diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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i.
Claudia Masin reeditó, a fines del año pasado, La vista, con el que diez años atrás había ganado el Premio Casa de América de Poesía en Madrid. Un año antes también había reeditado uno de sus primeros libros, Geología, con un motivo en principio similar, la década del aniversario, si bien la vuelta de La vista tiene otras aristas: la edición local de un libro casi inhallable en nuestras librerías (el colapso post 2001 nubló su distribución) y su modificación a partir de la reescritura, corrección, agregado y supresión de textos. Debemos, entonces, indagar no tanto por la coincidencia del sistema decimal que tanto aborreció Borges en el velatorio de su preciada señora madre, sino por qué vuelve Masin a esos textos, y más aún, por qué los trae de vuelta -en el caso de La vista- mediando el arduo proceso de su reescritura.
ii.
Rosario Bléfari se preguntaba, en “Condición”, “si durar no es mejor que arder”. Cerati pedía la excepción y “que durar sea / mejor que arder, mejor que arder”. En ninguno, la certeza pura: la indagación de la posibilidad en los límites y los contrastes entre el durar y el arder en sus voces. En Fragmentos de un discurso amoroso, Roland Barthes protestaba contra la lógica del éxito y el fracaso, la felicidad y la infelicidad y se afirmaba en una forma de vida de acuerdo con el azar que superara la decisión inmediata regida por una finalidad preestablecida. Lo viable, el parámetro de la viabilidad y el bien amoroso, es la duración. Del otro lado, la herencia romántica: arder. Llegar a una forma nueva del durar, la excepción de una cadena prolongada con varios estallidos, la conjugación de la duración con la intensidad: eso está en la duda, ése es el núcleo duro y utópico de la duda.
Un libro de poemas se define bajo la misma pregunta: en la cantidad de páginas y en la extensión de sus versos está la respuesta. Si construir la brevedad que se dirija hacia el fulgor o la extensión con varios momentos álgidos que, como una pieza minimalista, salgan cada tanto a la superficie. Es, más allá de una concepción de la poesía, una concepción del tiempo, lo que, saliéndonos de lo antagónico, viene a ser, por fin, lo mismo: una idea y una praxis del tiempo poético, la propia escritura de nuestra situación frente al devenir de las cosas.
La vista fue, antes, la vista. En esa nueva mayúscula y en este nuevo conjunto de textos que nos trae su reedición está la respuesta de Masin a la cuestión de la duración o el arder. Aunque, ya un tiempo antes, en “Saknussem” de Geología, había dado su parte del asunto: “no existe el lenguaje deslumbrante, existen las palabras, / como piedritas desprendidas de un volcán que se extinguió / después de estallar”. Esa concepción del lenguaje justifica el retorno al fulgor de la vista, para dotarlo -y ése es, creo yo, el fin de la reescritura- de una nueva intensidad, definida bajo otros parámetros y modulaciones.
iii.
Una serie de películas es la base de La vista, aunque sin embargo no se trata de que cada poema sea una escritura de la anécdota sinóptica de una película en particular, sino que de cada film se intenta retomar un cierto clima, un aire, una atmósfera, una intensidad y una modulación del lenguaje para a partir de allí desarrollar el espacio poético.
El tiempo en suspenso: lo que une a los textos es la búsqueda de ese momento del desastre, pequeñas epifanías que se cristalizan o que no terminan de decirse: “Ese es el mayor desastre que conozco: haber estado al borde,/ una noche, de que nos fuera concedida una verdad/ extraordinaria, y al amanecer darnos cuenta/ de que somos los mismos y no sabemos nada/ que no supiéramos ya.”
Eso decía en “La lluvia”, de La plenitud, y eso estará también presente en La vista: la indagación del instante donde el tiempo y el espacio se difuminan en lo epifánico. Momento que, a diferencia de otras escrituras, Masin relaciona con el diálogo: la aparición en la mayoría de los textos de una voz a la que se le habla, ya sea un reflejo del yo o un otro definido en la distancia, se encuentra directamente vinculada a la producción o el fracaso del momento de plenitud, entendido no ya como el de la saciedad sino como el del don absoluto hacia el otro: “Me gustaría/ contarte lo que veo pero es imposible/ hallar un dolor que condescienda/ a ser narrado. ¿Vale la pena entonces,/ emprender tan largo viaje para ir de un extremo/ a otro del silencio? También es imposible/ callar por completo: sé que terminaré por llamarte,/ como se llama a alguien cuando se está a oscuras,/ sin el auxilio de la voz, un estremecimiento.” (“París, Texas”)
Poesía que se quiere conversacional porque en la salida de lo personal propio, en el vínculo con el otro, estarán la plenitud y la intensidad y ahí, en ese punto, la posible epifanía: la revelación de la identidad.
iv.
En la mayoría de los poemas se va tejiendo una relación dialógica que se construye a partir de la distancia (lo próximo y lo lejano), el tiempo (pasado y presente) y la conjugación de la distancia en el tiempo (la ida y la vuelta): amantes, madres e hijos, viejas amistades. La debilidad y la fortaleza estarán, entonces y de algún modo ciertamente lógico, jugando su rol en esas conexiones, que harán de la infancia el tiempo a recuperar en la poesía. Ya no será, como en Geología, la recreación mítica de la infancia, sino el camino que marca la recuperación del gesto, pequeño momento significativo de lo posterior: “Aquella noche no quise ver el incendio,/ preferí ver el reflejo de las llamas en tus ojos,/ cuando las mirabas. Cada parpadeo tuyo/ apagaba mi mundo. Temí que te durmieras,/ temí quedar a oscuras como si alguien, suavemente,/ cerrara las ventanas de una habitación vacía,/ antes de un largo viaje.” (“El espejo”)
En ese camino, se intuye, se siente, algo se perdió, y el olvido nubla esa pérdida: “No quiero que llegue el fin/ de tu relato, que la noche se acabe. No sé qué hay/ del otro lado. La vida es una imagen/ que va desdibujándose, perdiendo los contornos/ día a día. Crecer es el tránsito de la imagen precisa/ a la distorsión. Quiero seguir siendo niña/ para conservar la vista.” (“Cría cuervos”)
La infancia es el espacio y tiempo a volver porque es el momento político de la poesía, donde otro sujeto se configura y su percepción, sentidos y sensaciones serían más plenas, más en consonancia con el entorno y menos imbuidas de lo que de represivo hay en lo social. En los vacíos y lapsus entre la infancia y lo perdido estará, entonces, la escritura de la poesía como lugar de fusión de temporalidades, intento de reparación del olvido, intento político de definir un nuevo sujeto pleno.
v.
Gabo Ferro se preguntaba, en “Si es hombre”, cómo el soldadito invasor había logrado combinar ser asesino y cristiano, en qué momento había olvidado la canción de su madre y en qué otro había perdido la posibilidad de ser un hombre entero. La cifra de la identidad, la total pertenencia del propio cuerpo y la pérdida del lugar en el diálogo con el otro también estarán presentes en La vista: “Todo lo que perdemos suma una cifra/ única, la nuestra. Si perdieras algo tuyo,/ algo que no estaba destinado a perderse,/ tu cifra sería inexacta para siempre”, se lee en “Niños del cielo”, y en “Mi mundo privado”: “Y yo me preguntaba/ qué pasaría si tu tesoro se perdiera,/ qué pasaría en un juego/ de cajas chinas si al llegar a la última,/ la que debiera contener el objeto precioso,/ esa, como todas las otras, estuviera vacía.”
Esa pérdida que nos hace seres incompletos, esa duda de si existe o no la posibilidad de ser entero, el temor de la pérdida o el temor del fin del misterio en lo vacío, trunco: la escritura viene a ser, así, una indagación de los límites y alcances de la identidad, de su historia y de su relación con el deseo. La espera, ahí, en el medio, construyendo la duda, las dificultades. Y el poema, entonces y por fin, el espacio de reparación de lo perdido.
vi.
Ya en Geología, en “Hans”, la voz poética se preguntaba “¿Cómo diferenciar desastre de belleza?”. Los poemas de La vista se presentan como pequeñas catástrofes íntimas, instantes cotidianos de tiempo en suspenso dirigidos, todos, si no a responder, a vagar por los contornos de esa pregunta. Se sabe, ahora, que hay una memoria del desastre y un olvido de la belleza. Se quiere, ahora, llamar al otro, volver al otro para, en el diálogo recuperar lo perdido. La vista fue reescrita para buscar en una nueva intensidad el elemento político de la poesía: el vínculo humano, demasiado humano, del diálogo.
(Actualización septiembre – octubre 2013/ BazarAmericano)