diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Boris Mikhailov
Boris Andreevic Mikhailov nació el 25 de agosto de 1938 en Kharkov, Ucrania. Su trabajo con la fotografía empezó de manera casual: en los años 60, trabajando como ingeniero, lo dejan hacer una serie de retratos y films de los obreros de la fábrica donde ha sido empleado. Sus modelos de referencia son las revistas alemanas y checas de la época: los retratos son desnudos. La KGB confisca todo el material. Lo despiden. Comienzan sus problemas con el régimen; empieza su trabajo a dedicación plena con la fotografía.
Su primera serie fueron las Superimpositions: entre el collage y la superexposición, estas fotografías filtradas en un color predominante ultrasaturado (la mayor parte en rojo, pero también verde, amarillo o azul) mostraban la intimidad de la vida soviética, sus símbolos y clichés, sus personajes, costumbres y humor, a veces, todo en una misma imagen. Los resultados suelen ser impresionantes: cargadas de un humor rudo y melancólico, gélido y naïve, el espectador debe decidir qué ver, qué parte de la fotografía llevar al primer plano. El pueblo soviético parece alegre en algún punto de la fotografía: la vida se muestra a pesar de la KGB.
Animal print
Me preguntaba qué era el “animal print”: si un proceso, una textura o una tela. Por suerte vino Martina a visitarme y, mientras le preparaba su té de jazmín chino, le pedí que me dejara escrito en alguna libretita su definición técnica: un diseño de estampados que quiere imitar la piel de algún animal. ¿Esa imitación incluye la textura? A veces sí. Llevar al plano de lo bidimensional algo tridimensional, quitarle una dimensión e insertar esa representación fragmentaria en lo cotidiano, colocando el recuerdo del animal en la calle: vestir nuestra piel con la representación de la piel ajena, animal.
Sobreexposición o estampado seriado
La fotografía de Mikhailov en la portada de tándem para un animal pink: un tenista amable del dandismo clásico lleva en su cuerpo los rostros de algo que parece ser una manifestación, una protesta. Rostros que gritan o que festejan. El tenista, bendición de la fotografía, lleva en sí el animal print de miles y miles de cuerpos humanos amontonados en su reclamo.
Si leemos el libro de Nicolás Pinkus de principio a fin el cierre en la voz de la azarosa jovata encontrada en un locutorio de Santa Ana, Uruguay, se manifiesta como la superexposición, saturada y aleatoria, de algunos fragmentos o imágenes pasadas en la lectura:
andá siempre siempre
con tu llave colgando del cuello, volteá los podios
nivelá las mareas, descubrí
¡cómo se abrazan las cortezas arbóreas!
(“IV. Alto”)
El alerce tiene dos cortezas, una más clara;
la otra, siempre sobreimpresa a la primera,
de color maple, ocre
rojizo; si sigo
con la vista el deambular del tronco parece que la funda
natural
abrazara el pliegue con el otro, se tomara la posta
como si dijeran
“no te voy a dejar sin piel, no te voy a dejar
sin escudo ante el afuera”
(“I. Balcón. Noche”)
Ahora bien, si invertimos el sentido de las páginas, esa voz se manifestará como el anticipo o la revelación zarpada de lo que vendrá y lo que ha sido: el resto de los versos serán, así, la traslación seriada del plano de la voz a la escritura fragmentada:
y dejá que quien te quiera,
sea lo que sea
pero que sea
eso
y nada más
que lo que es
y vos dejate ser
lo que realmente sos…
(“IV. Alto”)
Entre la superexposición y el animal print, entonces, estará el tándem de Nicolás Pinkus en su máxima perfección.
Figuras
Podríamos aventurar una serie de figuras para hacernos una representación de tándem para un animal pink: los epoxis, las llaves y las computadoras. Objetos físicos que sirven para algo, para unir otros objetos (o, también y quizás, sujetos) distantes entre sí. El mundo de las cosas y su curso siempre aparece con alguna fisura, alguna hendija (una herida), roto. El mundo de las cosas y su curso se detuvo en el invierno, un invierno cruel, báltico, tan lejano y duro como los anteriores (soviético y estatal en Los formalistas rusos, de 2003):
y podría firmar tu defunción,
no la del cuerpo, ése bombeará por año,
la del curso de las cosas que nos acerca,
la del curso vital de un sentido práctico donde decidimos
dormir juntos
hablar, comer,
pasar este invierno casi báltico cuya luz
dibuja tu contorno con la sagacidad propia de la baja temperatura
(“Escudo Báltico”)
La mirada del sujeto está fragmentada; su voz es como una cámara que se dedica a hacer planos detalle e intenta, de algún modo, iluminar sectores y darle sentido y coherencia a esa imaginada totalidad (“pero tan sólo lo real en mi observación / es tu fragmento”). El amor, el dolor, las relaciones y las casas: la cámara se va alejando y vamos intuyendo una totalidad.
Las casas de Pinkus nunca se sitúan en lo urbano, lo cargado, lo ruidoso. Parecen tener techos altos, galerías, ventanas que son el delirio de esa respiración entrecortada del deseo y la expectativa. Las casas de Pinkus están más allá, en el campo, en la intimidad. Son, como quiso el filósofo alemán arrepentido, el resguardo del lenguaje, del ser en el lenguaje. El lenguaje habita esa morada y el ser la aclara y la oculta porque, dirá Heidegger, “el ser es lo más próximo. Pero la proximidad es lo que más lejos le queda al hombre”: casas distantes, cuerpos rotos, voz entrecortada:
¿cómo vos y yo
podemos caber
en la misma frase?
(“Ícaro”)
Planos superpuestos, iluminación difusa.
Un encuentro
La azarosa interlocutora oriental tiene una voz poderosísima que es una ráfaga imbatible, imperturbable. Su discurso parece ser el propio del de un manual de autoayuda esotérico, con afirmaciones rotundas y algo enigmáticas, de comparaciones obsesivas y consejos violentos. Y, sin embargo, en su historia, la casa del lenguaje ha sido destruida una y otra vez. Tal vez, por eso, su hablar por ráfagas. En todo caso, su modulación es la misma (aunque acelerada) que la del sujeto anterior, asombrado ahora del encuentro con ésta, la sobreimpresión seriada y ultrasaturada de su voz.
(Actualización julio – agosto 2013/ BazarAmericano)