diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Afueramente adentro
Cantar la nada de María Negroni, Buenos Aires, Bajo la luna, 2011.

 


Entre el comienzo del comienzo que es de fábula (“érase una vez un jardín”) y los finales que liquidan el suspenso a fuerza de refusilo; entre lo féerico de los inicios -Valery decía que “el primer verso es dictado por Dios”- y las últimas rimas, entre Dios y los finales, prefiero ese espacio un poco solidificado y simuladamente recóndito, suerte de pie del poema, donde los buenos poetas eligen “medir la furia en la textura del acero”; es, en esas emanaciones poéticas –siempre un poco huérfanas de las exégesis- donde se vuelve definitivo -en este último libro de María Negroni- este arte furtivo en el que, como señalaba Beckett, nunca se sabe si “la puerta está exiguamente abierta o imperceptiblemente entornada”.

Leo alguno de sus finales, y no suenan a las moralejas que traen las fábulas, pero por ahí anda la cosa; se trata más bien de una tradición que impacta en este poemario, donde los finales y el niente, se vuelven l’envoi –los envíos de María- , como una forma de detener el tiempo en esa espera que es “lo pleno de la ausencia”, en ese último aliento de voz que cada poema propone: esa corta stanza o estrofa final, pegada a los otros versos o suelta, sueltita, como una isla perdida.

Puesto a pensar, me dejo ir, y Cantar la nada me invita, en su viaje y en su obsesión por el canto –esa “astucia de sirenas”–: a la tornada trovadoresca; a la finida o al fin y cabo de la lírica de Castilla; a los “cierres” de las cantigas de amor o al congedo o al commiato italiano: esos tres versos nomás (o estos pareados de cimbronazo de María), que, estratégicamente dispuestos,  solían, o bien 1) dirigirse desembozadamente a un destinatario real o imaginario y que, en muchos casos, es un indirizzoun agenciamiento– all'amante del poeta o al suo mecenate o ad un amico, o 2) solían volver especular ese instante en que el autor saluda a la poesía volviéndola destinataria de todo el poema, o, en cambio, 3) –la más usual en este librocuando se le entregaba al lector, a modo de relámpago, un sentido inesperado, que lo obliga y nos obliga a leer de nuevo el poema, una y otra vez interpretado, y vuelto a empezar, en una circularidad maquínica sin fallas pero con desgarraduras: centrifugo del tiempo y del discurso, centrífugo del yo y del nosotros que lee, centrífugo de lo real y de la materia poética vuelta canto, que se anuda a la nada y la abraza, deseperada y mortalmente, como amante perdida y reencontrada: “empieza como espiral de nada/ con esa precisión (...) pero algo se va/ sin hacer ruido/ y vuelve a empezar/ por otro lado”.

Es en el Canzoniere de Petrarca, en la canzone 126 (“Chiare, fresche, dolci acque”) donde, hacia el final, el poeta reasume la voz para dirigirse a la canción misma, diciéndole en el último invio:

 

  Se tu avessi ornamenti, quant’hai voglia,

  poresti arditamente

  uscir del bosco, e gir in fra la gente.

 

           Canción, si tu fueses tan bella y ornada como quisieras,
           podrías, y más que osadamente,
           salir del bosque e irte entre la gente.

 

De ese uscir del bosque bucólico y retórico de Petrarca, María Negroni nos convoca, desde los bordes del poema, a la permanencia en el Jardín de las Delicias: el tiempo será ese intervalo circular que se extiende entre el primer y el último poema y que -no gratuitamente- nos proponen, no ya salir del bosque (e irse con la gente), sino durar, per/durar, persistir.

No sin sorpresa, en un poema cuyo título es “Domingo”, leemos como si María rescribiese a Petrarca: “entrar en la geometría del bosque/ como a un desorden sabio/ y allí elegir/ una y otra vez/ cuando el sendero se bifurca/ ser aquello/ que fuimos al comienzo”

Si la condición de posibilidad de toda poesía es escamotear -como sólo el lenguaje sabe hacerlo- la verdad de sus propios dispositivos –y esos mecanismos en este poemario pueden adoptar, ya desde los títulos, la “matemática nocturna” de lo infinitesimal, lo irrisorio, lo no cuantificable o lo exactamente medido (ahí están esos títulos los “Diecisiete cilindros para un concepto imposible”, las “37 muchachas en busca de una mariposa blanca”, los “0,0016 kilómetros de palabras”, las “anécdotas en 7 letras y los 3 silogismos de Isolda”): Cantar la nada debería leerse, más que nada, en el zigzag que se tiende entre la plástica poética de los títulos, el diseño al sesgo del poema y sus finales. Sólo yendo y viniendo en ese trazado único, “como quien delimita un teatro de operaciones”, podremos leer las líneas tendidas por el serpenteo de la forma y del sentido en la alternancia de sus vórtices, los puntos donde concurren los planos del discurso, las mudas donde la lengua derrapa. Este libro -puesto a cantar entre un gentil retaceo y la iluminación de “la casa de lo escrito”- se lee no solo en un ir y venir constante, sino también a la caza de lo alterno y lo angular: sus escondidas entrantes y salientes; no solo bajo la tensión del movimiento de un péndulo que va y viene, sino también en esa febril quietud del durante del poema y sus disparados enlaces.

Su tema es el canto y la nada, pero más bien se trata del nada,  se trata de ese espacio entre “cantar para nadie y nada que cantar” que se acerca sin más a una lírica de amor: no amar, no tener a quién cantarle es del orden del nada: Una nada que no es metafísica sino amorosa y que en su estallido atraviesa lo cotidiano (“anoche tomé pastillas, nadie lavó los platos”) y el desgarro que, muy parsimoniosamente se ha vuelto, como ya postulé, el ni ente: ese lugar donde “la poesía es el museo para esconder lo que no ha sido”.

Entre encendidos refinamientos, hay también un niente menos, muy criollo, de la lengua; en ese tránsito entre las grandes preguntas y las sábanas del amor y el abandono, la lengua de María Negroni puede volverse también, en la primera de cambio, la voz reconocible de una calculada tanguedad: lujo veraz de una lengua bacana que se deja interferir por el arrabal, mezcla rara de Chrétien de Troyes y el malevaje.

De sus últimos versos a modo de isla,  en los “suburbios” del poema, reconocemos, entonces, el tembladeral final; ahí donde, como en una última batalla, el título –que habíamos leído al comenzar en oblicua tensión, y recuperamos ahora al terminar cada poesía– le vuelve a ofrendar, a las palabras y a nosotros, una última treta: ellas, preparando con arrojo de acróbatas, su canto del cisne, y nosotros, “prendidos” y anonadados por el zigzag y por la espera, devenidos -afueramente adentro- la materia misma del poema, lo extimio: La condición del sujeto y del poema de estar ambos en “un lugar simultáneamente interno-externo”.

María Negroni, lo sabemos, es la artesana impar de poéticos códices miniados, de épicas de la maravilla y del debate: ahí están Islandia, los viajes de Úrsula y la noche, la anunciación de una voz aterrada en los “convulsionados ‘70”, los mobiliarios, los museos y los gabinetes –todos esos boudoirs que ella atesora, donde la palabra se emperifolla “enloquecida” de ver cómo el monstruo se tutea con la realidad.

Pero en Cantar la nada, hay, en verdad, un libro dentro del libro, y el relato que ahí se derrama es un relato de amor. El problema es cómo decir mi amor, hoy, en un poema; con qué decoro volver a pronunciar los oh, los ah antes de decir mi vida, mi cielo, mi dormido entre mis brazos. Es un poemario de amor el que se esconde, aunque parezca cantarle, con el resplandor de las frases, a la misma nada que vio Mallarme en 1886. Si antes hubo un ruiseñor en su poesía, ahora hay pájaros que, en nombre del deseo, se vuelven aves nocturnas y terrestres, pájaros absueltos e indecentes que le cantan al cuerpo y al yo enamorado que los nombra.

Este libro es el libro de un yo enamorado, como acaso no esperábamos. El vos puede ser dicho o presupuesto, pero, si algo nos regala a modo de decantación, es, en verdad,  una fanfarria de besos que van de boca en boca, de labio en labio; porque es en la boca de ese amado donde el yo “traduce lo que no sabe leer”. La voz se esmerila, los pájaros, como en Hitchcock, de a poco nos espantan, y el cuerpo y la ciudad se hacen uno, porque Cantar la nada es, en definitiva, cantar la imposibilidad del amor y de la escritura del amor. Y la prueba final de esa aporía es morder y engullir, volver propio lo ajeno -la extimidad de nuevo-, hacer del otro, uno: “como el animal que conserva lo que tuvo devorándolo” o “la anáfora de los besos” que no se cansan y van “de la boca a la boca” hasta hacer sangre el rojo de los labios.

Pero si bien este es, a su exquisita manera, un erótico y pequeño tratado sobre el amor, el vaivén con que hay que leer, casi a modo de una antilectura, es la fórmula para intentar vencer las celebratorias resistencias hermenéuticas que, a modo de plástica y literaria instalación –este poemario es una literaria instalación–, han comenzado a poblar esta obra madura. Y sólo en la madurez o en la precocidad “rimbauldiana” la nada misma se deja ver.

En María Negroni, la poesía se ha vuelto la elegíaca interrupción donde la lengua se abandona al desliz: en el madrimiento, el apenasmente, algún cuándo, amanza, cósa quiso decir, las nominanzas, las niñezas, la encegación, el mío punto oscuro, la bailación: Toda esa otra, y acaso más verdadera realidad textual, del querer decir o el tartajeo de la lengua que puntualmente llega: las pequeñas afasias que suelen ocurrirles a los grandes poetas para mostrarnos en qué consiste “volver a aprender a hablar”, en qué consiste darle voz a ese confuso y voraz “animal que hiberna en el poema”.

 

 

(Actualización mayo-junio 2011/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646