diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
/  Osvaldo Aguirre

Carlos Ríos
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Disparatelandia
Payasadas, de Kurt Vonnegut, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2014.

Empecemos por el nombre. En su idioma original Payasadas se llama Slapstick. La palabra es bien conocida por cualquier aficionado a la comedia y el cine: hace referencia a un universo específico, formado por un conjunto de películas y creadores renombrados, un marco histórico, una feliz tendencia al descalabro, una bibliografía en crecimiento constante y una gloria merecidísima, conseguida entre tropiezos y tortazos. Slapstick es la palabra que aparece siempre cerca de Chaplin, de Harold Lloyd, de Buster Keaton y de los Marx. O sea: cerca del caos, la risa y la belleza. También aparece cada vez que se habla del genial dúo cómico formado por Stan Laurel y Oliver Hardy, a quienes Kurt Vonnegut dedica su novela y define como “ángeles de mi tiempo”. 

Como las películas de sus ángeles, los libros de Vonnegut están hechos con la convicción de que en el universo no hay orden, sentido ni necesidad. Como se puede leer en Payasadas: una vida es una racha de accidentes. Contingencialista radical, para hablar de Vonnegut no hay adjetivo más obvio que imprevisible. Todo puede ocurrir en sus novelas porque los acontecimientos no están relacionados entre sí por vínculos especialmente enérgicos: entre pagar el gas y viajar a otro planeta existe el mismo lazo ontológico que entre levantarse y desayunar. La Historia, se lee también en Payasadas, no es más que una lista de sorpresas, por eso cuando alguien dice que hay que conocer el pasado para no repetirlo solo provoca carcajadas.

Payasadas cuenta la historia de Wilbur Rockefeller Swain (luego Wilbur Narciso-11 Swain). Deforme, gemelo de una mujer con la que forma una mente única y genial, médico pediatra, último presidente de los Estados Unidos, Wilbur –que tiene cien años y una nieta adolescente– escribe su autobiografía en las ruinas del Empire State Building, en unos Estados Unidos post-apocalípticos en los que existen el reino de Michigan, el duque de Oklahoma y un Parque Nacional de los Rascacielos. La ciencia ficción es una costumbre de Vonnegut. En Las sirenas de Titán un personaje viaja por el espacio y se materializa en la tierra una vez cada tantos días. El protagonista de Matadero cinco pasa parte de su vida en un planeta llamado Trafalmadore, en una especie de zoológico. En Cuna de gato, una nueva sustancia, el Hielo 9, podría solucionar algunos problemas del ejército y terminar con la Tierra. En Desayuno de campeones hay una decena de microrrelatos que tratan de científicos que encuentran la manera de reproducirse en la sopa de gallina o de planetas en los que la creación no se detiene nunca y la extinción del oso panda es motivo de fiesta. Por su parte, Payasadas está llena de elementos distópicos: Manhattan es ahora la Isla de la Muerte, la calle Treinta y Cuatro es una selva de ailantos, el cielo es amarillo y la población ha sido diezmada primero por un cataclismo gravitatorio (provocado tal vez por chinos miniaturizados) y luego por pestes como la gripe albana y la Muerte Verde. El tono en general grave de las distopías, sin embargo, le deja su lugar a una modulación descomedida y paródica. Esto es: vonnegutiana.     

En el prólogo, Vonnegut dice que Payasadas trata “sobre ciudades desoladas, canibalismo espiritual, incesto, soledad, carencia de amor, muerte y demás”. Es un buen resumen. Se podría agregar: trata sobre el riesgo que conlleva la existencia de profesionales, sobre Estados Unidos, la monstruosidad, la estupidez, el aburrimiento, los ansiolíticos y el lugar de los hijos en un mundo sin fundamentos. Como buen escritor estadounidense, la figura del padre es uno de los temas centrales de Vonnegut. Sus libros constituyen un catálogo de huérfanos. Siempre hay en ellos una escena de abandono: Dios o papá te dejan solo. Por no hablar de América. En Payasadas, el dólar de plata que Washington hizo volar sobre el río Rappahannock se convierte en una tapa de alcantarilla arrojada desde la terraza del Empire State. La Constitución es “una receta infalible para la desdicha”. La tumba del General Grant está metida en un lío de corrupción. La lección americana por excelencia no tiene que ver con la comunidad proclamada por libros y padres fundadores sino con el egoísmo más cerril: “ráscate con tus propias uñas”. Es cierto: todo esto suena un poco obvio, un poco fácil. Lo que lo salva de su propia elementalidad es que es salvaje. Vonnegut no es un revisionista; no hay nada edificante en su literatura, nada justiciero. Digámoslo así: Vonnegut no escribe para redimir la historia –ese chiste macabro– sino para jugar con sus restos.

En el mundo de Vonnegut no hay Dios. Lo más cercano es Dostoievski. Pero después de la Segunda Guerra –después de Dresde e Hiroshima antes que después de Auschwitz– algo pasó, y ni siquiera Dostoievski puede decirnos algo consistente sobre el mundo en que vivimos. En Matadero cinco un personaje afirma que todo lo que se puede saber sobre la vida está en Los hermanos Karamazov. Y a continuación añade: “Pero eso ya no es suficiente”. De ahí que el mundo horrible, cruel y disparatado de Vonnegut pueda definirse adecuadamente como ese lugar para el que ni siquiera Dostoievski alcanza. Payasadas vuelve a mencionar al maestro ruso. Le atribuye la siguiente cita: “un recuerdo sagrado de la infancia tal vez sea la mejor educación”. Y enseguida agrega algo, porque (lo sabemos) ya no es suficiente: “Se me ocurre otra educación rápida para un niño, que a su manera es igualmente saludable: conocer a un ser humano que goza de enorme respeto en el mundo, y comprender que es persona es en realidad un demente maligno”.     

En el momento más famoso de El guardián en el centeno, Holden le pregunta a un taxista dónde van los patos del Central Park en invierno, cuando el lago se congela. Si el taxista fuera Vonnegut le contestaría: no importa dónde vayan, no encontrarán refugio. Y agregaría, en un intento paternal muy de su estilo: si te asusta que no quede nada en pie siempre podés recurrir al humor o al suicidio, que son las únicas cosas ciertas que hay en este circo. Vonnegut, que fracasó una vez con la segunda opción, triunfó unas cuantas con la primera, y si bien Payasadas está lejos de sus mejores novelas, también es verdad que ofrece páginas disfrutables y echa luz sobre aspectos centrales de su literatura. A veces ocurre que los mejores libros de un escritor no son los más indicados para ofrecer una idea clara de su trabajo (tal vez por eso sean los mejores), mientras que otros, menos conseguidos y hasta triviales, funcionan, por el contrario, como verdaderos mapas de lectura. Además de justa y emocionante, por reconocer el genio de dos cómicos increíbles, la dedicatoria a Laurel y Hardy de Payasadas es muy instructiva, porque permite percibir en Vonnegut un modo singular del absurdo, y hasta ponerlo en relación con otros artistas, como Jerry Lewis, que cultivaron un humor igual de corrosivo y delirante.

Payasadas es la tercera novela de Vonnegut que edita La Bestia Equilátera. Como las otras dos –Cuna de gato y Desayuno de campeones– fue traducida por Carlos Gardini y su tapa, dibujada por Liniers. Agradecemos el trabajo realizado y quedamos a la espera de una reedición de Madre Noche.

 

(Actualización julio – agosto 2014/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646