diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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There´s nothing you can do that can´t be done
Nothing you can sing that can´t be sung
Nothing you can say but you can learn how to play the game
It´s easy…
“All you need is love”, The Beatles
Todo el mundo sabe quién es el Quijote, aún sin atravesar el umbral de la portada. Y todo el mundo sabe quién es Sherlock Holmes, no importa si desconoce la existencia de Conan Doyle. Todo el mundo sabe quién es Mafalda y quién no es: cuando leemos esos cartelitos aforísticos en los que la niñita dice “La felicidad es comerse un helado todo los días” sabemos que no es Mafalda, que la han subvertido y apropiado, que esa es Ma-falta o Ma-falsa. Pero entonces ¿qué hizo que Mafalda no sólo trascendiera épocas y lugares sino que muchos, más allá de Quino y de los rasgos que constituyen la personalidad literaria del personaje, pudieran y quisieran hacerle decir cualquier cosa, incluso hasta en contra de sí misma?
Isabella Cosse ha estudiado el fenómeno Mafalda en un libro reciente. Ella misma queda así inscripta en una tradición de los estudiosos de la historieta, Eco, Steimberg, Sasturain etc, quienes han recorrido con sus contribuciones distintas perspectivas: estudios de la cultura de masas, el cómic, la semiología, lo político y social. Cosse se pregunta por las condiciones de producción, la emergencia de aquella tira de los años 60, los mecanismos de circulación, los públicos que se formaron con ella, los medios gráficos en los que tuvo cabida. A su vez, hay una mirada metacrítica que se concentra en los sucesivos espacios polémicos que el trazo de Quino fue provocando, los debates y las preguntas que se suscitaron y puntualiza los aspectos de la recepción en el sector que la tira interpela y a su vez representa: la clase media.
Los usos que se le ha dado a Mafalda y a su “barrita” han descripto un extenso arco de interpretaciones en el transcurso de cincuenta años, en los que no han faltado incoherencias y excesos. Sintetizo dos. En uno, las fuerzas –se supo– parapoliciales cubren el cuerpo de uno de los curas palotinos con un póster famoso: Mafalda señala el bastón de un policía y dice “Este es el palito de abollar ideologías”. El mural pertenecía a uno de los curas y funcionó allí como una amenaza. Más tarde, saldrá una tira adulterada, en la que el policía es señalado por un apócrifo Manolito: “¡VES MAFALDA! Gracias a este palito, hoy podés ir a la ESCUELA!” Otro es la apropiación de la tira por parte de grupos falangistas en España. Quino, enterado de inmediato, reaccionó: “Mi familia siempre ha sido republicana […] toda mi niñez está marcada por el recuerdo de lo español, siempre del lado republicano. En mi casa, los cajones estaban llenos de escarapelas de la república […] Por eso no entiendo por qué utilizan a mis personajes en una ideología tan diferente a la mía.” No fue el único uso exótico: el MODIN de Aldo Rico, ¿se acuerdan?, también se sirvió de la historieta. Justamente de esto se ocupa Cosse y observa el proceso de transformación del personaje Mafalda en mito, por su polisemia y popularidad, que termina por sentarse, risueñamente en forma de escultura, en una placita de San Telmo.
Los capítulos del libro se detienen en la relación entre la clase media y la tira y, muy importante, en sus mutuas influencias y modelaciones; después, Mafalda en la radicalización y el terrorismo de Estado, aquellos años sesenta, en los que la música inspiradora llevaba los acordes de los Beatles; Mafalda más allá de las fronteras, traducida, divulgada, en Italia, en España y en México; los años de plomo y los inicios de la democracia –puede leerse a Mafalda, hecha por Quino, dirigiéndose a Raúl Alfonsín, alentándolo, en aquellos duros días de levantamientos y amenazas de cuarteles. El último capítulo se detiene en la recepción de Mafalda en la era de Ronald Reagan, el mundo neoliberal, los aniversarios de la historieta, los procesos de apropiación de la tira en el mundo español, una nueva apuesta de animación en Cuba, la consolidación de su mensaje como una voz latinoamericana. En todo ese marco celebratorio, Cosse mira el revés de la trama: el mundo neoliberal socavando, desmantelando las bases materiales y simbólicas que constituían la clase media a la que Mafalda se refería y de algún modo había conformado: una clase media urbana, con los chicos en la calle, en la plaza, el barrio, la escuela pública. Una clase media en la que los niños interactuaban con los adultos y entre sí. Lleva a la nostalgia no sólo los ímpetus idealistas que alentaban a la generación sino la cabal certeza de que el neoliberalismo, el menemismo en la Argentina, mató al Felipe que leía historietas en el cordón de la vereda, mató al Manolito que sacaba su zapato para borrar una cuenta en su cuaderno de escuela, mató a la Libertad que comía pollos “Jean Paul Sartre” (mató a quienes Libertad representaba y mató el mundo editorial de la traducciones argentinas), mató a Guille, que miraba telenovelas no enlatadas sino, imagino, Rolando Rivas o Piel Naranja, incluso mató a la Susanita de los prejuicios varios, todos aceptados, tolerados. La erosión de ese universo posicionó a Quino en las antípodas de una clase media que ahora resultaba semiurbana, de country, shopping y colegio bilingüe. Miguel Rep exponía lo que se había convertido en enfrentamiento ideólogico: “Así es esta nación inexplicable que genera a Quino por un lado y tanta chabacana prepotencia por el otro”.
Recuerdo cuando Mafalda cumplió 30 años: la niña era una joven muy parecida a su mamá, aquella a la que sólo le salían agudezas de la boca cuando tenía alfileres entre sus labios. Era parecida pero distinta, ya que Mafalda difícilmente tuviera aquel aire de perplejidad que la aguda boca de la nena provocaba en los adultos. Antes, cuando ella y yo éramos chicas y la leía con pasión, había un discurso que la ponía en abismo y venía de mi padre, el mismo que me la compraba y, a veces, criticaba. Desde entonces, Mafalda ha escenificado las complejidades que el humor político y no político encarna, las preocupaciones y los vaivenes de una sociedad, no desde lo hegemónico sino desde las lateralidades que la ironía propone.
Por eso, uno de los ejes del libro tiene que ver con la clase media de los años sesenta y cómo el público que más consumió la tira fue esa clase. En esta línea, cabe la posibilidad de atender a una de las preocupaciones disciplinares de Cosse, esto es, pensar en las afinidades que encarna el humor para ser comprendido y convertirse en tal y de qué manera puede desarrollarse una historia del humor o del humor en la historia. Necesariamente, entre Mafalda y yo, una chica de clase media, había afinidades y podíamos reírnos de lo mismo o pensar los problemas de forma parecida. Sin embargo, acá estuvieron mis hijos, los dos nacidos en el siglo XXI, volviendo a leer Mafalda: los escucho reírse a carcajadas y criticar a Gaturro, quien se ha plagiado, dicen, todo. Los veo aprendiendo de Mafalda estrategias para enfrentar a sus padres y maestros. Entonces, pienso, la tira, en casa, atraviesa tres generaciones y si es en casa, es en cualquier casa. El libro de Isabella Cosse registra esta experiencia y celebra, con su distancia metodológica, la sensibilidad, la potente excepcionalidad y belleza de este mito.
(Actualización marzo – abril 2015/ BazarAmericano)