diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Caja de resonancia
Ni la noche ni el frío, de Osvaldo Bossi, Buenos Aires, Textos intrusos, 2012.

1.

“Mi madre me ajusta el cuello del abrigo, no porque empieza a nevar, sino para que empiece a nevar”. La cita de Vallejo habilita el paso a los avatares y los contratiempos de la vida. El gesto de ajustar el cuello del abrigo, de cubrir al hijo, de protegerlo previamente, acontece, sí, pero con el firme propósito de liberarse de él, de inducirlo, secretamente, a que se someta a las leyes de la nieve y el frío. El gesto materno promueve la acción e incita a recorrer las rutas del mundo bajo el amparo lejano de una mano que, en algún momento, ha ajustado el cuello de un abrigo. A partir de este ademán, todas las acciones y todos los rumbos deberán realizarse de manera personal. Un tema capital de la obra de Bossi es la soledad, aligerada por la esperanza del eros y el amor, que muchas veces aparecen como actos afirmativos de la voluntad. Lo que podríamos denominar las acciones prospectivas de la soledad, en el caso de la cita de Vallejo, son realizadas bajo la bendición materna. ¿En qué consiste verdaderamente romper con la madre? Como se sugiere en el primer poema de Ni la noche ni el frío no es un rito de iniciación promovido por las regulaciones sociales, consistentes en alejarse de la casa de los progenitores a determinada edad. No. Romper con la madre es un singular acto de amor, la creación de un nuevo espacio y de un nuevo vínculo que deja atrás un conjunto de hábitos y un sistema de vida “sin que nadie nos diga lo que tenemos que hacer/ y lo que no tenemos que hacer”. Y por lo tanto, romper con la madre, en este caso, también es un gesto lingüístico ya que el yo poético elige, apasionadamente, escuchar y hablar con otro interlocutor –Rafa, Rafita, mi amigo– y, al mismo tiempo, afirmar un nuevo lenguaje en una circunstancia de intemperie originada por decisión propia y no por instigación ajena. El comienzo de Ni la noche ni el frío, casi una novela de amor clásica con principio, nudo y desenlace, es entonces un acto de ruptura.

Y ya que hablamos de comienzos, la historia de los libros de poesía presenta casos de comienzos brillantes. Podemos recurrir otra vez a Vallejo: “Hay golpes en la vida, tan fuertes… Yo no sé”. Este comienzo de Los heraldos negros invoca la incertidumbre y la vacilación. Trilce, el libro publicado cuatro años después, en 1922, si bien comienza con una pregunta, vislumbra la certeza de una ruptura: es un libro irreductible que transforma el lenguaje de la poesía latinoamericana para siempre y se propone explorar un nuevo territorio lingüístico. Bossi también produce un acto de ruptura -según se explicita al comienzo del libro-. Pero la naturaleza de la ruptura no es comparable, en términos lingüísticos, con el libro referido. Su ruptura es vertical. Elige la “caída”, aunque no en términos dramáticos, sino como una forma de la fragilidad propia de los días: “bebemos y brindamos/ por la belleza incomparable/ de nuestro naufragio”. Romper, “dar el paso”, es quebrar con el miedo que se ha cultivado con fruición, y que ya no responde a ningún instinto de supervivencia. Estar “medio muerto”, deslizarse a la manera de la velocidad monocorde de los aviones, en una especie de piloto automático, ya no será posible. Será preferible “caer, caer/ y caer”, antes que regresar a las certidumbres, seguramente amorosas y bien intencionadas, pero insuficientes, de la voz materna. Por ese motivo, la voz del amigo es la que puede descifrar el nombre del poeta y, de alguna manera, hasta puede rebautizarlo: “Antes, yo me llamaba de otro modo/ hasta que al fin te conocí/ y me llamaste por mi nombre verdadero (…)/ me miraste/ como quien encuentra un jeroglífico/ detrás de una pared, y me dijiste: -Desde ahora voy a llamarte así: Leo”. Leo es un nombre, y también un verbo. Leer en el tiempo presente lo real, en este caso, consiste en abolir las categorías convencionales de la cultura y acudir, sin mediaciones, a la voz de Dios: “como si Dios/ que es tan comprensivo algunas veces/ te hubiera susurrado al oído/ mi nombre verdadero (…)/ y al hacerlo te hubiera dicho/ sencillamente: -Rafita, haceme caso/ llamalo así: Leo, pero no como Leopardi / sino como Leonardo Di Caprio”.

 

2.

Sintagmas al borde del cliché, lugares comunes y frases hechas, cada vez más frecuentes en el discurso de Bossi, son fenómenos interesantes de indagar. Más que formas cristalizadas, las leemos como expresiones que regresan al habla, pero a un habla poética, extrañadas de su propio automatismo. De ese modo, las fórmulas empalagosas y gastadas, recuperan su valor de comunicación. Los ecos del habla cotidiana, los tópicos de la canción popular, las expresiones de un español propio de las series televisivas de los 70, resultan una suerte de caja de resonancia en la poesía de Bossi, una especie de reserva lingüística desde donde enunciar. La verdad, entonces, no está en la cita literal, sino en las expresiones heterogéneas recogidas en el comercio social que pueden dar cuenta de modo más preciso acerca de los vaivenes de una relación amorosa. Como la escritura de lo que se llamó el Nuevo Periodismo norteamericano, como Truman Capote, y como Rodolfo Walsh, para introducir la tradición literaria argentina,  que se propusieron contar crímenes horrendos teniendo en cuenta que los procedimientos de los relatos ficcionales eran más efectivos que los procedimientos periodísticos tradicionales en función de la verdad, de ese modo Bossi sabe que la manera en que se arma un texto determina la espesa verdad de los acontecimientos: en este caso para contar la historia de una pasión amorosa. Bossi conforma un relato poético que, al no juzgar el habla cotidiana en términos de falta o de error, abre un espacio para integrar el dinamismo y la variedad de la lengua en los límites de un poema y así decir su verdad amorosa. Osvaldo Bossi, bajo la modulación de un registro narrativo, ha realizado una operación paradójica: el habla popular se ha vuelto lírica. Alejado de la solemnidad y el patetismo de una poesía enfática, distante de las expresiones paralizantes de una poesía “alta”, severa y docta, Bossi es un poeta que, sin pudor, cree en la belleza del mundo. Pero lo bello no se halla en lo abstracto ni en lo inalcanzable, sino en el avatar cotidiano y en la locución habitual. Borges decía que la belleza no es el resultado de un juicio abstracto, sino algo que se percibe con todo el cuerpo. Bossi hace de la percepción física un termómetro lingüístico y una medida enunciativa. No se puede hablar sin el cuerpo ni amar sin el lenguaje. El habla y el amor son dos caras de la misma moneda. El lenguaje del cuerpo destila el habla de la poesía mediante la experiencia amorosa. A la manera del Quijote que tiene una profunda confianza en el ser humano, en su potencialidad, en sus acciones, en sus fracasos, e idealiza su entorno bajo una mirada piadosa y justa, Bossi embellece lo real, pero no en términos de alienación ni como un acto delirante de egoísmo, sino como un verdadero acto de amor. La pregunta es: ¿en qué consiste el amor en la poesía? Como sugiere el autor, escribir poemas de amor y amar no son cosas distintas. El amor en la poesía no deriva de una temática, o no sólo de una temática recurrente, sino de un acto de enunciación que, como paso previo, se sustenta en un acto auditivo: saber escuchar las voces del mundo, los diversos registros, los estereotipos discursivos, las formas cristalizadas y, sin afán de mímesis (la poesía, recordemos, es una cuestión de selección y detalle), hacerlos ingresar bajo la modulación de una lengua lírica que pueda hablar de la experiencia de la intimidad, sin que sea necesariamente autobiográfica. Por eso Bossi, como lo demuestra en su obra, es un poeta educado y para nada rezongón. Educado no significa sumiso ni necesariamente respetuoso. ¿En qué consiste su educación? No es taxativo respecto de las posibilidades de la poesía ni descarta formas poéticas ni vocifera con dedo acusador sobre aquello que debe hacerse y sobre aquello que no. Osvaldo Bossi aprovecha registros y modulaciones diversas, hace usufructo de la cultura popular y de la cultura letrada, combina con elegancia y sin complejos un diálogo de dos amantes sobre la superficie de un colchoncito roñoso bajo la protección de un puente de la ciudad, o evoca a Catulo, el poeta latino conocedor profundo del amor. Su oído se cultiva amorosa, y hasta eróticamente, nutriéndose tanto de la tradición literaria (Shakespeare, por ejemplo, el centro del canon de la cultura occidental, es el intertexto de Fiel a una sombra (2001)) como de las conversaciones distraídas de dos amantes cariñosos. O hace usufructo de las fábulas escuchadas durante la infancia, esos relatos un tanto arcaicos protagonizados por seres humanos y animales, regidos por una moraleja y trasladados, en este caso, al tiempo actual:

 

Esperé que te durmieras

y me acosté a tu lado, para contemplarte.

Poco a poco dejé de escuchar el reloj

que marcaba su ritmo, colgado

como un Cristo en la pared de la pieza.

Ninguna agonía, ningún resquemor.

Sólo tu aliento pasaba o se detenía

al borde de ese precipicio, y yo ahí, como un niño

girando en el centro de ese remolino invisible.

En eso, se asomó una luciérnaga por la ventana.

Yo la miré y ella también me miró

y de pronto me dijo: “Cada uno transporta

su propia lamparita”. Sólo eso.

Y luego se marchó, tranquilamente

por la misma ventana entreabierta.

 

Esta poesía no es jactanciosa; se aleja de la ironía petulante, un procedimiento confundido por la modernidad, frecuentemente, con la inteligencia. Si hay ironía, aquí, es bondadosa. O si se hace uso de ella no tiene el fatal destino del resquemor ni del desprecio. En todo caso la ironía se transfigura con el fin de retomar las posibilidades  pragmáticas (y curativas) del lenguaje, una especie de reparación comunicativa que hace del lector un partícipe real y activo de estos poemas.

 

  (Actualización noviembre – diciembre 2012 – enero – febrero 2013/ BazarAmericano)

                                  

        

 




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646