diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Este libro de Giorgio Agamben se compone de dos textos íntimamente relacionados por su cercanía temática. En primer lugar, por una reflexión que intenta comprender “la decisión del Papa Benedicto XVI”, denominada El misterio de la Iglesia. En segundo lugar, por una conferencia pronunciada por Agamben el 13 de noviembre de 2012 en Friburgo (Suiza) en ocasión del otorgamiento del premio honoris causa en Teología, titulada Mysterium iniquitatis. En ambos textos se reflexiona acerca del significado político del tema mesiánico sobre el fin de los tiempos.
Si de lo que se trata es de problematizar los conceptos teológicos secularizados que dan fundamento a nuestras instituciones políticas, reconstruyendo los contextos que le han dado génesis, de manera de poder dilucidar mejor su derrotero actual; el caso de la abdicación del Papa Benedicto XVI, se muestra en este sentido, como ejemplar. Aunque, para comprender esta ejemplaridad, es preciso primero, reenviar esta “gran renuncia” al “contexto teológico y eclesiológico que le es propio”. El gran gesto realizado por Benedicto XVI, repetición equivalente del perpetrado por Celestino V, es interpretado por Agamben como un intento por llamar la atención acerca de la necesaria distinción entre “dos principios esenciales” que estructuran nuestra tradición “ético-religiosa”. Estos principios, cuya diferenciación resulta fundamental –más aún en nuestras sociedades que parecen, respecto de ellos, “haber perdido toda conciencia” – son legitimidad y legalidad, o en un lenguaje más afín a los juristas medievales, entre auctoritas y potestas.
Para Agamben la caída en la ilegalidad de los poderes y de las instituciones actuales de nuestras sociedades, se genera a partir de que dichos poderes e instituciones han perdido conciencia de su legitimidad. De ahí el problema de que una crisis del fundamento, es decir, de la legitimidad, no sea susceptible de ser solucionada ni saldada por la sola vía del “plano del derecho”. Resulta entonces “insuficiente”, el intento que realiza la Modernidad en su pretensión de hacer coincidir legalidad y legitimidad, de manera de poder refugiarse bajo el amparo del derecho positivo. Pero también la formulación opuesta es problemática, cuando la legitimidad prescinde de la legalidad, los efectos suelen ser devastadores. Agamben entiende que las instituciones que rigen una sociedad se mantienen con vida, sólo si estos dos principios esenciales de su estructuración permanecer siempre presentes, sin llegar jamás a la confusión o a la superposición, uno sobre el otro, de su actuación.
El gran gesto que Benedicto XVI ejecuta es, según Agamben, haber puesto en cuestión “el sentido mismo de su título” a pesar de ser el jefe espiritual y político de “la institución que ostenta el más antiguo y pregnante título de legitimidad”. Benedicto en cuanto líder de la institución con más antigua legitimidad, y frente a una curia que “sigue obstinadamente las razones de la economía y del poder temporal”, elige utilizar “sólo el poder espiritual” para cuestionar a la Iglesia desde sus mismos cimientos y raíces. Para Agamben la abdicación se comprende cuando se la inscribe sobre la base de este cuestionamiento radical.
Ahora bien, esta determinación radical de Benedicto XVI, para ser debidamente valorada, necesita ser contextualizada en el plexo de referencias que articulan el modo en que el Papa piensa a la Iglesia. Para concretar este fin, Agamben, dirige su mirada hacia dos textos de la tradición teológica de la Iglesia católica. Por un lado, hacia el Liber regularum de Ticonio, teólogo que vivió en África en la segunda parte del siglo IV y que ha influido decisivamente en los primeros trabajos del joven Ratzinger; y por otro lado, hacia el célebre texto de la carta II tesalonicenses de Pablo. Por intermedio de esta doble referencia, Agamben intenta reponer el problemático contexto desde el cual debe ser leída la abdicación y su supuesta ejemplaridad. Aquí es donde cobra sentido el título y subtítulo del volumen, pues el gesto del pontífice nos reenvía al problema de la relación existente entre la cuestión del mal y el final de los tiempos.
La Iglesia debe volver a pensarse en referencia al tiempo del fin. Reencontrar en el horizonte escatológico su sentido espiritual y temporal. El problema del mal, su misterio, conducen la reflexión hacia la carta paulina donde se enuncia la parusía, es decir, la segunda llegada de Cristo que debe darse por mediación y participación de dos personajes, que en las cartas del Apóstol, se muestran absolutamente crípticos y enigmáticos desde su misma formulación. Ellos son, el ánomos, “el sin ley” o el hombre de la anomia (identificado a partir de Ireneo con el Anticristo), y el katékhon, “aquel o aquello que retiene” y que por lo tanto, debe ser quitado de en medio para que todo sea finalmente revelado (identificado según una tradición con el Imperio romano, y según otra, con la misma Iglesia).
Por otra parte, lo fundamental de las tesis de Ticonio y que Benedicto parece compartir y aludir con su gesto, es la concepción de que la Iglesia, en tanto que única esposa de Cristo, es una identidad conjunta de bien y mal. Una sola ciudad, un solo cuerpo que incluye en sí mismo, lo diestro y lo siniestro, lo pío y lo impío. De manera que, la Iglesia será de Cristo y del Anticristo hasta el instante final en el que irrumpa la gran discessio que distinguirá definitivamente, los unos de los otros, al final del tiempo. Pero a su vez, Ticonio forma parte de la tradición que ha interpretado al katékhon, aquello que retiene y retarda la llegada de la parusía, como siendo la misma Iglesia y no el Imperio romano como ha hecho una segunda tradición, que si bien iniciada en Jerónimo, sigue manteniendo una vigencia presente en figuras como Carl Schmitt. Para Agamben, la concepción de Ticonio y de Benedicto, hace hincapié en un peligro mayúsculo, pues si no se comprende la inherente división interna del cuerpo de la Iglesia, no sólo se retiene la llegada de la parusía, sino que mucho más fundamental aún, se corre el riesgo de excluir definitivamente la segunda venida de Cristo.
El ánomos, el impío que se opone y levanta contra el hijo de Dios, según afirma el texto paulino, no puede aparecer hasta que el katékhon que retiene sea quitado de en medio. Pero esto que retiene es, a su vez, parte integrante de la misma Iglesia. El misterio del mal, actúa temporal y dramáticamente en el cuerpo eclesiástico desde su principio y hasta el fin de los tiempos. Es por esta razón, que Benedicto XVI, al inscribir su dimisión en este registro temporal, intenta volver a situar a la Iglesia en la trascendencia de un horizonte escatológico que le es propio. La decisión del pontífice viene a demostrar que el problema que se refiere a las cosas últimas sigue actuando subterráneamente en la historia de la Iglesia. Nuevamente Agamben parece contraponerse a Schmitt, para quien la escatología conformaría una “parálisis de los eventos históricos”, en la medida en que la idea del fin obturaría la acción. Por el contrario, el pensador italiano interpreta que el “sentido de las cosas últimas” tiene que guiar y orientar “la acción de las cosas penúltimas”. La acción dramática de esta temporalidad que se juega históricamente, es entendida como una puesta en juego constante de las cosas penúltimas respecto del fin. El drama histórico, en curso en todo momento, expone los destinos humanos respecto de “la salvación o la ruina de los hombres”. Por lo tanto, lo significativo no sería tanto el fin del tiempo como el tiempo del fin.
(Actualización noviembre 2014 - febrero 2015/ BazarAmericano)