diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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“También lo que resulta doloroso puede ser cierto. Por eso no pude decidirme a refutar la generalidad de lo perecedero ni a imponer una excepción para lo bello y lo perfecto. En cambio, le negué al poeta pesimista que el carácter perecedero de lo bello involucrase su desvalorización. Por el contrario, ¡es un incremento de su valor! La cualidad de lo perecedero comporta un valor de rareza en el tiempo.”
(Sigmund Freud, “Lo perecedero”, 1915)
Veintiún poemas componen este libro escrito al ritmo de un duelo. Cada uno de ellos versa sobre distintas formas en que la vida se manifiesta transitoria, impredecible y, muy a pesar de nuestros esfuerzos por apresar su sentido, inasible: “el mundo en esta primera línea/ debió haber sido del mismo tamaño de un pañuelo / pero las cosas nunca son / como debieran ser / no te parece cómico que él / se haya estado muriendo / en la sala de espera de un hospital / mientras yo vendía libros” (“Sobre la forma de ensuciar vitrinas”). En torno a la experiencia de esta doble pérdida – pérdida que implica la muerte del ser querido y pérdida de la posibilidad de dar sentido a esa muerte- se arremolinan las preguntas y se pliega el tiempo, lo que fue, lo que es y lo que debió haber sido convergen en una modalidad de lo visible que se vuelve, de pronto, ineluctable. Lo que vemos nos concierne, nos asedia, nos mira, podríamos decir, haciéndonos eco de las palabras de Didi Huberman, cuando lo que vemos es sostenido por una pérdida, cuando ver es perder.
En el prólogo que acompaña a la edición chilena de este mismo libro, publicado, sin embargo con otro título, Erosión (Alquimia ediciones, 2014), el poeta comenta: “Cuando mi hermano murió estaba escribiendo un libro que después se llamó Guía para perderse en la ciudad, desde el instante en que su nombre empezó a desgastarse en mi lengua hasta hacerse casi invisible como lo es ahora, creí necesario escribir otro libro, aunque no sabía cuál ni de qué”. En efecto, la conexión entre ambos poemarios es indiscutible. Las imágenes migran de un libro al otro y reaparecen como una reminiscencia. Algunos elementos, por ejemplo, “los cristales rotos”, “los cipreses”, “las hojas muertas” y “el polvo” reaparecen en Mi hermano trayendo con ellos imágenes que se acumulan como los restos de algo que tiende, como el deseo, hacia una unidad para siempre perdida. La ciudad y el paisaje reaparecen también como escenarios de límites difusos, indeterminados, entre la exterioridad objetiva y un proceso de interiorización: “Ahora una densa turbulencia / entre los automóviles y el yo cobra forma/ ¿y cómo deberíamos llamarla?/ lo cierto es que las cosas nos pertenecen mientras se mantienen difusas / brillando a media distancia entre el cuerpo y sus adjetivos” (“Sobre la forma de la saliva”). Ciudad y lenguaje, funcionan además como espacios de reflexión, donde la carga autobiográfica de la pérdida del ser sale del círculo de lo íntimo y entra en diálogo con el pensamiento filosófico y la reflexión sobre la poesía.
Ante la experiencia de lo perecedero, la poesía de Víctor López Zumelzu no se cierra, como el poeta pesimista al que se refiere Freud en el texto citado a modo de epígrafe, en la melancólica tonalidad elegíaca, sino que se abre y explora un espacio indeterminado y una temporalidad fluctuante, compleja, donde la palabra poética trasmuta el duelo –proceso subjetivo, autobiográfico- en una poesía que revela esa rara belleza que el tiempo de lo perecedero imprime sobre las cosas: “El aire frío pasa a través de nosotros, aun así yo describo la velocidad, los sonidos filosos que se albergan en un lugar bajo la lengua y entre los dientes, las estaciones que queman. Estamos esperando que suene el teléfono, estamos esperando, solo esperando. El mundo ha sido destruido una y mil veces, y aun así después de que yo también muera esta melodía va a seguir. Pero ¿Qué quieren decir estas palabras? ¿Quién duerme esta mañana al lado mío? ¿Será este el verdadero color del campo, el pasto, el cielo?” (“Sobre la forma del pasto en los jardines”)
Atravesadas por la experiencia de ese tiempo en tránsito hacia la caducidad, las cosas no pueden ya adherirse a ninguna palabra, a ninguna imagen que las detenga, las fije y las delimite en su ser: “todo lo que quisimos escribir un día fue cambiando / y eso es la vida / no hay ningún secreto, millones/ de rayos de luz viajando / arpones que se ciernen / irrepetiblemente en estos cristales/ que devuelven la luz cansada / a quien los mira” (“Sobre la forma de los cristales en el suelo”). Las cosas, más bien, se hacen visibles en la medida en que interpelan al ojo que contempla en ellas su propio “collar completo de deseos / troquelado en la esperanza y la carencia”. Como los hilos de una telaraña, las imágenes trazan sutiles conexiones, imperceptibles lazos, que tornan tangible lo invisible, y le confieren, de este modo, la entidad de lo real.
(Actualización noviembre 2014 – febrero 2015/ BazarAmericano)