diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Las críticas y reseñas negativas de los libros tienen una doble cualidad inevitable. En primer lugar, evidencian los criterios de valoración delx propix reseñista que queda petrificadx frente a la diferencia indigerible que se le presenta a la lectura y que no puede asimilar a sus patrones valorativos: la escritura negativa muestra las limitaciones delx críticx frente a un libro que frustra sus expectativas, las cuales refieren, por lo general, a una concepción cerrada de la literatura que el texto reseñado pone en entredicho. Pero más allá del inevitable fracaso crítico que trastoca los valores en prejuicios sobre la escritura, la segunda cualidad de esas críticas negativas es que aciertan sobre los caracteres diferenciales más sobresalientes con que los textos reseñados desafían una idea de literatura compartida (y, por ende, poderosa).
Quizá por estos motivos, el nuevo libro traducido por Manantial, de Jacques Rancière, parte de dos reseñas negativas, una realizada por Barbey d’Aurevilly en 1869 respecto de La educación sentimental de Gustave Flaubert y otra publicada en un periódico inglés de 1900 relativa a Lord Jim de Joseph Conrad. Son reseñas en que los críticos acusan una falta; en el primer caso, de algo indefinido que haría de ese texto un libro ilegible y, en el segundo, “de una columna vertebral”. Rancière se propone tomar en serio lo que esas reseñas sostienen para pensar la afirmación de lo que sucedió con la ficción a partir de la publicación de “libros que para nosotros son ejemplares [y que] fueron primero no libros, relatos erráticos, monstruos sin columna vertebral”.
Esa condición que generó toda la ficción moderna, Rancière la lee como una transformación en el plano de la estética que era correlativa de nuevas transformaciones de la vida moderna. No se trata, de todos modos, de un clásico enfoque determinista, que pretende que dado un cambio socio-cultural, se genera un cambio en el plano de lo artístico. Lo que Rancière traza, en todo caso, son relaciones sin determinismo que se operan entre diferentes niveles del sensorium vital del S XIX y que se interafectan. A las paradojas y cambios que fundan la ficción moderna, Rancière las entiende como una destrucción de lo que parecía la condición de posibilidad de cualquier ficción hasta entonces: el ordenamiento interno entre detalles y las causas y efectos que aseguraban el desarrollo temporal y verosímil del relato. Tal revolución sin manifiestos ni programas se realizó en las prácticas literarias como ensayos a veces deliberados y otras veces sorpresivos, en libros concretos. Esas dos condiciones que traza para la emergencia de la ficción moderna, Rancière las argumenta a partir de múltiples desplazamientos: de la lectura estructuralista de Barthes del “efecto de lo real”; de la necesidad de lo posible del verosímil aristotélico y de un anacronismo temporal a partir del problema vida/literatura. Esas tres coordenadas se redefinirán de modos singulares en casos exponentes de tres géneros que se corresponden con las tres partes en que se divide el libro: narrativa, poesía y teatro.
En “El hilo perdido de la novela”, los ensayos abordan las obras de Flaubert, Conrad y Woolf, como modos singulares en que se definieron las tres coordenadas de lectura que explican la ficción moderna. Rancière entiende que los detalles inútiles de los textos nos están allí para producir un “efecto de lo real” que sustituye la verosimilitud antigua, sino que “hay una nueva textura de lo real producida por la transgresión de nuevas formas de vida” que hace posible una democratización de la escritura correlativa de una política. De este modo, “la música nueva de la distinción entre lo ordinario y lo extraordinario” [..] “toma en una misma tonalidad la vida de las sirvientas de campo y las de las grandes damas de la capital” […] y “expresa la capacidad de cualquiera para experimentar cualquier forma de experiencia sensible”. Por esto, los detalles inútiles, que complejizan las tramas y hacen perder el hilo de las causas y consecuencias, no producen el efecto de una realidad preexistente, sino que dan cuenta, por un lado, de las nuevas condiciones compartidas de lo real por cualquier clase social, pero también de la nueva modernización de las letras que implica una trama de complejidad que arrastra consigo una cierta ilegibilidad típica del modernismo más vanguardista.
Ahora bien, la apuesta de Rancière genera, a su vez, diferenciaciones entre los casos singulares de Flaubert, Conrad y Woolf que dan cuenta de modos diversos de operar con esas nuevas condiciones de la ficción. Flaubert genera una lógica de estados coexistentes a partir de insertar en las historias de amor o dinero la vibración de la igualdad impersonal de los acontecimientos sensibles por medio de los detalles excesivos que inserta en la vieja lógica de la acción, hasta llevarla caso a lo ilegible. Conrad, por el contrario, impone una construcción temporal que estalla la temporalidad normal de la progresión de las historias; se trata, en su obra, de una coexistencia de presente, pasado y futuro que no hace más que resaltar que el relato solo dirá lo verdadero en tanto que mentira de Marlow. Woolf, a su vez, reduce la intriga al mínimo, hasta el límite de la sucesión de las cosas tal como ocurren, radicalizando las tensiones que la fábula moderna conlleva.
En “La República de los poetas”, Rancière aborda dos casos emblemáticos que provienen, a su vez, de antípodas sociales: John Keats y Charles Baudelaire. El primero, se trataba de uno de “los hijos del pueblo cautivados por la potencia de las palabras […] a las que no los destinaban su nacimiento ni su educación” […] que “entró al panteón de los grandes poetas”; mientras que el segundo, proveniente de la burguesía, es capaz de leer a un pintor de la vida galante de la misma manera que a uno de la vida campesina en el Salón de 1859. Rancière encuentra, así, dos modos de democratización poética como una política misma de la poesía que instituye una triple comunidad: entre los elementos que se tejen en los poemas, entre los poemas y otros poemas, y entre un modo de comunicación sensible como relación posible en los humanos. Esta política, además, se sostiene en que “la poesía existe antes que las palabras, existe como capacidad de los seres humanos para sentir la poesía ya manifestada por el movimiento de una ola o el despliegue de una flor”.
Keats fue el poeta que mejor definió la poesía como una manera de vivir, de pensar, de actuar, de comunicar y de hacer comunidad; y lo hizo a partir de tejer una tela de araña con bordado propio no para capturar al lector, sino para engendrar círculos multiplicados donde se despertaron las palabras, las leyendas, las fantasías olvidadas y las arias antiguas en un tejido común. Baudelaire no fue “el poeta lírico en la era de auge del capitalismo”, según reza la máxima benjaminiana, sino el que llevó a cabo el trabajo de infinitización de la República estética, a partir de una mirada y fundición con la multitud que, lejos de distanciarlo, en su contacto y comunión, le abrió la mirada a esta multiplicidad misma a partir y en la cual desplegó virtualidades contradictorias. Esta última lectura, de un Baudelaire múltiple e inasible, bastante menos compacto en torno, incluso, del problema de la modernidad o de la heroicidad moderna, se conecta con los más recientes estudios del problema, como La folie Baudelaire, de Roberto Calasso.
Y finalmente, en “El teatro de los pensamientos”, Rancière aborda las transformaciones y emergencia del teatro popular francés, remitiéndose por vía de relaciones múltiples a Williams Shakespeare y Víctor Hugo, a partir de una puesta en escena de mediados de S XX de Jean Vilar. Rancière trata de encontrar los modos en que ese teatro se aleja de la división clasíca entre la concepción platónica del teatro de sombras y la aristotélica del teatro como mímesis de acciones sociales que se traduce en una división por géneros identificables. A partir de allí vuelve a arremeter contra la oposición falaz entre un teatro proletario del distanciamiento brechtiano y un teatro de la identificación burguesa que el propio Barthes emplea en una crítica negativa del teatro de Jean Vilar a mediados de Siglo. Rancière entiende que hay un vínculo común en todo teatro entre la pura performance de los cuerpos y el saber que se presenta en escena; por lo tanto, la cuestión del teatro no pasa por saber cómo salir del sueño para actuar en la vida, sino en decidir qué es el sueño y qué es la verdadera vida.
Cuando llegamos al final del libro, y sobre todo en este último capítulo, advertimos que la operación crítica de Rancière consiste en definir la modernidad de la ficción a partir de una heterocronía temporal que descubre en ella uno de los problemas teóricos que atraviesan los estudios literarios pero también filosóficos y políticos del presente: las relaciones del decir y el hacer como actos de escritura y pensamiento con la Vida. Ese problema se revisita con resoluciones singulares en cada uno de los ensayos e instaura un campo semántico asociado con el cual se predica sobre ella: “impersonalidad”, “personalidad”, “comunidad”, “singularidad”, “exceso”, “minimización”, “multiplicidad”, “equivalencia”, “coexistencia”, “capacidad suspensiva”, “actividad”, “pasividad”, “diligente indolencia”, “vibración”, y muchos predicativos –contradictorios– más que, según como se articulen los unos con los otros, dan cuenta de las formas de vida que devienen formas estéticas en la partición de lo sensible. Lo interesante de esta mirada es que la vida de Rancière deviene formas de vida, no es un exterior biográfico o material con el que simplemente la obra traza relaciones, sino que la obra forma la vida porque la vida genera y requiere a su vez formas en las que actualizarse.
Dos preguntas, sin embargo, no dejan de repicar sobre el final de la lectura del libro de Rancière. La primera es de orden de construcción del recorrido de casos que provienen de dos literaturas nacionales canónicas: la inglesa y la francesa. En un devenir ensayístico que pretende la comunidad igualitaria y múltiple de la democratización de la escritura, ¿por qué elegir justamente casos de esas dos literaturas hegemónicas? La respuesta más simple –y quizá la más débil– podría ser que, justamente, como la igualdad de las prácticas de escribir en la democratización literaria operada desde la modernidad iguala todas las literaturas, no importa los casos de qué literatura usemos en el análisis, puesto que todas son iguales o tienden a la igualdad. De todos modos, aún con esa respuesta abstracta que puede convencer a unos pocos, no deja de resultar llamativo que el filósofo y crítico de la emancipación intelectual emplee casos de dos literaturas con gran prestigio en Occidente, incluso aunque una de ellas se corresponda con su nacionalidad de origen. La segunda pregunta es si no hay, en Rancière, por momentos, una vuelta a un humanismo después del humanismo, desde un costado bastante diferente al de Sartre en el SXX, pero que aún insiste con la posibilidad de pensar la vida común de la Humanidad como política de la vida, términos que tampoco dejan de aparecer en este libro.
Más allá de estas dos preguntas que, a pesar de su formulación, pueden parecer retóricas, pero para las cuales no tengo aún respuestas satisfactorias, es indudable que El hilo perdido, de Jacques Rancière, logra dar nuevos giros y aportar diversas perspectivas a textos canónicos, desplazando lecturas hegemónicas y multiplicando la potencialidad de la lectura como una puntada sin hilo de la ficción moderna que es análoga a eso que tampoco tiene un hilo único sino puras puntadas, y que insistimos en llamar “vida” a secas.
(Actualización julio - agosto 2015/ BazarAmericano)