diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Sería una injusticia que la sobreabundancia de textos buenos, malos o simplemente burocráticos que, con motivo de cumplirse 100 años de su nacimiento, han sido dedicados en los últimos meses a Adolfo Bioy Casares hiciera pasar desapercibida la aparición de este libro de Adriana Mancini. Se trata, además, de un libro que permite que la colección “Los escritores van al cine”, dirigida por Gonzalo Aguilar e inspirada en Kafka va al cine, de Hanns Zischler, se transforme verdaderamente en una colección. Cuando salió el libro dedicado a Roberto Arlt, en 2009, lo era en potencia; cuando salió el libro dedicado a Jorge Luis Borges, en 2010, era un conato, una promesa; ahora, en 2014, ya con tres entregas, efectivamente podemos hablar de una colección, una colección que además se agrandará muy pronto con sendos volúmenes dedicados a Victoria Ocampo y a Homero Manzi.
En su ensayo sobre William Beckford, y a propósito de una biografía de ese escritor inglés, Borges, con alguna indignación, afirma:
No es inconcebible una historia de los sueños de un hombre; otra, de los órganos de su cuerpo; otra, de las falacias cometidas por él; otra, de todos los momentos en que se imaginó las pirámides; otra, de su comercio con la noche y con las auroras. Lo anterior puede parecer meramente quimérico; desgraciadamente, no lo es. Nadie se resigna a escribir la biografía literaria de un escritor, la biografía militar de un soldado; todos prefieren la biografía genealógica, la biografía económica, la biografía psiquiátrica, la biografía quirúrgica, la biografía tipográfica. Setecientas páginas en octavo comprende cierta vida de Poe; el autor, fascinado por los cambios de domicilio, apenas logra rescatar un paréntesis para el Maelstrom y para la cosmogonía de Eureka.
Ahora bien, ¿acaso no leeríamos con fruición, por ejemplo, una biografía centrada en las enfermedades de Esteban Echeverría, y no en sus poemas, o en el alcoholismo de Malcolm Lowry, y no en sus novelas, o en la vida sexual de Bioy Casares, y no en sus relatos? Estoy seguro de que la colección “Los escritores van al cine” demuestra con irrefutables argumentos lo falaz de esas afirmaciones de Borges. ¿Por qué, suponiendo que esos conjeturales textos pudieran existir, deberíamos resignarnos a leer biografías meramente literarias de Arlt, Bioy o del mismo Borges? La colección, además, nos persuade de que las vidas como espectadores de cine de esos escritores no solo son fascinantes de por sí sino de que además nos ofrecen nuevas e insospechadas perspectivas sobre la literatura escrita por ellos.
En efecto, y mucho más que en las entregas previas, esto es notoriamente evidente en este libro. Sin necesidad de fastidiosos subrayados, Bioy Casares va al cine nos convence de que reconstruir la biografía de Bioy como espectador cinematográfico –y no se me escapa la serie Bioy, biógrafo, biografía– era una tarea especialmente necesaria para acercarse a su obra. Luego de leer este libro –estoy seguro de esto– el lector quedará convencido de que una de las claves –si no la clave– para acceder a la narrativa de Bioy radica en su vínculo con el cine.
A poco de iniciarse Bioy Casares va al cine, Mancini postula una cifra o compendio de todo el libro:
El cine, entramado en su obra, indispensable en su vida, sombrea un itinerario que abarca desde el rechazo adolescente hasta la entrega adulta e incondicional y va desde el lugar privilegiado del espectador hasta una borrosa actuación a la que alguna vez asistió en una opaca pantalla de algún televisor en el “cuarto de al lado”.
Pero en él, en especial en los capítulos 1 (“De espectador privilegiado a héroe de película: una vida entera”) y 3 (“El cine y la vida cotidiana”), ese entramado entre obra, vida y cine no es simplemente algo que tan solo se afirma, algo que tan solo se predica, sino que, antes bien, es una hipótesis que, admirablemente, Mancini pone en texto, textualiza. De este modo, verbos más o menos equivalentes como “tramar”, “fundir”, “confundir”, “articular” o “enredar” escanden el texto e instalan al lector en una cinta de moebius verbal en la que, a medida que se avanza, no se advierte cuándo se está entre las películas que Bioy veía casi a diario, cuándo en su vida y cuándo en su literatura. Gracias a una rigurosa investigación, a una imaginación crítica prodigiosa y, fundamentalmente, a una escritura inteligente por lo arriesgada, Mancini logra que el lector se zambulla hipnóticamente en una trama espesa, pero no cenagosa, donde se funden o confunden –se enredan inextricablemente– cine, vida y literatura. En este sentido, este libro nos propone que el cine es “frontera” pero también “hilo conductor” entre la vida y la obra de Bioy. El cine es, así, el hilo rojo que enhebra los varios planos en los que se despliega la vida de Bioy, el biografiado.
Esa trama espesa, además, y como en toda biografía que se precie de tal, abarca la “vida entera” de Bioy, desde su niñez y adolescencia –y los cines de la rambla de Mar del Plata a los que su madre no lo dejaba entrar por miedo a que se ablandara– hasta sus últimos años de existencia, en los que la periódica asistencia a las salas de cine que caracterizó –estuviera donde estuviese: en Buenos Aires o en París; en Londres o en Roma– casi toda su vida como adulto fue reemplazada, por culpa de los achaques de la vejez –ese ablandamiento que llega forzosamente con los años, y del que ninguna madre puede protegernos–, por el visionado de películas en su casa, en funciones que organizaban, entre otros, el hijo de la cinematográfica pareja Mirtha Legrand y Daniel Tinayre. De este modo, por primera vez en esta colección, no sólo estamos ante el escritor que va al cine sino que nos acercamos a la contemporaneidad y, entonces, a los escritores que ven cine en su casa. Gracias al VHS, cuando Bioy ya no pudo ir al cine, el cine fue hacia Bioy. Y entonces, al contrario que con las mujeres, merced a una nueva tecnología el cine fue un placer al que Bioy pudo seguir aferrándose hasta los últimos días de su vida.
No son pocos los que, en los más de cien años de historia del cine, han insistido en la particular importancia que cobra en este arte el tiempo. André Bazin, Gilles Deleuze o Andréi Tarkovski, entre muchos otros, reflexionaron convincentemente sobre la índole prioritariamente temporal de lo cinematográfico. El cine, en efecto, es un arte del tiempo. Y, asimismo, el tiempo es un problema central de la narrativa de Bioy: la fugacidad y el intento por conjurarla, la inmortalidad, las temporalidades paralelas o la posibilidad siempre esquiva de manipular el tiempo son motivos recurrentes en sus ficciones y en su proliferante literatura autobiográfica. Así, Bioy Casares va al cine es, también, un libro sobre el tiempo. El problema central del cine –el tiempo– halla en Bioy –o, mejor dicho, en este libro sobre Bioy– al escritor argentino que lo ilumina de modo más legítimo, más pertinente.
En relación con esto, la laboriosa urdimbre del texto hace que, en él, el tiempo se constituya como una categoría hojaldrada. No hay, en Bioy Casares va al cine, un tiempo único sino varias capas de tiempo que se entretejen, se conectan, se interceptan. Por ejemplo, una tarde de domingo de 1982, Bioy va al cine y ve Oblomov, la película de Nikita Mijalkov en la que el protagonista se entrega a la abulia y el desgano y pasa la mayor parte del día durmiendo o recostado en su diván. Luego de ver la película, vuelve a su casa. La “persona que le abre la puerta” le anuncia: “Todo el mundo duerme la siesta”. Las películas son para Bioy –nos dice Mancini– un “oráculo privado”.
En esta misma línea, uno de los momentos más intensos del libro es aquel en el que, inopinadamente, un día de mayo de 1976, el tiempo del cine, el del amor y el de la violencia política más desaforada se entrelazan y, como advierte Gonzalo Aguilar en el “Prólogo”, se “presenta un desvío inesperado en las preocupaciones de Bioy”: un asesinato político a plena luz del día que éste, sin embargo, registra como una escena vista y revista en “infinidad de películas”; aunque, aclara, lo deja “más triste” que las que le deparó su historia como espectador.
Las mujeres, por supuesto, son también protagonistas inevitables de Bioy Casares va al cine: desde las “bataclanas” que, en el enigmático cine Miriam, un Bioy adolescente veía embelesado desde la “fila cero” a las mujeres que, ya viejo, debe resignarse a mirar como espectador. De hecho, Mancini nos cuenta que en un título hoy olvidado de Philippe de Broca, Le cavaleur (una película que narra la vida de un pianista con mucho éxito entre las mujeres), en 1979, con 65 años, Bioy supo advertir “su vida, en versión de daydream”. Además, esta reconstrucción de una existencia que transcurre entre el cine, los libros y las mujeres remite a François Truffaut –a su vida y a sus películas–, un director mencionado varias veces en el libro y que a Bioy le gustaba especialmente. En este sentido, habría que decir que en Bioy Casares va al cine resuena insistentemente el filme de Truffaut El hombre que amaba a las mujeres, y de hecho –no creo estar exagerando– podría pensarse este libro como una rescritura sudamericana de esa inolvidable película de Truffaut.
En la última página, como cierre, Mancini nos regala la siguiente anécdota: una tarde de septiembre de 1986, obligado por la insistencia de Silvina Ocampo, que no quiere quedarse sola en su casa, Bioy se ve obligado a abandonar su proyecto de ver Hannah y sus hermanas, de Woody Allen. Ante este contratiempo doméstico, escribe en su diario: “Temblando de rabia me quedé sin cine”. Al terminar de leer esa anécdota, mi reacción –y conjeturo que la de otros muchos lectores será la misma– fue bastante similar a la de Bioy; me dije, con rabia, “me quedé sin libro”.
(Actualización noviembre 2014 - febrero 2015/ BazarAmericano)