diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Palabra de enamorado

La otra cara de la luna: Escritos sobre el Japón, de Claude Lévi-Strauss. Buenos Aires, Capital intelectual, 1912. Prólogo de Junzo Kawada. Trad. de Marcos Mayer.

“No alcanzaría con decir: me habría gustado vivir en una época o en otra […] Diría: una época en la que exista todavía, entre el hombre y la naturaleza, entre los hombres y las especies naturales cierto equilibrio [… Esto] fue diversamente verdadero en diversas épocas; lo único que puedo decir es que no en el presente […] Temo que en el porvenir cada vez menos”, dice Claude Lévi-Strauss a Junzo Kawada (París, 1993), para la televisión nacional japonesa, desgrabación que se incluye en La otra cara de la luna.

En una entrevista que hoy se me ocurre antigua, de 1972, un hombre grande, sin ser un anciano -en ese momento no sabe que vivirá para ver el comienzo del siglo XXI-, es visitado por Jean-José Marchand en su amplia propiedad de la Côte d´Or. Antes de iniciar la charla, la cámara de Pierre Beuchot lo sigue caminando por  el jardín, ayudado por un bastón, para sentarse con gesto distendido, en un sillón de mimbre de los que ya no se ven en la gran ciudad (VER AQUÍ). Parece un hombre de otro siglo. Se trata de Claude Lévi-Strauss.

Hoy –siglo XXI–, lo es sin duda, pero también en 1972 y también en la entrevista de 1993. Podría decirse que durante la década del ‘60, ayer no más, acababa de realizar un giro copernicano en la etnología, aplicando el análisis estructural tomado del modelo lingüístico sassusureano, para convertirlo en un verdadero movimiento científico, filosófico y literario. Pese a ello, su mundo es otro, no el nuestro. Como si entre aquellas entrevistas y estos días no hubiese pasado la historia, de alguna manera, para convertirse en veloz presente, instantánea fugaz, sin tiempo.

Leer La otra cara de la luna. Escritos sobre el Japón retrotrae en el mismo sentido aun cuando se trata de una compilación de trabajos posteriores, bastante posteriores, a aquellas entrevistas (incluso alguno fechado en el nuevo milenio). Interesa observar sin embargo algunas cosas que van a repetirse: cuando en la entrevista del ’72 le preguntan por qué eligió estudiar filosofía, él responde, casi alegre, con cierta picardía, que podría suponerse por el amor a las ideas pero que, en realidad, fue porque creía que le sería menos difícil que otras disciplinas y, por lo tanto, le permitiría seguir con sus otras “mil cosas”. Y aclara: la pintura, la música, la antigüedad… que podía tranquilamente combinar con la filosofía. También con la política: el socialismo, Marx y Engels. Y, por supuesto, el Japón. La antropología, un poco más tarde, tan solo por una cuestión de mercado disciplinar compatible con sus ansias de viaje. La idea es, siempre, contrastar con la realidad. Una cosa es la realidad, otra los libros. Y aún cuando Lévi-Strauss “odia” los viajes y a los exploradores  –inolvidable el inicio de Tristes trópicos– percibe rápidamente, allá por 1935, que la realidad es contada de maneras muy diferentes y es allí donde las diferencias hacen su agosto. Por ello es posible la recurrencia al estructuralismo sussureano: un principio de orden para poder entender lo abigarrado de la realidad que cada uno cuenta de manera diferente. La cuestión del “cuento” no es menor. Los textos de Lévi-Strauss siempre parecen ficción.

Nacido en Bruselas en 1908, habla, tanto en la entrevista como en La otra cara de la luna, sobre su historia ligada absolutamente a Francia, como si se tratara de una vida concluida. El punto es que cuando se releen sus Tristes trópicos de 1955, su célebre libro sobre el Brasil, para buscar al hombre joven que alguna vez debe haber sido, también se lee una sensación de vida pasada. De hecho, debieron pasar veinte años desde aquel viaje al interior del Brasil, aquellos estudios, los azarosos descubrimientos, la vida con los diferentes,  para que pudiese escribir sobre aquello que había ocurrido entre 1935 y 1939. Apenas graduado, profesor de escuela secundaria, incómodo en París, aburrido en medio de las vanguardias un poco viejas ya, disconforme, acepta entonces una oferta que le hacen, casi al azar, para ser parte de una misión cultural francesa. Y allá va. Profesor visitante en San Pablo, para internarse en la maravilla del continente y su “gente”. Estos años parecen ser los únicos verdaderos años de vida. Todo lo demás un preparativo para la vida; todo lo menos, la escritura de esa vida: los viajes y, en los viajes, las diferencias.

Reseñar La otra cara de la luna hace volver a leer Tristes trópicos claro. Autor y libro descartados por estructuralistas del horizonte teórico al uso, como si con ello, una rápida descalificación, alcanzara para dejar de lado un pensamiento que hubo generado una de las revoluciones más intensas en las ciencias sociales durante el siglo XX. La cuestión es que vuelto a leer no puede dejar de pensarse el por qué del rápido encasillamiento, el por qué de la ligera aceptación de su encasillamiento. Hoy, verdaderamente, no veo aquello que creía haber visto. Volver a leerlo permite revivir la experiencia de las anteojeras de las que habla el mismo Lévi-Strauss. ¿Cómo había podido ser leído así, de esa manera? ¿Qué se entendió que era el estructuralismo? ¿Cómo, entonces, se lo estará volviendo a leer ahora que no sea con otra anteojera para dentro de los próximos veinte años? ¿Así siguiendo, de dónde viene esta puesta en abismo de la propia lectura?

Sin duda, de los exquisitos ensayos acerca del Japón que ofrece Lévi-Staruss, las “estampas”, podría decirse que este viejito centenario susurra al oído del lector y que Marcos Mayer traduce cuidadosamente para Capital Intelectual. Conferencias, charlas, prólogos, entrevistas. Puede imaginárselo hablando desde algún estrado internacional, escribiendo el prólogo para sus Tristes trópicos que será publicado por primera vez en el Japón que ama aun sin conocer, narrando parsimoniosamente, cada vez, un pequeño cuento acerca de un mundo que lo atrapa desde siempre para quedar fascinado, sobre todo, al tomar contacto directo y sentir la certeza, por fin una certeza, de la incognoscibilidad. Tan solo algún detalle, una brizna, un aire, un trazo del que tomarse para tratar de entender. Japón es tan pero tan diferente… como si se dijera el revés de Occidente, la otra cara de la luna que bien merece ser admirada. Tan solo siquiera por todo lo que de Occidente Lévi-Strauss desprecia y aborrece.

En principio, algo queda claro: a partir de La otra cara de la luna es necesario volver a leer, y pensar, el estructuralismo. No las fórmulas vacías sino el que escribieron, con el que escribieron y enseñaron a pensar y escribir, Lévi-Strauss entre otros, después de él.

En este sentido, a lo mejor, leerlo hoy es leer un romántico más que un estructuralista. Romántico en sus citas de Rousseau, Chateaubriand o Dostoievski, en su nostalgia por un pasado feliz, utópico, en la continua reivindicación de lo salvaje que siempre está lejos, el exotismo (Conrad allí saca ventaja). Romántico incluso en su habla, siempre en primerísima persona. Verdadero maestro ignorante que va con ingenuidad a ver, a conocer, y allí, en lo que va a ver –más allá de lo que le contaron los libros– lo que salta a la vista, es la diferencia. La diferencia siempre es relevante… porque permite conocer y también apreciar el sentido de la diferencia. Trata de entender, ubicar alguna analogía para entender. Y allí la comparación para apuntar una estructura común… de lo que hace tiempo, mucho tiempo, podría haber sido el sustrato de algo que todavía llamamos felicidad. En el afán analítico, las citas son de Descartes.

Entre los ensayos compilados, uno lleva un título muy parecido al que da título al libro: “La cara oculta de la luna”. Y ello no es, entonces, “la otra cara”. Juego de palabras, juego de ingenio, se trata de una de las primeras intervenciones, cronológicamente hablando, referida al Japón. En esta, para la clausura en 1979 de un coloquio sobre estudios japoneses en París, Lévi-Strauss confiesa haber leído mucho sobre el Japón pero solo haber estado allí unas seis semanas: por lo que, casi una metodología de trabajo, asume el lugar de “una especie de pequeño hyogen” que hace “el papel del ingenuo perdido entre los doctos y ocupado en mostrar a  través de sus torpezas que no sabe distinguir un abanico de un paraguas”. Lo “oculto” de lo “otro” podría pensarse. Lo que no puede verse y cuando se ve, se lo ve como otro. El libro reúne escritos, inéditos o aparecidos en publicaciones especializadas, alguna vez solamente en Japón, reescritos entre 1997 y 2001.

Lévi-Strauss, filósofo de profesión, se hace antropólogo porque quiere distinguir con claridad en lo real. Lee, en sus citados, algo relacionado con la verdad. Está obsesionado por vislumbrar y poder “probar” algo así como la verdad, cierta verdad en definitiva, hasta que comprende, precisamente en el Japón –donde, es posible, se haya originado todo–, la maravilla de los diferentes “cuentos” que existen sobre la verdad. Lanzarse sobre culturas diferentes si algo muestra, y Lévi-Strauss insiste sobre ello, es que cada cultura construye sus verdades. Sin proponérselo, sin programas, acomete, a su manera, una empresa de demolición de la verdad eurocéntrica, por puro impulso. Todo lo que ve, todo lo visto, es comparando con algún elemento, historia o personaje de Europa, mejor decir Francia, para elogiar y valorar mejor lo otro aun cuando sobre eso otro se confiesa ignorante. La fascinación que produce lo que se ignora no es menor en sus operaciones intelectuales. Lévi-Strauss se expone, siempre, en una actitud de “no saber”, de ser llevado y traído hacia un lado o hacia otro. Un expectante atento… aún a lo mínimo… Ateniéndose tan solo a la rejilla estructuralista para no perderse del todo. En lo que se lee, La otra cara de la luna, un punto de partida para organizar(se) los materiales que se presentan, aquí y allá, constantemente en movimiento. De ninguna manera un producto terminado. En todo caso el fin de las intervenciones de Lévi-Strauss, su mínimo fin, es comprender y comprender a medida que intenta explicar(se) interpretando, religando. Es fundamental la imposibilidad de dar con una identidad cultural. Habría tantas, por estructura, una análoga a otra, como objeto cultural al que se enfrenta. La detención en lo banal del detalle permite pensar las analogías que habilitan las comparaciones y entonces, la deconstrucción eurocéntrica. “Yo, por el contrario, querría ir a contramano de las ideas habituales”, dice y para ello vuelve a la escena de infancia: el don de la estampa japonesa.

En la entrevista incluida al final de este libro, que le realiza Junzo Kawada, su prologuista además, Lévi-Strauss vuelve a retrotraerse a las vísperas de su primer viaje a Japón (ya lo ha hecho varias veces) y trae a cuento al niño Lévi-Strauss contando “su” escena de infancia que finalmente lo condujo a ser quien es, lo llevó a leer como lee, lo inclinó en sus gustos y elecciones, disciplinas y trabajos. “Mi padre, como todos los artistas de su generación, amaba las estampas japonesas. Me las daba de regalo… la primera la recibí cuando tenía seis años y enseguida quedé absolutamente fascinado… las buenas notas que obtenía en el colegio eran recompensadas con una estampa que mi padre sacaba de su cajón”. Kawada lo cita extensamente en su prólogo, hace su prólogo con la cita de Lévi-Strauss retomando el prólogo que redactara para la primera edición de Tristes trópicos en Japón: “Conmovido por la primera emoción estética que hubiese experimentado hasta entonces, la usé para decorar el fondo de una caja… La estampa cumplía el papel de paisaje que se supone debería descubrirse desde la terraza de una casita que, semana tras semana, me ocupaba de proveer de muebles y de personajes en miniatura”. Y para cerrar el sentido que esto ha tenido a lo largo de su vida se lee el bello ensayo sobre “Sengaï, el arte de acomodarse al mundo”. Allí, un Lévi-Strauss crítico literario más que antropólogo, habla de un pintor-escritor japonés cuyo “trazo cursivo            –simplificaciones audaces, golpe de pincel rápido y desenvuelto– rompe la distancia entre figuración y escritura”. Y es eso lo que lo fascina del Japón, junto a “el gusto por las materias rugosas”, “el arte de lo imperfecto”, “un estado en el que la oposición de lo bello y de lo feo carece de sentido”, “la pedagogía oblicua”, las obras que parecen sin terminar, más temporales que espaciales, las distintas versiones, las series, “algo que sucede y que se desvanece detrás de otro cuadro igualmente pasajero” siempre hacia adentro: un pequeño teatro del mundo.

Todo está allí: el trazo se hace signo, imagen y escritura forman un contrapunto en dos partes. “Dibujo y texto se responden uno al otro por medio de las voces complementarias de la metáfora y la metonimia”. Japón es el pequeño teatro del mundo, donde la utopía de un mundo feliz parece posible: “lo que más he admirado como antropólogo es la capacidad del Japón en sus manifestaciones más modernas de sentirse solidario con su pasado más lejano”… “En el Japón, existe una especie de continuidad”… Y ello, parece, es lo más cercano a la felicidad.

 

(Actualización noviembre – diciembre 2012 – enero – febrero 2013/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646