diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Tambor de arranque de Francisco Bitar es una novela corta, que parece sencilla y se lee fácil. Está pensada de una manera muy sofisticada y, como todo objeto de calidad, no se le nota la hechura ni el grueso trabajo que le fue dedicado.
Tambor de arranque cuenta un momento en la vida de sus personajes, un momento en que resulta difícil pensar que esos personajes puedan arrancar en alguna dirección; más bien parecen aplastados en su ciudad, bajo el peso del calor santafesino.
Como en Manhattan Transfer de John Dos Passos, en esta novela hay una relación muy íntima entre los personajes y una zona precisa, en este caso Santa Fe y Entre Ríos. Como ocurre con esa herencia, el narrador no se mete demasiado con las motivaciones de los personajes ni ahonda en sus psicologías y siempre mantiene una distancia respecto de lo narrado. Es una novela panorámica, que se incorpora a una tradición norteamericana del relato, en donde hay un predominio de la presentación social aunque pareciese sólo individual. Pero más allá de este encare narrativo, ¿en qué punto retoma Bitar ese lugar del debate en que nos había dejado Dos Passos?
Empecemos por el principio. La tradición norteamericana de la primera mitad del siglo siempre está a la búsqueda de una estructura propia, sui generis, porque las técnicas de narración ya definidas por el siglo anterior vienen con un formato que las hace caer en rótulos del tipo novelas sociales, novelas perspectivistas, intimistas, etc. En este escenario, el relato que guía con mano fuerte la acción (y la experimentación) es una respuesta posible a esa búsqueda, y aquí podemos incluir no sólo a los lectores norteamericanos de Joyce, sino también, y a través de ellos, a una buena parte de los escritores del resto de América.
Lo que se ve en Tambor de arranque (si uno mira dos veces) es que hay una estructura en apariencia simple pero que es en realidad sutil y compleja. La llamativa destreza de Bitar consiste en eso, en hacer creer al lector que esta estructura no existe. En este sentido es lo opuesto a Saer. En Saer uno tiene siempre la estructura del no relato en los ojos y anda buscando los hilos narrativos para no perderse en la trama, si es que hay una. Aquí es exactamente al revés.
Capítulo a capítulo uno asiste a una narración muy amena, casi casual, que va enfocando la trama desde diferentes personajes. Sin embargo, esta estructura en perspectivas hace que haya una tensión entre lo colectivo y lo individual de los personajes. Es como si el narrador dijese: “esto no es nada más que un trozo de vida narrado, sin tragedias, sin reticencias, sin lástimas ni caridades”. Tal como la vida discurre. Entonces uno, como lector, está siempre al borde del pudor, porque este narrador siempre externo, siempre objetivo, que no puede meterse jamás en la cabeza de sus personajes, comienza a narrar detalles de la vida tan minúsculos que estos logran pegarse como insectos a la lectura. Y provoca un efecto de inquietud y nos convierte en los paranoicos vecinos de John Cheever. Esos somos los lectores: vecinos paranoicos.
Esta novela, como la de John Dos Passos, es una especie de collage en donde encontramos todo tipo de historias y cuya continuidad, además de por los personajes, está dada por el espacio: barrio Candioti, una casa en Concepción del Uruguay, unos caminos cerca de San Jorge. Y este espacio es cerrado, lleno de vidas mínimas y carentes de todo sueño americano. Hay algo de Salinger también aquí y es la tradición de la ciudad con sus hombres y mujeres que se embriagan, la tradición en que los escenarios participan de las cavilaciones de los personajes jóvenes, y en la que nunca se sabe dónde se termina el viaje, cuándo arranca el motor.
Quiero decir que lo genial de Tambor de arranque es que aspira a ser una cosa, tan cosa como puede serlo, por ejemplo, una película. El talento del narrador consiste en presentar una historia con pretensiones de carecer de trama. Sus ocho capítulos no tienen peripecias. Es un género amoroso, es una narrativa de tiempo lento. Las figuras se desdibujan en la situación que las domina y no sabemos si estamos ante personajes o circunstancias minúsculas y casuales. Entonces, tanto para el lector como para los personajes, tal vez la clave del deslumbramiento que provoca su lectura esté en la metáfora del título: todos paralizados en su situación, todos a punto de meter la llave.
(Actualización marzo – abril 2013/ BazarAmericano)