diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Colaboran en este número

Osvaldo Aguirre
/  Carlos Ríos

Ana Porrúa
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/  Ulises Cremonte

Antonio Carlos Santos
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/  María Eugenia López

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Diseño

Ulises Cremonte

Las cosas más difíciles de contar
Los años felices, de Sebastián Robles, Buenos Aires, Pánico el pánico, Colección Potlach, 2012 (reedición).

Los años felices es una novela genial, entretenida y atrapante. Tres adjetivos que la describen más que cabalmente y que, sin embargo, no parecen tener buena prensa en las críticas literarias. “Genial” resulta una apreciación más cercana a una respuesta espontánea en una conversación por el chat de Facebook. ¿Estamos frente a un texto influenciado por la llamada escritura 2.0? Para nada. Entretenida y atrapante puede ser una buena pareja para la solapa de un best seller. ¿Estamos frente a un best seller? No. Sin embargo no encuentro otra manera de definirla que no sea utilizando estas tres palabras.

Una primera aproximación. En Los años felices Sebastián Robles trabaja en ese territorio que explotó en el nuevo milenio: la “Literatura del yo”. Ubicada en la década del 90, la novela está narrada en primera persona. Así acompañamos al personaje principal –un adolescente más, ni freak, ni winner– desde sus últimos años de la secundaria hasta el Ciclo Básico Común. Sabemos mucho, casi todo lo que le ocurre al narrador, pero el autor tomó la acertada decisión de no poblar el relato del cáncer que carcome a la Literatura del Yo: la autoreflexión victimizante. Al protagonista le pasan cosas, todo el tiempo se encuentra con un acontecimiento nuevo, el relato siempre avanza. En esa especie de frenesí parece no haber tiempo ni lugar para detenerse a pensar. Por suerte.

Una bomba desactivada. El peligro de una narración enmarcada en los 90 es que la ficción caiga en una esperable y explícita denuncia de la inequidades sociales vividas en aquella década. Robles no se deja tentar por la denuncia. No es que no haya referencias sociales o políticas, pero nunca llegan a transitar un camino moralizador, sino que más bien acompañan el destino –errático, poblado de vaivenes– de los personajes.

Un amor juvenil. Como es de esperar en toda novela de iniciación, gran parte de la narración la ocupa el amor juvenil. Están todos los motivos temáticos clásicos: la absurda sensación de inmortalidad, la primera vez, los celos, las traiciones, los cambios. Verónica se llama la muchacha. Comienza el relato siendo una jovencita levemente frágil, algo caprichosa, pero sobre todo querible, y a medida que avanza la historia se vuelve irritable, ciclotímica y un tanto manipuladora. Es una versión criolla de Holly en Desayuno en Tiffany´s.

Un grupo de amigos. Al estar poblada por un coro de actantes cercanos al protagonista Los años felices parecería ser una historia sobre la amistad. Pero no: es más bien una novela con amigos. La diferencia radica en el sistema solar que plantea el texto, con el protagonista en el centro y el resto de los personajes orbitando a su alrededor. Ya sobre el final de la novela aquellos lazos que el narrador mostraba como inquebrantables –la época de la secundaria se funda en la creencia de que el presente es para siempre se van lentamente apagando. Aquel amigo del cual se podía saber todo se vuelve una figura cada vez más indescifrable.

Un link. Los años felices encuentra un pariente cercano en la película Adventureland. No solo porque ambas ficciones están ancladas en una cierta melodía iniciática, sino sobre todo por el tono felizmente austero, sin subrayar ninguna situación por tentadoramente dramática que sea.

Una cita. En la página 5 el libro contiene dos citas. La primera, de Stephen King dice: “Las cosas más importantes son siempre las más difíciles de contar. Son cosas de las que uno se avergüenza, porque las palabras la degradan.” Quizás este texto esté allí para dejar asentado los rodeos que el autor reconoce que dio para poder escribir sobre los 90. No se siente esa supuesta vergüenza en una novela que no escamotea información. La salida parece haber sido un franco ejercicio de sinceridad, cuidando no juzgar, ni juzgarse. Volver al pasado sin un propósito redentor, sino más bien como un paseo, una visita a aquello que indefectiblemente fuimos y que por lo tanto nos constituye.

(Actualización noviembre – diciembre 2012 – enero – febrero 2013/ BazarAmericano)

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646