diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Poco sabemos del protagonista de esta novela; se fue joven de Porto Alegre para nunca regresar, tuvo un paso fugaz en la televisión como actor de telenovelas, lo aqueja un mal desconocido que va derrumbándolo a cada paso y en sordina. Un hombre desgajado del mundo, sin familia ni historia, que avanza por poblados del sur de Brasil en estado febril, digámoslo con una imagen: el hombre se inclina con la punta del mantel en el puño cerrado y en su caída arrastra todo lo que está puesto sobre la mesa.
La reseña podría terminar ahí. Ese derrumbamiento del agotado contrasta con las aperturas textuales de un protagonista que cuenta su propia decadencia con la pasión de un entomólogo. Esas aperturas tienen como base, como módulo, el párrafo corto y siempre central en su sentencia; como si cada párrafo, en su totalidad, pudiera ser el último. La novela, así, progresa en regresión. Cada párrafo es un gramo de tierra que edifica el túmulo.
En fin, figuraciones que rodean la arquitectura de esta novela por espacios abiertos donde otros personajes se mueven por intereses de supervivencia. Y esa arquitectura adquiere su esplendor siniestro cuando el doctor Carlos expone, en el escenario de una amputación, que “vivimos en un mundo de estructuras. Como en cualquier otra, cuando se extrae una parte de la estructura ósea toda la estructura se ve afectada”. Casi una poética del desprendimiento y la pasividad que arma y desarma este libro.
Muerte, sexo y persecución van enredándose en una trama sinuosa, donde las sorpresas dejan paso a la opresión y a las relaciones de poder. Quien conoce busca las maneras de la posesión y sólo las situaciones imprevisibles tienen la llave para que el protagonista pueda seguir su camino.
Uno podría pensar que todos esos personajes que van hilando la vida del protagonista acordaron de antemano acompañar al que busca su lugar en la fila de los muertos; que son marionetas o menos que empleados de una fuerza destructiva, y que van reconduciendo el zig zag de un hombre que dilapidó sus recursos. La idea de un acuerdo previo es, por lo menos, perturbadora; digamos que el protagonista los roza en su derrumbamiento.
Si cada viaje novelesco es –en primera instancia– un impulso vital, en Hotel Atlántico asistimos a un decolaje mórbido; se trata más bien de un carreteo a medias voluntarioso, a medias consciente, hacia la oscuridad. “Era como si me hallara inmerso en la noche más oscura”, dice el protagonista justamente cuando está inmerso en la noche más oscura. Donde cada suceso pareciera estar aislado de la suma de experiencia; donde vivir es poco menos que atestiguar, aunque en la huida y a minutos de caerse despierte, por mínimo que sea, un deseo.
Deseo: el cuerpo a medias, a punto siempre de la defraudación. Un territorio de excrecencia mística, una mística apenas envolvente, como las revelaciones de Sebastião, el enfermero –figura central, de una potencia semejante al enfermero-entrenador que conocimos en Perros héroes, relato de Mario Bellatin– que sostiene al protagonista y al sostenerlo permite que el viaje siga significándose.
No sé si hay un equivalente brasilero para el chahuitztli, hongo que consume a la planta de maíz hasta secarla y por extensión refiere a “la peste” que le cae a alguien y exige que el caído en desgracia deje todo y se mueva, alejándose, hasta que aparezcan indicios de que el mal, por fin, se ha retirado. Algo de eso tiene el protagonista de Hotel Atlántico: le ha caído el chahuistle, ahora el protagonista es un atractor de lo terrible por donde vaya; lo terrible contaminante, recibido como un esplendor vital que transfigura en opaco, en lo que no se salvará.
Con el aliento del final, João Gilberto Noll (Porto Alegre, 1946) ha construido –de hotel a hotel, que es decir de ninguna parte a ninguna parte– un réquiem impecable.
(Actualización septiembre - octubre 2014/ BazarAmericano)