diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Los dos ensayos que componen este pequeño y sustancioso libro de Rancière tienen su impulso de escritura en la exposición “Ante la Historia”, organizada en 1996 por el Centro Georges Pompidou. “Sentidos y figuras de la Historia” formó parte del catálogo. “Lo inolvidable” (publicado en 1997) nació a partir de un conjunto de películas que el Pompidou programó en forma paralela a la exposición. Los materiales con los que trabaja Rancière proceden de la pintura y del cine; en sus páginas están escritos los nombres de Otto Dix, Kokoshka, Warhol, Fautrier, De Chirico, Lanzmann, Godard, Marker, Straub y Farocki, entre muchos otros. Pero su búsqueda no pasa por comentar obras y autores (cosa que hace, por supuesto) sino por examinar en el ámbito propio de cada arte una inquietud estética y una inquietud política: cómo se relacionan la pintura y el cine con la historia y cómo puede sobrevivir la historia en un tiempo que quiere sacársela de encima.
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En “Sentidos y figuras de la historia” Rancière pone en juego los conceptos centrales de su indagación. Primero establece los sentidos en los que decimos la palabra historia y luego los cruza con algunos caminos de la pintura moderna: sus poéticas y sus modos de ser históricas.
Los sentidos son cuatro.
El primero entiende la historia como una colección de ejemplos que sirven de modelo y advertencia: una memoria de virtudes y vicios que en algún momento encuentran un nombre propio para expresarse -Belisario, Brutus, Mucius Scaevola- y funcionan como espejo de acciones para aquellos que tienen en sus manos el destino de la fe y de los gobiernos. Sin dudas, el ejemplo es universal, porque universales son las virtudes y los vicios; pero en verdad esta historia solo les habla a aquellos que ocupan un lugar digno de posteridad, semejante al que ocuparon los personajes que les sirven como ejemplos. Es una historia de y para los hombres de fama. El segundo sentido que identifica Rancière es el aristotélico: la historia es un argumento, un entramado de acciones que guardan entre sí relaciones de solidaridad y jerarquía. Estos dos sentidos tienen mucho en común. Por una parte, funcionan bien conjuntamente: un argumento permite a los exempla peso dramático y poder de interpelación. Por otra, tienen un vínculo profundo, histórico en un sentido que todavía no se dijo: constituyen un paradigma clásico que entra en crisis con el romanticismo.
El cisma romántico no implica ninguna desaparición. Al contrario, los sentidos clásicos no dejarán de retornar en la modernidad para impugnar los sentidos nuevos, para intentar expresarlos o para combinarse con ellos y producir figuras novedosas, extrañas a su propio pasado. Pero es cierto que algo fundamental cambia con el Romanticismo: a partir de entonces los sentidos de la historia se dirán en la Edad de la Historia. Nuestra H mayúscula expresa en general la dimensión inabarcable de la visión romántica. La Historia todo lo alcanza pero nada la dice totalmente; somete la individualidad y lo pequeño al viento arrasador de las épocas y los destinos colectivos. Finalmente, el cuarto sentido aislado por Rancière está ligado al Romanticismo por pertenecer también a la Edad de la Historia. Pero no tiene nada de épico. Reconoce Historia en cada historia y encuentra entonces una huella del tiempo digna de ser interrogada en todo lo sensible. Incluso nuestra intimidad, nuestro modo de percibir y de estar solos, pertenecen a la historia. Por eso mismo cualquiera de nosotros puede expresarla.
Estos son los cuatro sentidos de la historia. Una vez establecidos Rancière reflexiona sobre las maneras en que la pintura moderna los hace entrar en relación con sus propias potencias. Estas potencias toman el nombre de tres poéticas. El simbolismo abstracto viene de Mallarmé y encuentra su pintor en Kandinsky; opone a la imitación de los seres y las cosas la expresión de ritmos y relaciones. El simbolismo expresionista tiene su teórico principal en Schlegel y dos figuras destacadas en Otto Dix y Jean Fautrier; procura liberar de las materias su propio espíritu, escuchar sus exigencias y posibilidades, convencido de que las formas y los temas no son independientes de sus soportes (que en realidad no pueden llamarse así). El (sur)realismo viene de Flaubert y se puede observar en las pinturas de Carel Willinck; disuelve las convenciones representativas no en la abstracción o la presión matérica sino en un mar de continuidades y sustituciones, entre el sueño y la vigilia, entre la figuración y la desfiguración, entre el realismo y la magia, entre lo humano y lo no humano.
Más allá de sus diferencias, las tres poéticas -que surgen como formas irregulares de una materia espesa antes que como ítems de una clasificación estricta- tienen en común el modo en que existen históricamente. La pintura moderna ofrece a la historia una doble respuesta. En primer lugar contesta a su propio pasado al deponer los criterios que regían la representación clásica. Rechaza el principio de diferenciación que exige adecuar el estilo a los distintos temas, y también su opuesto y complementario: el principio de indiferenciación que exige la aplicación de las mismas reglas a cualquier materia. En sus manifestaciones más drásticas rechaza toda figuración. El (sur)realismo trabaja sobre todo contra la primera regla; el simbolismo expresionista contra la segunda y el simbolismo abstracto contra la idea misma de representación.
Las tres poéticas participan de una Historia (en el tercero de los sentidos) que no aceptan como tal, y a la que dejan en pie solo como ruina o fragmento (es decir, lista para el cuarto de los sentidos). De ahí que la segunda contestación que la pintura moderna le ofrece a la historia sea más general y riesgosa. Además de extraer del domino clásico el color, el trazo, la forma, la perspectiva y el volumen; y además de ampliar el conjunto de las materias del arte hasta incluir virtualmente todo lo existente, la pintura moderna recusa el tiempo mismo en que surge y se desenvuelve. No el tiempo en tanto tal –que, por el contrario, tiene en ella un resguardo– sino las razones que aduce para existir tal como existe. La pintura moderna le niega legitimidad a la historia que está detrás de su propio nacimiento, y en esa negación expone su propia historicidad de modo dramático. En este punto Rancière puede recordar un poco a Adorno. Pero en su mirada la negatividad del arte moderno no conduce al silencio sino a la multiplicación de los lenguajes. El arte moderno no se lanza a “la rarefacción y la afasia” sino que hace hablar a la historia –en todos sus sentidos– de manera rarefacta y afásica. No se suprime ante lo irrepresentable sino que se renueva en busca de formas expresivas capaces de enfrentar el horror que lo amenaza.
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“Lo inolvidable” indaga en los mismos temas que “Sentidos y figuras de la historia” pero no desde la pintura sino desde el cine. El cambio de objeto exige un tratamiento distinto, ya que por su naturaleza documental el cine se vincula con la historia de una manera especial. De hecho, hay un vínculo muy estrecho entre sus potencias y los sentidos posclásicos de la historia surgidos del Romanticismo.
La pareja que Rancière le propone al cine lo deja en claro. Es una vieja costumbre señalar que el cine nace junto al psicoanálisis. Deleuze supo proponer en los 80 otra coincidencia interesada: la que acerca el nacimiento del cine a la publicación de Materia y memoria de Bergson. Rancière juega otra carta: el cine toma conciencia de sus poderes –nace también, pero en un sentido diferente de los anteriores– al mismo tiempo que se consolida una nueva manera de entender y escribir la historia. El marxismo inglés, la escuela de las mentalidades francesa, la microhistoria italiana: las corrientes que surgen como crítica de la vieja historia-crónica, con sus hombres destacados y sus documentos oficiales, buscan la historia en las cosas cotidianas y las vidas infames, algo que el cine hace sin esfuerzos, porque no puede dejar de hacerlo.
La certeza que guía a Rancière es la siguiente: la cámara ve más que el ojo que la conduce. Incluso puesta al servicio de la propaganda colonial –es decir, en situación de máximo control– captura mucho más que las razones y los prejuicios del poderoso. En las imágenes de Mother Dao (Vincent Monnikendam, 1995), por ejemplo, el imperialismo holandés expone su misión civilizadora mostrando la manera en que los nativos de Indonesia aprenden el idioma europeo. Pero la cámara ha registrado más que la razón del amo o la pasión de sus víctimas, sometidas a una pedagogía completamente ajena a su experiencia. Ha registrado más porque su naturaleza es guardar memoria también de lo que en el momento de filmación era visible solo para ella. En esta escena de educación colonial quedan testimonios del poder imperial, de su misión ilustrada, de la población indonesia y de unos ejercicios de aprendizaje sostenidos en la reiteración mecánica. Pero a espaldas de todos, la cámara registró para la posteridad también otras cosas, como la concentración y el orgullo del débil. Y no solo eso: también un espíritu juguetón y cierta felicidad que Rancière señala pero no se anima a dejar sin comillas.
Como Bazin y Kracauer –los dos grandes teóricos del cine como arte del registro– Rancière privilegia en la imagen cinematográfica su ontología antes que su retórica, su capacidad de grabar y mostrar antes que su posibilidad de combinarse y formar discurso, el plano antes que el montaje. La naturaleza de la cámara aleja el cine de la pintura y obliga a Rancière a leer su relación con los sentidos de la historia de otra manera. Todo sucede como si la pintura hubiera necesitado hacerse moderna para enfrentar los desafíos del romanticismo y del siglo XX pero el cine hubiera nacido ya listo para ese trabajo por ser un medio propio de la Edad de la Historia.
El cine reúne casi sin querer lo que la pintura clásica no dejaba de aislar: el destino de los grandes y los humildes, y sobre todo el vínculo de desigualdad que los acerca y los separa. Una pintura ejemplar de Jacques-Louis David, de 1781, muestra a Belisario y a un soldado anónimo que lo descubre mendigando; para Rancière los dos personajes comparten escena pero no historia, porque pertenecen a mundos diversos, destinados a no tocarse. Exactamente lo contrario sucede en una toma de principios de siglo XX que Chris Marker utiliza en La tumba de Alejandro. La toma muestra un desfile de la familia imperial rusa y cómo un guardia le señala a alguien del pueblo que se saque la gorra ante el paso de los grandes. La cámara invierte el sentido histórico de David punto por punto: aun sin compartir escena (hay en la toma un claro fuera de campo) el guardia, la familia imperial, el pueblo y el hombre que debe descubrirse comparten el hecho de pertenecer a una misma historia. En palabras de Rancière:
“En la misma placa fotográfica se inscriben la igualdad de todos ante la luz y la desigualdad de los humildes ante el paso de los grandes. Por eso puede leerse en ella lo que carecía de sentido buscar en el cuadro de Belisario mendigando: la comunidad de dos mundos en el gesto mismo de la exclusión; su separación en la comunidad de una misma imagen”.
Luego de este análisis Rancière presenta dos objeciones a su propia descripción del cine como ontología y medio romántico por excelencia. La primera es más bien pobre. La capacidad de registro y el vértigo de historicidad surgen de la constitución y la inconsciencia de la cámara. De su mecanismo y su exceso de visión. Pero existe también una fuerza de sentido contrario, que impide ver en su momento lo que luego podrá ser descubierto. Rancière la advierte en sus veloces comentarios sobre Obreros saliendo de la fábrica e Imágenes del mundo y epitafios de guerra de Harum Farocki. En este momento trastabilla. Siempre hay problemas cuando se busca una coherencia que pueda ser habitada por un conjunto de películas tan heteróclito, y esta concesión a la crítica del registro es un tributo que paga Rancière a las diferencias que trabajan dentro de su corpus. Puede que Farocki crea que la cámara ve solamente lo que le piden que vea; pero es indudable que Rancière no piensa lo mismo, como lo muestran su hermosa lectura de Mother Dao y su definición de la cámara como un aparato al servicio de dos amos: “…el que está detrás y domina activamente la toma; el que está delante y domina pasivamente la pasividad del aparato”. Para Rancière el cine es una ontología, lo que implica un riesgo y una convicción. El riesgo es cierto menosprecio por su dimensión discursiva, al punto que en muchas ocasiones la palabra cine puede intercambiar su lugar con la palabra cámara. La convicción es que si en una toma hay algo no visible el problema es del ojo (de la cultura, de la ideología, de la mentalidad o lo que sea), no de la cámara, que como él mismo dice “carece de memoria y de cálculo”.
Para ponerle un pero al registro y al resto de inocencia que el trabajo sincero de la cámara presupone resulta más interesante el movimiento que Rancière realiza del par visible-invisible al par ser-no ser. En este caso, los problemas del cine surgen de sus condiciones románticas. Luz, cámara, historia: el cine (sobre todo el documental) trabaja asegurándole un lugar a todo lo existente, insignificante o principal, grande o pequeño. Esta maravillosa condición igualadora tiene una doble cara: por un lado salva el ser, por el otro conduce a la nada. En El fantasma Efremov (Iossif Pasternak, 1992) la cámara hace visible un olvidado pueblo ruso y hace escuchable la palabra de sus campesinos. Pero al mismo tiempo su igualitarismo borra las imágenes que quiere mostrar y especialmente las palabras que quiere hacer oír. La cámara condena todo a un mismo tipo de existencia, regida por un principio de intercambiabilidad fascinante y cruel que no distingue al campesino de la piedra y a la palabra del viento. La cámara practica una ontología nihilista: dota de ser a la nada y de nada al ser.
Rancière encuentra en dos adversarios ideológicos, Straub y Lanzmann, una respuesta similar para salir de este atolladero: poner el sonido y la imagen en un vínculo de disyunción e ir hacia un cine en el que la encargada de mostrar sea la palabra. Como la pintura moderna, el cine encuentra así la manera de tratar los temas que parecen escapar a todo tratamiento. Rancière concluye contra Adorno: “Después de Auschwitz, para mostrar Auschwitz, solo el arte es posible”
3
Hay otro impulso en los ensayos de Rancière además del Pompidou: una incomodidad de izquierda propia de los años que siguen a la caída del Muro (no olvidemos las fechas: 1996, 1997). En “Lo inolvidable” dice: el espíritu de nuestra época no quiere saber nada con el tiempo. Y agrega enseguida: el espíritu de nuestra época es el resentimiento. Este resentimiento –cuyo sentido Rancière toma de Nietzsche– tiene como objeto no solo la fe emancipadora y los crímenes cometidos en su nombre sino el tiempo mismo, la historia misma, el esto ha sido que alberga tanto el pasado como la posibilidad del futuro. Lo que quiere la época del resentimiento es un presente liviano, sin los tiempos de la ausencia.
Pero Rancière no impugna su época desde una posición afirmativa, como si dijera: podemos interpretar lo que sucede calibrando herramientas conocidas. La impugna reconociendo que algo ha terminado. Y como no quiere saber nada con figuras que identifica como propias del resentimiento –el triunfador, el arrepentido, el negacionista, el converso– decide pararse en un lugar inestable, un pasito antes de la selva y uno después de la demolición. Entonces, para defender el tiempo y los sentidos de la historia Rancière opta –además de por unos objetos provenientes del arte moderno (algunos de los cuales se sitúan en el borde mismo de sus lenguajes)– por una actitud intelectual abierta al trabajo de la melancolía. Por eso es interesante que el punto de partida de “Lo inolvidable” sea La tumba de Alejandro de Chris Marker, una película tan melancólica como para despedir la historia sin dejar por ello de alojarla (o tan melancólica como para estar siempre despidiéndola). Marker persiste en la historia con ruinas y fantasmas, mandándole cartas a un director soviético recientemente muerto. Es un modo singular de mantener con vida lo que la época enterró o declaró nunca acontecido. Rancière escribe desde la misma sensibilidad.
La melancolía es un estado del espíritu y un lugar filosófico de clara impronta benjaminiana. Marker se mueve en La tumba de Alejandro dentro de su ámbito de influencia, como Godard en Historia(s) del cine y Arnaud des Pallières en Drancy avenir. Las voces que conducen las tres películas hablan en un tono evocativo y doloroso, como en medio de una letanía que se empeña en afirmar lo que su misma prosodia señala como ya perdido. Sucede igual en esos epitafios tempranos que son las Tesis de Benjamin, que despiden una idea de la historia declarándola siempre victoriosa. Y sucede también en los dos ensayos de Rancière, que defienden la historia contra una época que no la quiere afirmando afligidamente sus poderes. La historia persiste disgregándose, respondiendo con metamorfosis a quienes celebran su retiro. Pero la Historia que pesa más en la disputa –la de las masas y su emancipación, que Rancière se niega a dejar de lado– solo puede protegerse salvándola de su propio desastre, rumiando sus aporías, haciéndola perdurar en el espíritu como desvelo.
(Actualización septiembre – octubre 2013/ BazarAmericano)