diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1.
Una hija y una madre, atrincheradas en una casa que se viene abajo. Dos mujeres metidas en una espacialidad peculiar, adentro sólo hay falta, ausencia, afuera: el desborde. La comida se acaba y los mosquiteros ya no resisten tanta insistencia. De un momento a otro lo que no debería entrar va a estar adentro y para colmo no van a quedar excusas para no salir.
Siempre dos y no otra cosa, girando en torno a la posibilidad de un corte, flirteando con la idea de abandonar la dupla, apagar el ruido de la otra voz siempre ahí, al lado, arriba, cerca, de tan intensa la proximidad es insoportable y como la fuerza (o vaya a saber qué cosa) no alcanza para calar hondo, irse con todo, como quien sale a la superficie a respirar, se montan simulacros: “Mamita, mamita, pregunto de casa en casa. Mamita, mamita, pregunto en los almacenes. Siempre el mismo acto, mamá abre la ventana, hace ruidos de catástrofe pero al final estaba viva, y yo me sacudo durante días.”
Resulta frecuente que en algunos juegos populares entre los niños, participe un elemento llamado “casa” que funciona como refugio, el lugar en donde el policía no puede atraparte, ni la mancha puede tocarte, etc. Las protagonistas de La débil mental parecen haberse tomado tan a pie juntillas la metáfora de la casa que, o bien no pueden irse o se van sin poder dejar de volver. La madre ya no puede pensarse sin pensar a su vez en la casa, la hija realiza una huida cuyo único propósito parece ser el del retorno.
La débil mental puede leerse como la imposibilidad de escisión entre una hija y una madre, la conformación de un dúo tan absoluto que no resiste la existencia de un tercero. Y aquello que sobra se quita, como si se tratase de tareas de jardinería. Si hay trincheras hay guerra y toda guerra deja un saldo.
2.
El clima de la novela es el de “momentos antes del fin del mundo”. Dos mujeres que esperan que llegue el final mientras se tajean con palabras, mientras nada pasa y los tajos se hacen hondos y hay cada vez más gritos y cada vez menos comida.
Uno de los extremos de la violencia se encuentra en ese abuso: la voz de la madre al galope de la voz de la hija, habitando a la hija, aferrándola a esa casa. La dicotomía inicial del adentro y afuera en relación a la casa se traslada a la dupla femenina protagonista. La novela de Harwicz avanza rauda y arrasa con cualquier idea de límite que separe a esta madre y esta hija, fatalmente dos, nunca una, un dúo feroz.
De hecho, a lo largo de la novela, aparecen algunos lugares comunes del cine: el después de la catástrofe, el momento en que los rescatistas les dan frazadas y café caliente a los sobrevivientes; una clara referencia a Telma & Louise, con doble ración de trasgresión y vehemencia extra.
3.
La débil mental se puede describir como una serie de escenas consecutivas en un orden que por momentos parece caprichoso, que siempre parece dominado por el desborde, una linealidad que se quiebra y se recupera sistemáticamente; fragmentos de fragmentos, un manojo de pequeñas brutalidades, y cada una comienza con las primeras palabras impresas en letras mayúsculas.
La imagen de “leer en silencio” implica la idea de que hay una voz que se utiliza al leer. Se da por sentado que cuando se lee sin emitir sonido, se pone en marcha una voz leyendo en un volumen sólo audible para ese lector. Puestas las cosas de este modo, se puede pensar en una voz de alcance interno, cuyo volumen se puede intuir “plano”.
La elección de las mayúsculas en las primeras palabras de cada escena de La débil mental, eleva ese “volumen interno”, dando lugar a un lector que lee a los gritos (ahora más paradójicamente) en silencio. Tal como en el universo virtual, las mayúsculas actúan como pie gráfico del grito.
La novela de Harwicz está narrada con ritmo frenético, en una sucesión de gritos. Por momentos el tono se acerca al del loco que anuncia el fin del mundo, por momentos el tono es de un lirismo vehemente. Una voz anidada en el margen que canta canciones gritadas sobre su colección de objetos de deseo. La débil mental es un intento imposible de monólogo, la sucesiva intromisión de esa otra voz, la feroz constatación de que la voz está absolutamente tomada por otra voz: “Tengo esta locura mamá, de arrancarme los ojos y el corazón cuando el deseo me hace perder la cabeza y la conciencia. Calláte barroca. No seas chancha querés.”
4.
El atrevimiento narrativo (decididamente acertado) de Harwicz, consiste en tensar el hilo discursivo hasta el extremo ilusorio de “narrarlo todo”, como una fotografía que pudiese captar todos los planos de esa voz y sus sucesivos puntos de obsesión.
Resulta brutal la brevedad de cada escena, Harwicz abre el telón y lo vuelve a cerrar casi en el mismo movimiento. Como si la autora estuviese jugando con una linterna en una habitación completamente a oscuras e iluminase, ahora aquí, ahora allá y así sucesivamente, como si se tratase de una película cuyos parlamentos fuesen realmente muy extensos y las líneas del subtítulo estuviesen ligeramente aceleradas. Como si la cámara tomase únicamente primerísimos planos y se agitase al ritmo de la intermitencia lumínica de un boliche. Como si el pulso narrativo estuviese siendo dictado por una voz que tiembla y una mano que tamborilea los dedos una y otra vez, una y otra vez. La débil mental avanza a paso bestial y firme, a latigazos en plena cara.
(Actualización julio – agosto 2014/ BazarAmericano)