diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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El narrador melancólico
Luces de navidad, de Francisco Bitar, Santa Fe, Universidad Nacional de Litoral, 2014.

Todos los escritores componen un personaje cuando se dan al roce social en tanto escritores. Para mucha gente, esa autofiguración extratextual no reviste ningún interés. A mí, en cambio, me resulta interesante y significativa. Creo que esa figura pública, hecha de retazos de gestos, acciones y palabras, a veces se vuelve un rico pretexto que ilumina aspectos de la obra de un autor.

No sé mucho de la biografía de Francisco Bitar, pero retengo alguna anécdota reciente de su participación en un homenaje a Juan José Saer. Sucede durante la primera jornada de un festival de poesía en Rosario. El santafesino es el más joven de los tres escritores convocados. Iluminado por los reflectores de la sala, sus palabras vacilan cuando debe disertar y emula el estilo en apariencia improvisado de uno de sus compañeros de mesa: parece no decidirse entre leer lo que trae en un papel o hablar como el expositor que lo precedió. Ambos comparten la idea de que el escritor más saereano de la tarde es rosarino y se encuentra entre el público. Cuando se abre el diálogo entre autores y moderadora, deja entrever su incomodidad frente a la implícita filiación que lo hace parte de la comitiva. Tiempo después, más seguro de sí mismo, expresa sus reparos frente a la falta de indulgencia hacia el lector por parte del autor de Serodino. Algunos de los asistentes del palco se miran entre sí, parecen sorprendidos de que a un escritor como Bitar le preocupen los efectos más o menos inmediatos de sus frases escritas. Cuando lean Luces de navidad, cosa que es muy probable que suceda —los del palco son escritores (y los escritores leen a los buenos escritores)—, comprobarán que dicho interés es auténtico, también —tal vez ya lo sepan— que puede coexistir una clara conciencia del cuento como artefacto montado para su fruición (¿es el cuento el más retórico de los géneros?) y una escritura que trasude una visión singular del mundo y disruptiva de la cultura en la que interviene.

Podríamos agregar, en ese sentido, que el declarado interés por el lector condice con otras virtudes que exhibe Bitar en su libro: articula con felicidad ambiente, personajes y acciones en un mismo todo, tiene un oído fino para ritmar el argumento de sus narraciones y hacerlo progresar hacia un clímax emotivo, exhibe una firme estructuración de cada parte y, tal vez lo más destacable, hace de estilo, trama y significado una sola cosa. Sin embargo, ninguna de estas cualidades lo convierten en un escritor correcto y aceptable: cimientan más bien una narrativa sólida y vital, punzante, que hace sistema con su buena poesía.

Retomando la anécdota del comienzo, creemos que algunos rasgos que se desprenden de esa perfomance de autor (incomodidad, titubeos, vaivenes anímicos, ironía, capacidad de generar sorpresa) se conectan con cierta figura de narrador que reconocemos en sus potentes textos.

 

Los objetos de la narración

Hay en los relatos de Luces de navidad una clara voluntad y disposición hacia los objetos: etiquetas de cerveza que se pegan en los artefactos, corchos que ruedan bajo los muebles, botellas que se vacían de golpe, súbitas raíces de cabellos de otro color, el extraño mango de un cuchillo, un sillón de cintas de goma abandonado en la ribera de un río. Esos objetos vibran, transpiran (“otro envase que todavía transpira entre las hojas del helecho”) y respiran con distinta intensidad. También es manifiesto el interés por dar cuenta de las sensaciones sensibles suscitadas por los objetos y de la capacidad del narrador para contemplarlos y percibirlos: “el nivel de la bebida en las botellas ya no cambiará”, se señala, como si lo que verdaderamente importara de la escena fuera el comportamiento de los objetos y no el de los sujetos. Por eso puede ponerse en cuestión la idea de Heráclito de que un río no es siempre el mismo río (ironía antilírica con la que Bitar homenajea a Fabián Casas, “No había nada de especial en ese montón de agua”, y pervierte una tradición interpretativa asociada a los apologistas del litoral: “Algunos dicen que el río nunca es el mismo (…) Para él son todas mentiras. Según la opinión de Matías, el río es el mismo hace treinta años”). Esta omnipresencia de los objetos tal vez sea una de las maneras con la que los cuentos pervierten la lógica constructiva del discurso, la progresión narrativa y sus relaciones causales.

Efectos similares parecen provocar sus personajes, que se manifiestan por sus módicas empresas: cocinar una buena comida, salir a hacer las compras, regalar ropa usada, devolver un abrigo, visitar a un hermano, comprar una caña de pescar. Siempre están exhibiendo una especie de rechazo a las obras, a la productividad, al cumplimiento de los deberes sociales. Si a los personajes hay que mostrarlos y no explicarlos, según reza cierta preceptiva narrativa, ahí están los detalles reveladores que se suceden sin tregua en los relatos: “Juan pudo ver cuatro o cinco filtros clavados en la arena atrás de la pantorrilla flaca de su hermano”, que parecen encadenar descubrimientos perceptivos en lugar de acciones: “Hay un silencio notable a pesar de la música, un silencio por encima de la música”. Son esos hallazgos los que cohesionan con mayor fuerza las diferentes historias en el entramado novelesco de desencuentros, separaciones y despedidas que es Luces de navidad.

 

El narrador melancólico

Creemos que la mirada a la que venimos aludiendo se corresponde con la figura del narrador melancólico: “Cada gota que pegaba sobre el techo de chapa parecía recordarles que el tiempo no hacía otra cosa que pasar y perderse”. Solidario con el sujeto que suele enunciar en los poemas de Bitar, ese narrador capta los objetos en la fosforescencia de su misma podredumbre: “A simple vista, no parece que el Renault esté sucio pero tampoco da la impresión de que pueda mejorar: es un auto viejo, sin ningún remedio”. En el momento en que comienzan a corromperse, se congelan en un instante fetichista como rastros y restos, en una suerte de condensación poética de la narración: “Ahora Luciano pasa la rejilla por la mesa pero los círculos de los vasos y las botellas no se borran (…) Unas marcas que capaz nunca se borren”. Esas interrupciones en el fluir de la historia responden sin duda a un esfuerzo inestable, habitado por tentaciones y tensiones contrarias (“pero así y todo algo del fin de semana siempre volvía a aparecer durante los días de trabajo (…) seguía vivo también en ellos”) y se patentizan en las imágenes de huellas de pisadas en la calle, el vapor que empaña los vidrios de un colectivo, las burbujas de soda que se pierden en su camino a la superficie de un vaso.

Como un arqueólogo de civilizaciones personales y presentes, el melancólico repasa los restos que encuentra a su paso (“todo conservaba el mismo aspecto que hacía dos semanas (…) el único abrigo, un gabán marrón que había pertenecido a su abuelo, colgando de un clavo remachado entre la puerta y la ventana”) en un comedor, un ropero, una habitación o una calle que ha dejado de ser propia, atento a los accidentes menores. Y extrae su saber también precario de esa percepción, que puede confirmarse en la manera con que una mujer tira el humo por la nariz “antes de ponerse a llorar” o contradecirse con la nueva camisa que esa misma mujer lleva.

 

Ritmo, instante e imaginación

El narrador melancólico adhiere a una lógica de lo instantáneo. No es alguien deprimido ni nostálgico (nadie en Luces de navidad cae en añoranzas, aun cuando las circunstancias se presten todo el tiempo), sino más bien un vagabundo que no va a ningún lado, que abre el intervalo de memoria y de espera, que se detiene musicalmente en la cadencia de lo que decae: “En realidad, por cada día que pasa, más extraño es el llamado”. De ahí que el melancólico convierta el hastío en afirmación y resistencia, como resisten las mismas ruinas, a través del ritmo de sus frases. Esa cosa que ya no queda, que permanece en el estado decadente (“la carcasa de un auto imposible de reconocer”), encuentra en la ruina el modo de estar presente y ausente a un mismo tiempo: “–Pero hay que entrar a un lugar donde nada cambió cuando afuera todo es distinto –dice ella (…) Sin que lo hubiera previsto, Matías queda frente a la ropa de su pasado por segunda vez en la noche”. Y es la personalidad del melancólico la que permite vislumbrar esa resistencia en el derrumbe. Habitado por la pasión de la ambigüedad (“pero ahora pensé que era exactamente al revés”), se pasa de un extremo al otro sin intermedio: alguien que regala su ropa, la desea de vuelta; que se pone a beber y deja la botella intacta, o la vacía en el suelo después de unos tragos. Su ánimo se tensa entre el exceso y el agotamiento, el tedio y el arrebato.

Si el mundo cae, parece decir, se puede gozar de su inexistencia en la plenitud del instante: “Ella raspa en el mantel una quemadura de cigarrillo, de la época en que se podía fumar en los comedores”. El instante es el equívoco en el que se tocan el tiempo y la eternidad, y es allí donde suceden los descubrimientos: “Todo lo que veía, a sus costados estaba desapareciendo. Todo lo que veía, por el solo hecho de que él lo estuviera viendo, llegaba a su final.” Descubrimientos poéticos, podríamos agregar. El narrador melancólico es el médium por el cual todo transita de lo muerto a lo vivo, en él se mezclan y articulan todas las diferencias posibles.

Es en el instante donde brota el delirio, la fuerza figurativa del lenguaje tocado por los objetos: “Por atrás del piano se sentían los quemadores de la estufa trabajando a toda marcha y, más atrás todavía, las olas bajas del río, si es que era posible escuchar un sonido tan leve”. La narración se puebla entonces de irrupciones fantásticas: un plato de sopa se vuelve un lago helado; un auto, un paquete; un linyera, un profesor y luego un fantasma; una cara, el rostro de un progenitor.

 

Ese humor

A cada paso asalta el humor en las narraciones de Luces de navidad, porque el humor y la ironía también operan en el instante. La acumulación de diversos registros y elementos de toda índole y la digresión típica de la melancolía introducen la particularidad de ese humor: dos hermanos van por una caña de pescar y un comprador habitual les cuenta una historia inverosímil; un padre espera con su hijo en un pequeño bar y le cuenta una historia que es el cuento del cuento. Digresión que es el desvío de un conjunto en la proximidad del límite de la disgregación y que establece un puente entre dos entredichos, uno actual y el otro por venir. El humor representa lo serio dentro de la burla, siempre hay en él una pizca de desgracia: “El año anterior habíamos viajado al mar por primera vez y me parecía que ser bañero era la mejor manera de no separarme demasiado de la orilla. Piscinas climatizadas en invierno y mar en verano: yo había pensado en todo. Una vida celeste.”

La ambigüedad de una afirmación omnipotente de sí (“Con sólo poner un pie en ese lugar, todo hacía pensar que la respuesta era que sí: que otra vida era posible”) y de una negación desencantada del mundo (“entonces debería aceptar el hecho de que éste sería un verano seco, de aire estático y sin ninguna señal de vida”) proviene de una herida provocada por el abismo de la propia vida y por la devastación que promueve el tiempo. Una fisura en la que habitan un pasado encantado y un presente en descomposición imposibles de conciliar. Imágenes idealizadas que enaltecen el paraíso de la infancia o la juventud (“Si alguien pasaba por afuera y miraba a través del vidrio esmerilado de la puerta, hubiera visto unas sombras reunidas junto a un fuego chico pero poderoso”)  y que tarde o temprano se superponen con la impiadosa realidad del presente (“un fantasma común y corriente”). El humor entonces es provocado por la irrupción súbita de algo disonante y tenso que puede desgarrar los valores arraigados en las mentes de los lectores de cuentos y también, por qué no, en las mentes de los escritores subidos a un escenario.

 

(Actualización noviembre 2014 – febrero 2015/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646