diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Empecemos por lo primario: por la pregunta y por el objeto cuaderno. ¿Qué hace Ríos con Cuaderno de campo? Como en cuadernos botánicos o antropológicos, por pensar algunos ejemplos, indaga, bosqueja y observa los pequeños mecanismos que constituyen la escritura literaria, tomando como espacio físico un matadero y sus alrededores (siempre aparecen los alrededores en la escritura de Ríos). Pero este ejercicio de la observación no es llevado a cabo desde un solo punto del campo -en el cual sitúo una posible tradición in media res del matadero en la literatura argentina- y distanciado del fenómeno. En este Cuaderno, el que anota, que es Ríos pero también a la par los personajes Zamorano y Maseca, se está moviendo: para entrar al matadero y a la historia hay que transitar, hay que también salir de la ciudad, atravesar los “barrios sulfurosos” e ingresar al “campo de verdad”, para recién ahí llegar a El Aledaño, esa “zona” donde transcurre la historia, “un rectángulo que llena el ojo de una espesura ocre, trasandina, en moldes que por décadas nadie se interesó en remozar”. Además de moverse, Ríos mete mano, pone cuerpo, se mancha, y por sobre todo, entra y sale tanto del Cuaderno como de la literatura, para hacernos ver que ésta puede justamente no ser un producto manufacturado y acabado. El Cuaderno de Ríos (al que podríamos sumar el de Pripyat, 2012) se está haciendo, y la prueba de ese organismo viviente capaz de camuflarse con la escritura para estar haciendo de ella siempre otra cosa, es también la constante producción de textos diversos y la publicación en diferentes sellos editoriales. Cuaderno de campo de hecho sale a las librerías, de forma simultánea, con otros dos libros, En saco roto y Lisiana (los tres por el mismo sello editorial) para demostrarnos que hay ahí un trío dinámico y tramas escriturarias que pueden hacer de una trilogía un cuerpo extraño. Pero, por sobre todo, la consistencia de una firma.
Ahora bien, para ir desmalezando -o “desmaniguando” en términos Ríos- me pregunto cómo debería hacerse la reseña de un libro que no sólo no deja asirse por un ojo crítico acostumbrado a la escritura situada, sino que también nos dice, para incomodarnos, ya desde el inicio, a modo de advertencia, que hay cuatro historias que son las del personaje Zamorano y su relación con las siguientes partes del Cuaderno, a las que resumiremos de este modo:
a) el frigorífico “La Suerte” en donde transcurre la acción central;
b) el trabajo en dicho frigorífico;
c) una hija muerta por el impacto accidental de una piedra en su cuello, de su cuello con el mar;
d) la cosmetóloga, personaje aficionado a sobar las orejas de la gente como arte adivinatorio.
Sin embargo, a medida que vamos entrando en el libro, vamos viendo que detrás de esta primera advertencia al lector hay algo más que da espesor a las acciones y a los personajes, como si efectivamente el Cuaderno se fuese haciendo, y engordando, a medida que la lectura avanza. Entonces, nosotros también vamos entrando y armando bocetos de lectura. Así, esas primeras relaciones se van haciendo más complejas y se transforman: el trabajo en dicho frigorífico se torna también en el trabajo de un mal archivista que borra las huellas criminales o culposas de cualquier accidente ocurrido en la ciudad; una hija muerta puede cobrar también nueva vida en el recuerdo feliz, en palabras del diccionario runasimi que no encuentran equivalencias al dolor de las pérdidas, de las ausencias: “pabulum”; una cosmetóloga se dedica no sólo a sobar las orejas de la gente como arte adivinatorio, sino también a “descolgar cuadros” -con toda la implicancia y potencia de esta imagen desmontada- de la mente del personaje Zamorano, “antes de que sea tarde”.
Las cuatro advertencias que abren el cuaderno dejarían ver a su vez cierta preocupación en el libro por la anticipación, aquello que está siempre por venir, ya sea en las acciones de los personajes enunciadas por el narrador: “Lo que se hará ese día, en vez de viajar, será dirigirse al Centro Hospitalario”, o en el afán premonitorio de la cosmetóloga que sabe olfatear la muerte, como en las voces escondidas en la prosa que intentan formalmente digerir de otro modo el estilo directo: “Aprendí los modos de anticipar el hambre en el cuerpo (…) Creo que el hambre es un animal que se aloja en los cuerpos para destruirlos”. Y si bien Zamorano no cree en las revoluciones “porque es un gesto hacia adelante, nunca tiene presente” y “el futuro es un espacio clausurado”, hay algo en el Cuaderno de Ríos que nos dice todo el tiempo que la escritura puede funcionar como el advenimiento de un tiempo otro mítico en el que, como en Manigua (2009), no sabíamos y aprendíamos a matar o a sacrificar un cuerpo: “¿quiénes éramos en esa época?”, dicen ahora los ayudantes mellizos del frigorífico; o la anticipación de un tiempo en el cual, dice el viejo Maseca, el patrón de Zamorano, las vacas van a extinguirse y “saldremos a comer lo que se mueva (…) ¿Qué sabor tendría ese ensamble casi físico?”. Para ello, los personajes bosquejan, anotan, hacen listas. Y nosotros, de este lado, vamos queriendo borrar, agregar, reunir: seguir bocetando.
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Por otro lado, es posible pensar en el Cuaderno como un sistema de escritura cuyo funcionamiento o mecanismo consistiría en la construcción de una columna vertebral y su relación con otras partes del sistema en constante movimiento. Como si también de algún modo la escritura en ese Cuaderno funcionara como una media res colgada del gancho dispuesta a la observación, disección y multiplicación: el desposte. No obstante, la particularidad de este sistema se encontraría justamente en la utilización de esos cuartos: dispositivos de entradas y salidas de las partes dentro del sistema, pero también del ojo que esquematiza su armado y que sabe penetrar en las zonas cercadas de las periferias sin que parezca un simple gesto antropológico: el ojo poético que allí también devora. Como chivo expiatorio literario, Zamorano en sus sueños entra al “dispositivo metálico forrado en cuero” que es la vaca y describe su interior como estantes de supermercado. Al mismo tiempo, la cosmetóloga, una artista con visos performáticos, entra en la mente de Zamorano, y como quien recorre un museo, recupera las escenas de la pérdida de la niña y anula una porción de recuerdo. Ahora sí, como “célula terrorista dentro del frigorífico”, Zamorano logra verse en el ojo de las vacas y deja que la sustracción ocurra: “nunca hay que mirarse en el ojo de una vaca. Si esto sucede, la vaca lleva al matadero tu alma. Te chupa la vida. Todos los empleados lo saben”. Acaso entrar también en la cita nos permita pensar un modo de entrar en la literatura de Ríos y el modo en que Ríos entra aquí en la literatura: una célula terrorista que se escabulle, se camufla, y hace estallar su interior como “una feria de gusanos”.
Aquí, ese régimen de entradas y salidas (símil también a un sistema carcelario: el trabajo allí es un trabajo sanguinario, “Un castigo de Dios. Es peor, dicen los changos, que la minería”) se sostiene, casi paradójicamente, en un firme bloque o “caja” de cemento, una instalación industrial, que pone en evidencia un funcionamiento particular de la escritura. Es que de “La Suerte” se entra pero también, como procesadora de carne, se sale todo el tiempo: los novillos ingresan por una manga para salir “bajo la forma de un despojo organizado en cortes”, los hombrecitos entran y salen como hormigas blancas envueltos en bolsas de consorcio, los peritos entran y salen del edificio para recordarnos el control y la acción criminal del libro -que puede también entrarnos por el policial-, las almas transmigran bajo los dones de la cosmetóloga, y también la singularidad de una condición, la de ser “un poco de campo y otro poco de ciudad. Saber entrar y salir a los puntazos”. Finalmente, como se cuenta hacia el final del libro, la continuidad de un proceso de importación y exportación ganadera que precisa tanto de las entradas y salidas de las reses del matadero para su manufacturación como la disolución de los huesos o de los rastros olorosos del animal y la deglución de los restos por parte de los perros guardianes del matadero. ¿Acaso no puede permitir este proceso una definición voraz pero posible del acontecimiento literario y de los procesos permanentes por los que pasa, también como una máquina picadora, la escritura?
Si hay algo que sí puede concluirse con Cuaderno de Campo es que la escritura es allí un cuerpo siempre sensible al desposte, y que los lectores no quedamos exentos ni de ese excesivo consumo proteico ni de los mecanismos que constituyen la materia literaria: la materia prima literaria. Al centro y adentro: celebro la publicación, porque como se lee en la última página del libro, “no tiene objeto mentir sobre las sensaciones”.
(Actualización marzo – abril 2015/ BazarAmericano)