diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Unos pocos párrafos antes del final de Los topos (Mondadori, 2008), primera novela del escritor argentino Félix Bruzzone, nos topamos con una imagen con la que el narrador-protagonista abre un abanico de opciones para la historia de Maira -su supuesta hermana, travesti, y ante todo “su amor desesperado”- que había quedado latiendo unas líneas atrás. La imagen-guía de sus pensamientos es la de una hamaca en la niebla; una hamaca, en cuyo vaivén la novela instala un desestabilizante juego de los posibles que, a través de formas del sueño y de la ensoñación, incluye varios finales para Maira y el narrador.
Y en ese hacer y deshacer, que esta trama-deriva potencia unas páginas antes de cerrarse el libro, los lectores podríamos tentarnos a tomar una decisión, a explorar primero y luego casarnos con alguna de las preferencias que se dejan presentadas. (Doy fe de que, mucho antes que Rayuela, quienes, como el autor nacimos en 1976, en los 80 leímos los libros-juego de la saga Elige tu propia aventura, confesa lectura de infancia de Bruzzone). Pero si en esos libros lo que se premiaba era la buena elección del lector –por prudente, por inteligente, por ética- en Los topos esa elección no puede ser más que imaginaria, de la duración de un relámpago, una ilusión tan sólo que surgiría por el uso deliberado de un procedimiento narrativo que atraviesa su producción novelística: el “estiramiento”, que redundará en indefiniciones. Y esto es así no sólo porque los recorridos de lectura no se imponen salteados o tajados (más que falta hay acumulación) ni están marcados por la búsqueda de ética alguna, sino básicamente porque en el devenir de la trama se defrauda siempre cualquier expectativa. En ese final, la aventura elegida nos muestra al narrador, secuestrado, travestido, y al Alemán, su amante-secuestrador, en una escena sutil, hogareña, y que podría pecar, sí, de amorosa: los dos frente a un lago del Sur, al calor de un fuego, arrojando piedras y hasta imaginando un futuro juntos; y es ahí cuando Maira vuelve como vuelve la niebla, esa niebla que hace perder de vista las mismas piedritas del amor. Maira regresa desdibujada como objeto de alguna nueva búsqueda también brumosa.
Si me detengo en estas marcadas escenas finales de la primera novela de Bruzzone es porque considero que en la reciente Las chanchas además de identificables, y hasta esperables, desprendimientos formales, temáticos e ideológicos, encuentro un afán (por qué no, un deseo) de regresos. Algo que tan bien resume el personaje de Andy al justificar su modo de volver a casa después de una temporada de errancia y superacción: “…en este tiempo anduve un poco perdido… Ahora me gustaría volver”.
No es difícil adivinar la pronta extenuación de ese deseo en el “mundo agotado” que sitúa la novela. Después de ese retorno, Andy -que vive en la Luna a la que prefiere llamar Marte- seguramente se perderá en alguna nueva aventura pasajera que también le haga volver los pasos atrás.
En Las chanchas los personajes experimentan distintos modos de la pérdida. Se pierden ellos mismos en sucesos cotidianos: caminando (Romina va sin rumbo, sola y de madrugada, por el delta), en sus ideas (en su relato, Mara, que busca a una hermana justamente perdida, repite “me pierdo” una y otra vez), en sus decisiones (los secuestradores Andy y Gordini –un dúo de losers- terminan siendo sus propios rehenes), en sus silencios (Romina le hace la vista gorda a Gordini y regresa a su idea de familia); todos ellos están también un poco perdidos o quizá ganados por la nueva situación.
La cosa es así: una tarde cualquiera Andy sale de su casa a sacar la basura, escucha gritos, son dos quinceañeras que vuelven de jugar al hockey y le piden ayuda. Unos pasos atrás unos “tipos”, unos “monos”, les habían dicho cosas feas y las habían querido meter en una camioneta blanca (el falcón verde del tráfico de órganos, del hurto de bebés, de la trata de personas, y hasta de los ataques “terroristas”). ¿Es la camioneta de Walter, el vecino fletero? Nada de eso importa demasiado en esta novela de la pura incertidumbre. Andy las hace pasar al living de su casa, ellas entran contentas, en sus caras se adivina la diversión, y frente la imposibilidad de hallar una solución antes de que llegue su mujer, Andy las encierra en el cuartito del fondo. “¿Por y para qué?”. ¿Por impericia, negligencia, estupidez? ¿Por perversión? ¿Para su explotación sexual? Pero no, la novela aporta otras claves no menos perturbadoras: parecería ser tan solo por un efecto de sobreinterpretación, moldeado –eso sí– por una imaginación culposa y paranoide: ¿qué podría pensar Romina, su esposa-tótem, al llegar del trabajo y ver en su propio living a su marido con dos deliciosas jovencitas? ¿Qué estaba haciendo Andy –en el reparto le había tocado ser amo de casa– ahí con esas chicas en vez de estar atendiendo a Omi, su bebé, u ocupándose de las tareas domésticas o preparando la cena? Las pistas darían escena de infidelidad, que no es lo mismo que infidelidad, y Andy no se muestra dispuesto ni preparado para desmentir o explicar nada. Romina, que lo “despellejaría” si Andy sólo volviera a fumar, que es quien da las “órdenes” en esa casa, resulta mucho más aterradora –se ve– que la policía o la Justicia. Pero esto no sería tan sencillo si Lara y Mara –la dupla de rima consonántica construida casi en espejo con Ludo y Romina de Los topos– no aceptaran quedarse allí gustosas en vez de querer regresar, tan luego, a sus hogares. Y aquí volvemos a Los topos, donde el narrador secuestrado por el Alemán desestima la idea de escapar o la transforma en una ilusión de felicidad: “…sentía que en la cabaña por fin era feliz”.
Ahora bien, en la nueva novela de Bruzzone –otra vez, un título con animales– los regresos son múltiples y operan en varios niveles. En el sistema de personajes se incluye a Romina, que es extrapolada de una zona de Los topos, cuya precuela encontramos –los pasajes traficados son literales– en “Sueño con medusas” del volumen de cuentos 76 (2014, Momofuku; 2008, Tamarisco). Después del agua nueva que Barrefondo (Mondadori, 2010) trajo en su producción, con Romina también retorna la militancia fundada en causas ajenas. En esta segunda parte, Romina vuelve transformada, pasaron varios años, tiene un trabajo estable, formó familia con Andy y Omi, carga con un pasado poco claro, sufre por la lejanía de su primer hijo de quien poco sabemos (¿Mate es el hijo del narrador de Los topos?, ¿no era que ella había abortado y vuelto a embarazarse? ¿Mate está en Marte?), también predica –ella, que solía fumar– una movida antitabaco, que se lleva algunos de los pasajes más graciosos de la novela, y por último, es una de las narradoras de esta historia. Lo que sí se reactiva, como dije, es la militancia de Romina, que también sufre una mutación sustantiva: de formar parte de la agrupación política HIJOS, identificada con el lugar de los hijos sin ser una afectada directa, a liderar, ahora como madre, las “marchas de los palos” barriales que exigen la aparición inmediata, con vida, y justicia para las chicas/ hijas desaparecidas que –¿ella llega a saberlo?– están en su propia casa.
Si en Los topos la travesti Maira, tras su desaparición, se erigiría como estandarte de “una nueva generación de desaparecidos” en contextos democráticos y derechohumanistas, que buscan justicia para sus padres, en Las chanchas, Lara y Mara (cuyos nombres casi mellizos resuenan en la fonética de aquella cultora de la “mellicidad”) aplicarían como ejemplos de esos “neodesaparecidos o postdesaparecidos” pero situados esta vez en la línea delgada que trazan el azar y la voluntad como causas de un secuestro sin causa: las chicas son las nuevas caras visibles de un reclamo por la inseguridad, no institucionalizado, de padres y madres, que casi nunca son los propios.
De las varias continuidades, supervivencias o retornos entre ambas novelas, me interesa remarcar que Las chanchas enfatiza una zona de indecisión de amplio espectro, que se anuncia desde todos sus umbrales (la imagen de portada, el título, el epígrafe, las primeras líneas), se sostiene en su desarrollo, nunca se resuelve, y alcanza al jugueteo con retazos de tradiciones consolidadas cuyas convenciones se traicionan una y otra vez: una crónica, un cuaderno de notas ilustrado, una coda, literatura de aventuras, la carta, el noir, la novela psicológica, la ciencia ficción, la épica, la happy ending story, y hasta la sitcom. ¿Cuántas opciones, promesas incumplidas, falsas expectativas podrían desplegarse en esa zona? Muchas más, seguramente, de lo que cabe en un vaso de papel.
Estamos al tanto de que Andy es un “flojito” que nunca sabe qué hacer y necesita ser arrasado (por Romina en la vida familiar, por Gordini con las chanchas), que “le gustaba hacerse el tonto y el torpe”, que está en constante fuga (se piensa en Marte para evadirse de su realidad; actúa como rata asustada: “me escapo tan rápido como puedo”), que hace karaoke, que es un poco “pollerudo” y un poco “robot”, un híbrido “mitad oveja, mitad planta”, tambaleante como un flan, dúctil como un almohadón. ¿Qué esperar de alguien que elige como centro clandestino de detención un cuarto propio que es ni más ni menos que una sala de ensayo? Tal vez que se entrene en el arte de secuestrar antes de secuestrar. Pero las características que presentan los demás también coadyuvan a crear esas atmósferas ominosas de indefiniciones. Mara no encuentra “término medio” al recrear durante el cautiverio el paisaje de un cuadro recordado: las colinas son más altas o más bajas que en el original, los árboles se juntan o se separan mucho respecto del modelo; las colinas se dibujan más redondeadas con los árboles en su interior simulando, por qué no, dos panzas donde algo crece adentro, o dos tetas con pezones listos para amamantar. Romina, la supuesta guerrera romana, comienza su relato no decidiéndose si siente frío o calor, y se queda en un tímido “gris”. Lara que es la más clara, quien más sufre la situación de secuestro, vive drogada y artificialmente tranquilizada por las inyecciones de Gordini. Gordini es una “piraña encubierta”, un “doble agente” siempre listo para pasar por bueno y sacar provecho de las desgracias ajenas. No por casualidad tiene veleidades de mago, gran encantador de serpientes que hace precisamente aparecer y desaparecer seres a su antojo, ya sea raptando chicas en casas familiares o gatillando contra perros fieles en tierra hippie.
Pienso a Las chanchas, entonces, como una novela de la disyunción y la simulación. Todo así se convierte en un enorme “como si”: ¿Fue o no un secuestro? ¿Romina vio o no a las chicas secuestradas? ¿Las chanchas son felices al interior de su nuevo clan o quieren regresar a sus casas? ¿Estamos en Marte o en el conurbano bonaerense? ¿Hay marcianos entre la gente o la marcianidad es un credo de Andy?
¿Qué hace Marte ahí? Claramente su aparición poco tiene que ver –por tomar un caso teatral contemporáneo a Las chanchas– con la ficción apocalíptica a la que se arriesga Mariano Saba en su obra Esto también pasará (2014/2015), en la que científicos argentinos envían a la zona menos próspera de Marte una misión de colonizadores humanos.
Antes que leer fácilmente la crónica marciana como un guiño a Bradbury, o de manera errada (la novela no va en esa dirección) en clave alegórica, cuya fórmula daría: los marcianos como el otro peligroso, prefiero mirarla como trasfondo ambiguo, extraño y extrañado (a los raros se le dice también marcianos) de la dimensión espectacular que atraviesa las tres partes de la novela. Las chicas raptadas aparecen en vivo en sus propias marchas para comprobar el grado de popularidad que ganan con los días; las chanchas salen de gira por las sierras –¿una alusión desviada a los paseos y la explotación de las víctimas-talentosas por parte del Terrorismo de Estado?– a participar de los shows de magia y karaoke; Romina, heroína de la nada, se embandera en la causa de las desaparecidas recitando por televisión extremos manifiestos feministas en el show del dúo de cumbia-punk de Kami y Kasi; la performance de Kami y Kasi consiste en entrar al estudio de los programas tropicales a las patadas contra todos, ellas lucen remeras del Che con la boina prendida fuego a las que a su vez incendian sobre el escenario, y se venden como “la revolución de la revolución”; Andy monta una suerte de número de stand up sin más público que Omi con chistes sobre marcianos, parecidos a los chistes sobre gallegos o judíos, y también sobre travestis, como vemos en Los topos; cuando el espectáculo en las sierras decae, pese a mostrarse en escena al conejo muerto, Gordini cambia muerte por vida y propone algo cercano a un biodrama (“contarles nuestras vidas a todos los que vengan”).
Pero Las chanchas es también una novela de la reproducción. Los distintos niveles de la fábula están plagados de conejos, embarazos perdidos, embarazos que llegarán a término, hijos perdidos por el mundo, panzas que crecen al unísono, réplicas apócrifas de dibujos, personajes que se llaman igual (los dos Walter) o que varían en una letra (Lara y Mara). El conejo Roberto podría ser una réplica del conejo Mauro, según la historia de amor pasional y de hermanos que se da entre conejos y Mara. La narración a su vez se reproduce en tres relatos que no son episódicos tampoco ni tres versiones de lo mismo. Las diferentes percepciones (la de Andy, la de Mara y la de Romina) asumen géneros discursivos, temporalidades, espacios, extensiones y puntos de arranque de la historia, también diferentes. Un sistema de relevos narrativos: me canso, paro, que siga el otro y así las cosas. Una cifra impar que no habilita el desempate que daría a la novela la inserción de la voz de Gordini, quien resulta un personaje fundamental también por la carta- promesa de develación que le envía a Romina, la narradora de la última parte, que más que la vencida por ser la tercera es la más adelgazada, casi una anorexia narrativa.
En este sentido, una mención aparte merece la proliferación del tres, un número tradicionalmente venerado, preferido y con fuertes cargas simbólicas. En la novela tres son los espacios protagónicos a los que se desplazan los personajes (el Conurbano, las sierras, el delta); tres, los embarazos de Romina hasta tener a Omi; tres, los hippies de las sierras; tres, los hijos de Romina; tres, los nuevos embarazos (Lara, Mara y Romina). Por lo demás, si tuviera que trazar una figura que imprimiera la geometría de nuevas familias de Las chanchas sería la del triángulo. (Claro que se trata en general, y como se hace notorio en Los topos, de familias signadas menos por filiaciones genéticas según el ordenamiento biopolítico de los Estados que por lógicas delirantes). Mara-Lara en un vértice, Andy y Gordini forman un nuevo grupo familiar; Romina que parece “una mezcla de las dos chicas” triangula así con Lara y Mara en la imaginación erótica de Andy; Gordini, el “papá” y también el “papito” de las chanchas, se enlaza con Lara y Mara en una relación “mucho mejor” cuando Andy abandona las sierras; Kami, Kasi y Romina aplican como el show del clan. Neofiliaciones temporarias que sólo hablan de la profunda soledad en la que están inmersos los personajes incluso en los momentos felices. Y aunque el grupo familiar legal de Andy, Romina y Omi pretendiera escapar a la triada con el embarazo del final, el historial biológico de Romina permanece ahí acechante, reforzando al tres.
La sintomatología del embarazo aparece aliviada por la literatura de aventuras que Romina lee en libros de Andy encontrados por ahí. Estos textos que calman las nauseas son libros “sin fin” que funcionarían como puesta en abismo de la novela. En uno, el protagonista, llamado Adam y casado con un águila, deja hijos por todo el mundo y, en una Telemaquia al revés, va en su búsqueda para formar un ejército contra el ser malvado de la montaña (este relato podría estar procesado por algunas zonas de la popular serie He-Man de los 80); el otro –The Neverending story- absorbe la atención de Romina porque no se termina de entender quién manda a quién y porque en él nunca nada se revuelve. Las últimas líneas sitúan a Las chanchas en el umbral de un fin y un recomienzo: es Año Nuevo, hay un embarazo, Romina abre una puerta, ve los dibujos, encuentra un conejo, da marcha atrás. Como Andy, Romina también regresa al estado de cosas previo a la aventura, pero imagina –acaso influenciada por los relatos consumidos en sus descomposturas– nuevas aventuras para su marido que de algún modo la incluyan: el “pollerudo” ahora será un héroe; el amo de casa liderará un ejército invencible de conejos; el “flojito” lucirá “radiante”. Pese a esta idea de fin, dada por los regresos, no hay cierre para esta fábula de la disyunción, más bien es un abrupto corte, un cerrar de ojos, un fundido a negro. ¿Romina sabe o no qué sucedió? ¿Qué pasó en esa escena de soledad con la carta de Gordini que Romina pierde cuando las vacas a la luz de la luna son dinosaurios? ¿Cómo sigue esta historia donde la felicidad del hogar que se palpita ya está podrida?
No hay respuesta. Mejor así. Que gane el beneficio de la duda que también puedo llamar “promesas de Marte”. Pienso que en la producción de Bruzzone –incluyendo su performance Campo de Mayo– los retornos en todos sus alcances son mucho más sugestivos, tan turbulentos como iluminadores, que las tan mentadas derivas señaladas en general por la crítica. Es cuestión del cristal con que se mire. ¿Por qué no rebobinar la trama?
(Actualización marzo – abril 2015/ BazarAmericano)