diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Son conocidos por la mayoría de los lectores aquellos breves ensayos de Walter Benjamin donde dio cuenta de la imposibilidad de la experiencia en el mundo contemporáneo. Una enorme tradición se configuró alrededor de ese enunciado, a la par de una larga polémica que, entre varios, Daniel Link retomó en su libro Fantasmas (2009) a partir de un diálogo con los postulados de Giorgio Agamben respecto del problema. Alexander Kluge, en El contexto de un jardín (2014), recientemente editado por Caja Negra, vuelve sobre él para repensar dónde es posible la experiencia en el pasaje del siglo XX al siglo XXI, a partir de diversas intervenciones que realizó en público como cineasta, escritor o director y dueño de un canal de televisión independiente.
Kluge menciona una sola vez en este libro a Walter Benjamin, y de manera lateral. Por eso, tal vez, el retorno a este viejo problema se realiza a partir de un desvío que da vuelta completamente la cuestión, al menos desde donde acostumbrábamos leerla. Porque la imposibilidad de la experiencia se convierte en potencia, pura afirmación de la posibilidad de intercambiar experiencias luego de diversas catástrofes, incluso de las más recientes: el atentado de las Torres gemelas en Estados Unidos, el 11S. Un acontecimiento que, para nosotros, resulta, al menos, sospechoso en relación con las catástrofes que eligen Benjamin, Agamben o Link para repensar las (im)posibilidades de la experiencia; pero que, sin embargo, en Kluge opera como uno de los posibles nudos que hace visible el problema.
Ese retorno se hace desde una perspectiva polémica que se sobredimensiona en el pliegue discursivo que Kluge realiza, por un lado, desarmando el pensamiento iluminista de Kant y, por el otro, releyendo –y usando– la Dialéctica de la Ilustración de Adorno y Horkheimer. Es decir, genera un pliegue entre el problema de la experiencia y aquello que Ulrich Beck ha llamado “Ilustración forzosa” del mundo globalizado (La sociedad de riesgo mundial).
En el también emblemático ensayo de Kant “¿Qué es la Ilustración?” (1783), éste define la Ilustración como la salida del hombre de la minoría de edad. Esta salida, sabemos, se realizaría a partir del uso de la razón. Pero Kant entendía que al filósofo le competían dos modos de uso, bien separados: uno público y otro privado. El primero se definía como aquel en el cual la capacidad de razonar se ponía al servicio de un superior: es un uso instrumental y utilitario bajo un mando, sin libertad. En cambio, el uso privado implicaba la posibilidad de un libre ejercicio de la razón con el objeto desinteresado del conocimiento, cuyos resultados se deberían someter a un intercambio con pares, pero sin restricciones. Esta distinción kantiana en Kluge es erosionada, porque, según entiende, el intercambio de la experiencia se hace posible y efectiva, hoy, en la esfera pública, incluso, en una tensión diferencial con las hegemonías que allí se reproducen, porque “asistimos actualmente a una batalla por la esfera pública. Una batalla librada a través de un medio dominante: la televisión”. De ahí que para Kluge al autor contemporáneo no le competen las divisiones de usos que Kant sostenía, sino que la única posibilidad de intercambios de experiencia es por medio la confrontación en (y ocupación de) la esfera pública, incluso en la televisión.
Este ejercicio per se implica una reformulación de la negatividad ante la Ilustración (“forzada”) de Adorno y Horkheimer. Porque no se trata de una apuesta por la negatividad, sino por el énfasis afirmativo de la acción en medio de la esfera pública (dominada por la televisión y también por Internet). Kluge entiende que si la Ilustración generó y genera una máquina de reproducción de discursos que automatiza el consumo y la conciencia de los hombres, la salida no es solo el retiro a una buhardilla desde donde pensar y mirar de soslayo el proceso de hegemonía de los discursos en la esfera pública, sino su intervención, siquiera mínima y hasta marginal, pero desde los mecanismos en donde la discursividad del poder se impone como esfera pública. Es decir, se trata de introducir una diferencia en la misma esfera pública y en sus canales; una que no es solo temática, sino, también, formal. Es un uso de la esfera pública para sacarla fuera de sí a partir de una pequeña válvula de escape, haciendo posible, en las entrañas del monstruo, la visibilización de un disenso que pasa a formar parte de un intercambio de confrontaciones, no para disputar la discursividad y formas de la esfera pública, sino para estallarla en multiplicidades irreductibles, abriendo una virtualidad infinita más allá del consenso y de lo estereotipado que en ella pueda imponerse. En definitiva, hacer posible en esa esfera una apertura que pueda dar cuenta de las diferencias respecto del mundo y en el mundo.
Es por eso que Kluge, no solo en su figura (cineasta, escritor, director, propietario y productor de un canal de televisión) postula la necesidad de una nueva figura autoral mucho más versátil y permeable a las intersecciones que a los adentros disciplinares. Es decir, la figura de un agente inespecífico que produzca desplazamientos y disensos entre los espacios que atraviesa con su accionar. Un autor que, a partir de su errancia, se aproxime más a un jardinero que a un domador:
“En el arte hay dos tipos de caracteres: el domador y el jardinero. Sé que en el circo los domadores tienen mayor probabilidad de salir airosos; sin embargo, en lo que hace a mis películas y mis libros, me comporto como un jardinero apasionado. El contexto de un jardín: eso es el montaje. Tal como yo lo concibo, uno no recurre al montaje por pura sed de poda sino a sabiendas de que algo puede crecer por sí mismo.”
El autor domador que quiere someter todo su trabajo bajo un control estricto, conducente a un resultado y bajo la consigna de un programa es, para Kluge, la figura que se contrapone al autor jardinero que sabe que, cuando se encuentra en un jardín, se pueden sembrar semillas y tratar de modelar algunos detalles o podar algunas matas, pero los árboles y su jardín-obra crecerán por sí mismos, independientes de su voluntad. Por ende, este autor jardinero también sabe que en la esfera pública, se puede intervenir en el ritmo vertiginoso del contacto, del disenso y del intercambio que, acaso, también haga crecer un jardín con diversas especies por sí solo, sin que sus agentes sean conscientes de haber generado, así, un modo de comunidad en las diferencias. Por lo tanto, la ilustración y la experiencia, para Kluge, lejos de un didactismo transmisivo y cosificador funcional al poder, parecen entenderse como las posibilidades de apertura para un mundo de nonatos que sin embargo se hacen lugar en él y nacen igual insistiendo con sus diferencias irreductibles respecto del mundo de los ya nacidos.
(Actualización septiembre – octubre 2014/ BazarAmericano)