diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Matías Moscardi
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Diseño

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Chino básico
El mármol, de César Aira, Buenos Aires, La Bestia Equilátera, 2011.

 

1. La historia de El mármol, es la historia del descubrimiento de una mina, una cantera repleta de un alfabeto inclasificable, o para decirlo mejor, una especie de chino básico. En este texto, los entretelones del pensamiento de César Aira siguen un camino ya reconocido: construir un verosímil capaz de soportar los cimbronazos del azar. Sin embargo, como en todo nuevo libro de Aira, los cambios se suceden de manera imperceptible, como un breve sismo por debajo de la escala reconocida. A esta altura, y con más de sesenta libros publicados, el lector de Aira puede esperar con paciencia a que los hechos ocurran desde una matriz de adulteración de la realidad, para crear una nueva realidad, que debiera ser la versión mejorada de la primera. En algún momento, todo se desborda. La tranquilidad citadina es una fugacidad incalculable en los libros del escritor de Pringles. De todas maneras, Aira siempre da un paso hacia adelante en sus procedimientos, que por lo general estallan libros después (el libro, sin duda, es una medida temporal en Aira: “doce libros después, me divorcié”; “treinta libros más tarde, asistí a una obra de teatro de Alcón”, “cuatro libros antes, escalé un muro”, y así etc.). En El mármol, esa especie de joya personal de Aira, las cosas ocurren como siempre, pero con una precipitación que se dirige a distintas direcciones. La historia es muy sencilla, en apariencia.  

Un hombre de sesenta años, sin trabajo, dependiente no sólo monetaria sino fácticamente de lo que haga su mujer, hace una compra habitual en un supermercado chino. Cuando va a pagar, ocurre lo de siempre: el cajero no tiene cambio en monedas, y le sugiere que el narrador se cobre con algunas chucherías exhibidas para esa ocasión, con el fin de completar el vuelto. Ahí sucede algo que va a determinar el rumbo de la novela: el narrador va eligiendo alguna menudencias –pilas, un ojo de goma luminoso, una tabla de proteínas, una hebilla dorada, una inexplicable cucharita lupa, un anillo plástico y una mini-cámara fotográfica: todo en ese orden– que después tendrán su protagonismo a lo largo de la novela. Y esa elección de baratijas está dominada por la incomunicación. El narrador entiende a medias al chino de la caja, que le da indicaciones en su fonética para resolver la elección, a fin de acercarse al objetivo central que era el de completar el vuelto. El narrador se fastidia, lo desordena no comprender el idioma, al que más adelante compararía con el murmullo de la lluvia. Como es consciente que la Ley de Redondeo (aquella que obliga a los comercios a cobrar un valor fijo, redondo, de acuerdo al grado de aproximación de centavos al absoluto) no se aplica en este tipo de supermercados, se deja llevar por las sugerencias del vendedor oriental. Páginas después caemos en la cuenta que lo que ha sucedido, a diferencia de otros textos de Aira, es que el azar fue ordenado, y en este caso, lejos del alcance del narrador. Después sale a la calle, es interceptado amablemente por un joven chino –se llamará Jonathan– que lo convence de que le muestre unos glóbulos blancos, unas bolitas de mármol que se llevó del supermercado. Y ahí comienza la sucesión de hechos que desvían la trayectoria anodina del narrador. Allí, como asegura Aira, empieza a recordar por escrito para que desaparezca precisamente ese recuerdo. El olvido es una forma de narrar, aunque en este caso se trata de desalojar los recuerdos y ponerlos en papel con el fin de fijarlos, involucrados en otro sistema de referencia temporal.  

2. En todo momento, el narrador nos hace partícipes de su incomodidad. Ya lo dijimos: primero, por el lenguaje. No sólo no comprende el idioma, sino que manifiesta una total ausencia de voluntad para hacerse entender. Más allá de esa valla natural, consigue vincularse con Jonathan. En apariencia, el narrador parece un xenófobo, pero en verdad es un puente necesario entre la propagación de la desconfianza barrial ante lo exógeno, y la naturalización del sentido común. En segundo lugar, se siente desacomodado por el interés que el joven patentiza con relación a las bagatelas que adquirió en el supermercado. Y en estas páginas sucede lo que siempre ofrece Aira en sus libros, el milagro de la consecución. Al invitarlo a su casa, mientras su mujer no está, el chinito intenta hacer zapping con el control remoto del televisor, y como tenía pocas pilas, por supuesto, el narrador recuerda que compró dos para ese fin. Entonces, el chico hace zapping, pero con tal velocidad, que apenas podían unirse algunas sílabas de canales diferentes. Allí había un lenguaje, algo que el oriental vino a buscar. Y entonces la cadena de sucesos se arma como si nada antes hubiera ocurrido. El narrador borra mientras relata, como si fuese un maestro que escribe en le pizarrón, mientras en forma involuntaria, va eliminando las palabras con la manga del saco. La palabra, hecha acción, está, pero desaparecida.  

De a poco caemos en la cuenta de que ese chino tiene planes que, dada la barrera del idioma, lo incluyen a medias al narrador. Cuando el joven Jonathan encuentra un sapo de piedra en el jardín del narrador (ni se acordaba de la existencia del anuro pétreo) las situaciones se complejizan aún más. A la pequeña estatua se le coloca el ojo de goma     –después serán dos– que comienza a titilar, a iluminarse, con un guiño insistente. Pareciera que late, pero no, sólo es luz. En ese sentido, El mármol es una novela donde la construcción de un lenguaje es ajena al del narrador. El protagonista del texto nada más sigue las peripecias del joven chino, que lo lleva más adelante en un viaje en moto a lo que pareciera ser la periferia del barrio de Flores, a una especie de submundo marginal, donde está emplazado otro supermercado chino, abandonado, al parecer, y que en verdad oculta una cantera de mármol donde hay otros chinos, trabajando en la excavación. Lo único que lo mueve al narrador es la idea de obtener algún tipo de premio o botín por la propiedad de ese sapo totémico, y la posibilidad de tener una aventura y no presenciar cómo su esposa se desloma mientras él no reacciona, no trabaja. En ese supermercado, casi una fachada de una mina a barrio abierto, es donde, pieza por pieza, chuchería por chuchería, el narrador se va despojando de esas insignificancias, que sin embargo son útiles a la hora de resolver los problemas de los chinos. ¿Qué sucede con ellos? Un chino, muy elegante, devela algo que no debería haber sorprendido al narrador: se trataba de extraterrestres que querían regresar a su mundo. Y digo no debería sorprenderlo, porque para el narrador de El mármol, los chinos son extraterrestres. Lo que esta novela exhibe es cómo se rompe, se resquebraja el principio de identidad. El narrador no contrapone al lenguaje desconocido uno vinculado a la comunicación; sólo propone vincularse a través de los lugares comunes o con los refraneros populares (“A caballo regalado no se le miran los dientes”; “No dan puntada sin nudo”). El lenguaje no se empobrece, sino que se muestra impotente (al igual el narrador de El mármol) como instrumento de vinculación con la realidad. Todo en esta novela queda trunco. El protagonista recuerda cómo quiso abandonar su mujer, para no ser un estorbo, una “bolsa de papas” sin utilidad, y en el momento en que debe juntar coraje y largarse de la casa, se queda dormido. Decíamos: todo parece no progresar en este libro, salvo la aventura infinita del encuentro con el joven chino. Así comienza todo: un hombre atónito que no puede recordar por qué está con los pantalones bajos y sentado en un bloque de mármol (una especie de contra-estatua de lo que debiera ser cualquier escritor bendecido por la cultura). Nada está en su lugar en esta nueva obra de César Aira, salvo lo que importa, y ese es un punto cuya resolución está en las últimas páginas.    

3. En varios pasajes del texto, esa primera persona, que se propone a sí misma como pusilánime y errática, también se muestra lúcida, al menos en los meandros de sus especulaciones. La ciencia ficción, por momentos, es tomada como un efecto de persuasión para el lector, con el fin de despojarlo de la posibilidad de entender que lo que se está leyendo no roza, en lo mínimo, ese género literario. Para desmentir cercanías propositivas, el texto introduce un elemento ajeno a cualquier tipo de elaboración megalómana de la realidad. Los extraterrestres chinos (o lo que fueren en la cabeza del narrador) quieren volver a su mundo, que es igual al nuestro. Exactamente idéntico. Y cuando se les consulta del por qué del regreso a un mundo tan idéntico, casi paralelo (y en definitiva, el sapo y las baratijas, son elementos de un dispositivo mayor que involucra la vuelta a casa), los chinos revelan que su deseo fue detonado por un repentino sentimiento de nostalgia. Aira nos advierte que las diferencias, cuando se marcan, son la prolongación de la discriminación por ficción pura. Y en este caso, la nostalgia es un factor desencadenante del rompimiento de la representación. Para el narrador todos los chinos son iguales (tópico occidental de ninguneo sobre quienes exhiben rasgos distintos a los de una determinada comunidad o país), por lo tanto, indiferenciables, pero todos juntos funcionan como una totalidad diversa en un universo de lenguaje uniforme. Por eso, sin lo idéntico, no existe la representación. Aira vuelve desde otras elaboraciones al mismo punto de su plan literario, pero de la mano de un azar organizado, jamás planeado por quien debería llevarlo a cabo.  

El pasaje final, donde existe una doble nupcia, o mejor dicho, una doble salvación, del matrimonio del protagonista y la realidad revelada, hace que todos escapen de una suerte de catástrofe inevitable. En tanto, la última baratija, la cámara fotográfica, casi un mini-objeto de juguete, aparece nada más que para curar dolores mayores, los más profundos, los que sólo pueden advertirse desde el interior de la mirada. Y todo concluye dentro de esa marginalidad barrial, allí donde, según afirma el protagonista de El mármol, lo idéntico elimina el tiempo. 

 

(Actualización mayo-junio 2011/ BazarAmericano)

 

 

 

 






9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646