con un claro eco lamborghiniano nos enfoca en el problema de cómo captar la realidad o para decirlo en términos más académicos, qué tipo de realismo es el mejor (o el menos impostado) a la hora hacer ficción. Si el realismo literario más ramplón trabaja sobre la premisa de una descripción precisa de cuerpos, conciencias, acciones y espacios, el contacto con lo real en Guanaco no cae en la tentación de asumir identificaciones fosilizadas, las que muchas veces arman eso que se suele llamar Literatura. Pero hay más: escribe “pelo in situ”, pelo en su lugar. Todo pelo está siempre en su lugar, porque solo puede estar en el lugar en el que está y no en otro. Esto es una verdad ontológica. Sin embargo hay en esa afirmación, en ese uso de los signos de admiración, un subrayado revelador: los pelos de los guanacos están in situ. Uno lee esa línea y en la mente se aparece la imagen de un guanaco, de un pelaje cuyo mayor valor parece ser estar (como ningún otro) en su lugar. Otra cara del modo de captación de lo real en Brusa: a veces la mejor forma de describir algo es diciendo lo que parece haber estado allí siempre y por encima de todas las cosas.

Guanaco y más guanacos, porque a este pasaje se le suma varias referencias más, sobre todo una, bellísima, hacia el final donde aparece la manada, el nacimiento de una cría, la vida. Y no es que haya una intención metafórica, se habla del guanaco para hablar de los guanacos. Cito: “El mundo exterior es la reserva del mundo. Lo que nos dice: el guanaco son los guanacos”. Hay algo poderoso en esta tautología desviada porque hay algo poderoso en la escritura de Brusa: una capacidad reflexiva que tensa lo narrado.

*

Guanaco comienza así: “Cien veces, y cien veces no aprendés. Detrás de la cortina se escuchó la voz de Malena reprendiendo a la empleada.” El narrador deja que se filtre la voz, así sin guiones ni comillas, deja que la voz sea la narración, para después (sí) establecer un marco. Primero lo real no mediado (la voz coloquial) y luego, la mirada más general, que permite que apreciemos la escena en toda su dimensión. Este recurso, que aparecerá más de una vez tanto en esta novela, así como también en sus cuatro libros anteriores, muestra cierta disposición lúdica en Brusa. El tema sigue siendo como mirar y cómo dar cuenta de la mirada. ¿Los hechos? Están, porque si bien es una novela donde los personajes ganan la escena, también hay sucesos. Pero Guanaco nos invita a que los veamos desde una cámara un tanto desfasada o inquieta. Así en las primeras dos partes de la novela nos encontramos con una especie de narrador flotante. Digo flotante porque no es omnisciente, renuncia al totalitarismo de la certeza y sin embargo permanece en la atmósfera, siempre atento a los cambios de humores y amores de sus criaturas. Este enfoque nos permite ser testigos privilegiados de los desplazamientos de nativos, turistas, comerciantes, viejas autóctonas, choferes de micros o de motitos. Voy a hacer un abuso de la metáfora: atmósfera, porque Guanaco se la lee, pero también se la respira. La trama aquí no es un encadenamiento de sucesos, sino más bien algo que nos envuelve. Esto no ocurre con frecuencia en la narrativa argentina, y es lo que permite afirmar sin titubeos que Esteban López Brusa ha sabido construir a lo largo de su obra una voz única e hipnótica. Sin necesitar el soborno de un acontecimiento rimbombante nos mantiene dentro de un ecosistema, dentro de un mundo o una lengua, que suele ser lo mismo. Porque si bien los motivos temáticos desplegados son reconocibles (la puna, las empanadas, la fauna norteña) el núcleo de la novela está, además de esa atmósfera narrativa, en la sustancia de sus personajes. Sabemos mucho de ellos, pero no mucho en el sentido más solemnemente psicologizante. No. Sabemos que Betiana toma la precaución de guardar ensalada por si Raquel “llega a casa sin cenar”, o que a Feche la cabeza se le vuelve huérfana cuando se le cae la gorra, o que Celia quiere mudarse a Chile porque “se le está haciendo muy difícil con el embarazo a cuestas” o que Vargas busca mujeres con el mismo método con el que rastrea agua o que a Higinio mirar la laguna le calma los nervios. Sabemos que hacen, pero sobre todo sabemos que “son”. Y no porque, insisto, se le haya realizado un diagnóstico psíquico. No. Los conocemos porque los vemos en algo más importante que en su intimidad, los vemos incluso en esos momentos en lo que la literatura no pone el ojo. Como muy bien ha explicado Juan José Becerra: “El tema de López Brusa es la grandeza de la intrascendencia”. Imposible no pensar en Saer, pero si sobre todo al último Saer le interesaba como captar narrativamente el tiempo, a Brusa le importa la humanidad de sus personajes, como hacen cosas todo el tiempo y no solo el tiempo de la “acción habitualmente narrada”, el tiempo de la “acción literaria”.

*

En la tercera parte el narrador asume una definitiva primera persona. El cambio, que había tenido sus espasmódicos anticipos en los primeros dos capítulos, termina de anudar el sentido. Porque la experiencia cobra un nuevo cuerpo, presencial, directo aunque no por eso menos mediado. Este narrador tiene una marca: piensa o mejor, conjetura. Ve y conjetura. Hace y conjetura. Recuerda y conjetura. Si en los tramos anteriores se flotaba en la atmósfera, en las últimas sesenta páginas ingresamos en la red de asociaciones, recuerdos, intuiciones, del narrador. Su campo perceptivo se vuelve un personaje más. Y, sin embargo, no dejamos de estar en la puna.

*

Guanaco es una gran novela, erigida sobre pequeños momentos, donde los espacios geográficos se enlazan con espacios mentales. Y Esteban López Brusa es un gran escritor porque su voz personal, su marca de autor no se pierde en el ombligo de las obsesiones privadas sino que sabe aprehender los sonidos que rondan en el aire. Sean hombres o guanacos.

 

 

(Actualización septiembre - octubre 2015/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646