diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

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Julio Schvartzman
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Diseño

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Residencia en la tierra
Terrícola, de Analía Giordanino, Rosario, Iván Rosado, 2015.

Casi siempre, reseñar un libro de poesía es un trabajo relacionado con el entusiasmo, no con la obligación. Los libros de poesía son como las frutas o los adornos para la casa: se eligen; aunque por otros motivos: deslumbramiento, fervor, amistad. En eso pienso mientras sostengo con las dos manos Terrícola, de Analía Giordanino; libro que acaba de publicar Iván Rosado, esa editorial rosarina que viene desde hace un tiempo construyendo un catálogo con la dedicación con que se arma una máquina. En el futuro –aunque en realidad ya lo estamos haciendo ahora– vamos a hablar de esta editorial como uno los principales ecosistemas de la poesía en Argentina.

A varios de los poemas que forman parte de Terrícola los escuché en lecturas grupales que organizamos en Santa Fe, en la librería Del Otro Lado, durante los últimos dos o tres años. Es increíble el modo en que una voz puede marcar un poema. Cuando releía, sentado en la mesa de mi comedor, “Quinteros”, “Mural” o “Doomsday” –esos hits–, los versos sonaban en mi cabeza con la misma voz con que Analía suele leerlos: una voz delicada pero firme, llevada en algunos tramos al límite de la respiración.

Terrícola se abre con un poema sobre el desprendimiento, con felicidad, “Limpieza de roperos”:

 

(…)

Cuando tiro, cuando ordeno y cuando limpio

canto una canción nueva.

 

A la luz del sol me muevo, trabajo:

como pequeña partisana y canto:

¡Oh, bella, adiós,

bella, adiós,

bella, adiós!

 

 Una obrera de la casa. No es casual que un texto así inaugure el libro. Desde el principio, la vida doméstica es una referencia privilegiada –mucho más que en Nocturna (Diatriba, 2009). Muchos de los poemas de Terrícola son poemas bajo techo, entre paredes. En su vivienda, la doble de Giordanino trabaja: ordena, cocina (“Longvie”), cose (“Puntada con hilo”): “Si algo me gusta en la vida/es ser ama de casa”, dice, pero se despega siempre de sus labores para pensar en otra cosa. Porque todos esos trabajos manuales son, ya lo sabemos, el mismo, el más manual de todos: escribir; como el mueble que se lija en “Doomsday”:

 

(…)

En algunas partes queda

la madera pura:

un color zapallo

que dan ganas de lamer

o sembrar.

No sé qué madera sea

pero imagino un árbol dorado,

de membrillo.

Este objeto de la casa me habla

desde que empecé la lijada.

No sé bien qué me dice.

(…)

 

 

Varios poemas de Terrícola se arman a partir de la alusión a acciones cotidianas, rutinas y excursiones mínimas en el espacio de la ciudad: ir al cementerio (“Flores”) o a una clase de artes marciales (“Sipalki-Do”), sentarse en la sala de un cine (“Play Movie”), dar clases (“Mis alumnos y yo”), viajar un sábado hasta las quintas de las afueras de la ciudad para comprar las mejores verduras (“Quinteros”). Esas acciones son en realidad el pretexto para otra cosa: el poema. No se trata sólo de que a partir de una percepción o un episodio el poema se dispare en diferentes direcciones –como en “Mural”, donde el recuerdo de algo doloroso visto desde un colectivo lleva al fútbol, a la infancia y a la reconstrucción fantástica de lo que se vio– sino de que todo lo que el poema toca lo transforma. Por más cotidiano o referencial que aspire a ser, el poema siempre terminará desprendiéndose de la circunstancia de la que parte para hacer otra cosa. “Longvie”, por ejemplo, habla sobre la cocina de la misma manera en que “Puntada con hilo” habla sobre la costura, sí, pero ambos son mucho más que eso: son un manifiesto de amor. Cuando en este último texto leemos esos dos versos que dicen: “Yo no quiero decir nada con esto. /Pero algo quiero decir”, sabemos que todo lo que se enuncia en un poema es sólo eso pero, sin embargo, es algo más, algo que aparece más allá de lo que se lee y que tiene que ver con un hacer del poema, con su efecto.

En el alejamiento de un tema aparente (en la mayor parte de los textos ese tema aparece en el título, el título instala el motivo) muchos de los poemas de Terrícola dan un gran salto, vibran, se vuelven casi místicos, toman el pulso de lo natural, del mundo exterior, quedan anonadados por la magnitud del planeta:

 

(…)

Cuando las cosas suceden

están quienes ven

y quienes no ven nada.

Yo creo que invaden.

Algo baja como proceso químico.

Entre la nave y la periferia

urgen las nubes.

Hay un arcoíris alrededor del sol.

¿No es un signo de lujuria?

Yo creo que voy a morir así.

 

No existe poesía que no sucumba a esta aspiración, es su naturaleza. Este impulso que atraviesa el libro, que da forma a algunos pasajes y a ciertos poemas (“Ascensión”, que cito arriba, pero también “Cosmic microwave background”) podría resumirse en una especie de mandato: escuchar lo que el mundo está diciendo, ser habitante del mundo; esto es, ser terrícola. Como si el título del libro se apropiara, a su modo, de las preguntas y las respuestas que Heidegger plantea en su célebre texto sobre Hölderlin y la esencia de la poesía: “¿Quién es el hombre? Aquel que debe mostrar lo que es (…) Pero, ¿qué debe mostrar el hombre? Su pertenencia a la tierra. Esta pertenencia consiste en que el hombre es el heredero y aprendiz en todas las cosas”. Junto con este impulso aparece otro de los rasgos de la poesía de Giordanino: el festejo de las cosas; en los adjetivos, en las descripciones: todo “Quinteros” es un festejo, todo “Flores”, todo “Bailecitos”.

Hacia el final, Terrícola inicia una metamorfosis. Los poemas se vuelven el itinerario de diferentes viajes: salen de la casa y de la ciudad familiar, miran otros paisajes. Se adivinan el oeste transandino (“Cordillera”, “Isla Negra”) y el noroeste argentino (“Cuevas”, “Yuyos”, “Bailecitos”). Sin duda, estos últimos poemas forman una serie marcada por el cambio de atmósfera, aunque el impulso del que hablé antes aparece más que nunca y bajo ese impulso Terrícola se cierra, de noche:

 

(…)

            En esta ciudad

            los ovnis bailan de madrugada

se cruzan unos a otros

chupan la uva invisible

de los cerros.

Algunos pobladores

los llaman como a perritos

les piden algunas figuras

para que el baile se luzca.

 

Los ovnis saben cosas

que nosotros no sabemos.

El viento sube quebrando

los picos incas y ancianos.

Nosotros estamos despiertos

viendo las luces

bailar en el cielo

viendo bailar estrellas,

viendo.

 

 

 (Actualización julio - agosto 2015/  BazarAmericano)

 

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646