diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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1. Empecemos por ese texto de Merino que refiere al “tonto del curso”. Es emblemático, es auscultador del procedimiento. El “tonto” encuentra la falla, sin saberlo, es decir, la deriva, el atajo asociativo en la pregunta, aquella que pareciera más banal, la que duerme en la superficie y parece decirlo todo cuando en verdad, justamente, agregaría poco y nada ante aquellos alumnos cuyo dispositivo intelectual transporta más incertidumbres que certezas. Lo que sucede a veces es que, las teorías más fuertes, son desmalezadas por las intervenciones en apariencia más pequeñas. Roberto Merino, en En busca del loro atrofiado, trabaja una serie de microscópicas crónicas, en donde ese “yo” se nos muestra como el desplazamiento fundamentado de una pregunta sencilla, y sobre el suelo de lo que no debe decirse, no debe presentarse como una voz alta en medio de miradas inquisidoras, dispuestas a detectar la grieta por lo que todo se desmorona, Merino encuentra el hilito ontológico del ser que escribe.
2. Merino en En busca del loro atrofiado pone en funcionamiento aquel ensayo de Eliot sobre Pound, reunido en Criticar al crítico. Disponer de él (del ensayo) como si se trabajara sobre una mesa de tornero, con el fin moldear una pieza que sólo es, por ahora, un bloque de materia; pero para eso hace falta una matriz. ¿Y cuál es ese molde? Nuestro escritor parece decirnos: “Tomo una gubia y tallo. Entonces, no soy más tornero, soy un litógrafo, un xilógrafo, un escándalo de pormenores para diferir el modelo de arte en el arte por fuera de lo modélico. Soy Jiri, el escultor capturado por César Aira en Fragmento de un diario en los Alpes”. Y pienso en ese entretenimiento llamado creación, que es un recurso de un purgatorio mayor llamado simplemente arte.
3. Nietzsche no fue el primero ni el último pensador que se interrogó sobre “si el hombre y la humanidad quisieran alcanzar la muerte con la verdad”. Esa pregunta acerca la utopía de manera tal, que la respuesta afirmará que el hombre se podría atener a ella, sin quererla directamente. Los textos de Roberto Merino mutilan esa pregunta, debido a que la función de la verdad en sus crónicas es revelarse como oculta. A la pregunta sobre cómo se construye un verosímil, Merino responde con la propagación inaudita de los soportes técnicos de la voz, que logra modular sobre el artificio, pero nada dice sobre la perspectiva de una vida. La humanidad jamás se sacrifica por una sola verdad. Era Karl Jaspers quien refería a la verdad como la fórmula perfecta donde acaban las ilusiones. Una especie de máquina autodestructiva.
4. Por otra parte, el autor de En busca del loro atrofiado trabaja desde esa máxima de Klossowski donde el artista escapa de la reiteración al reproducir el espectáculo de la escritura, en una especie de flexión deleuziana donde cuerpo y lenguaje no suceden escindidos, sino complementarios a una poética.
En el texto “La gata capada”, Merino elabora, como en casi todos los textos que componen esta nueva edición de su libro, una personalísima preceptiva de la escritura, al señalar que a ésta la entiende como un destilado del pensamiento “y de la conversación”, pero que el pensamiento no puede experimentarlo como el flujo de un río, sino más bien como el tablero de un flipper, donde hay luces chisporroteando, en una “alharaca maquinal de signos y símbolos.” Al igual que en algunos textos de Aira, para volver una vez más al autor de Fragmentos de un diario en los Alpes, Merino escribe sobre la resistencia de la materia, que siempre fuerza a los artistas a cambiar de planes. De esta manera, en estas microcrónicas, que en verdad son columnas de un edificio mayor, se deja que el tiempo (incluso el narrativo) avance y ocurra sin un desenlace, porque precisamente allí reside el tuétano y el sentido de todo procedimiento. Ese chisporroteo de signos no debe leerse como un orden caótico que organiza el relato del sujeto, del sujeto-Merino, sino como un sistema de disolución del signo, que se vuelve móvil, se afianza en la deriva. En estos relatos o segmentos de percepciones, Roberto Merino involucra una cinética del fraseo, que es la movilidad lógica que invade el verosímil cuando éste es insuficiente. Una cosa lleva a la otra, y al mismo tiempo no cierra en un solo recurso, porque de esta vacilación, acaso ontológica, donde todo puede ser y no ser al mismo tiempo, la narración se muestra como una réplica del mecanismo del pensamiento de un creador. En su crónica sobre la vida del chamán de los sismos en Chile, Muñoz Ferrada, Merino propone secretamente una lectura de la invención. A su manera, Muñoz Ferrada proponía un modo de anticiparse al sueño de la catástrofe, en el caso de los temblores, aunque también funcionaba, de acuerdo a lo que asegura Merino, como un creador de sistemas de inmersión de los sentidos, sobre todo colectivos, que es a lo que apuntan los creadores aunque la mayoría de las veces queden a mitad de camino. Este hombre era dueño de un artefacto ultrasensible que atravesaba una argolla de cobre, y detectaba los movimientos telúricos produciendo primero la activación de un timbre y luego, de inmediato, el accionar de unas luces, a modo de advertencia. Es la forma en que se desarrolla el procedimiento en la escritura literaria: un movimiento anterior al hecho, desatando sonidos internos y flashes de intervención sobre la realidad. La invención no es necesariamente adelantarse a los hechos, sino propugnarlos como si siempre estuvieran a punto de ser revelados, aunque siempre estaban allí, esperándonos.
5. Eugen Fink pensaba que la literatura “se convierte en la salvación provisional de un pensar del mundo que se aparta de la metafísica, pero que, por el momento, es todavía pobre en palabras”. Digamos que la obra de Merino reacciona contra esta máxima e invierte los términos de la proposición: no existe “mundo”, si su salvación es provisional. En ese aspecto, existe la posibilidad de una metafísica antes de pensar un mundo. Por eso sus textos tienen la fortaleza de un hormigón, sacudido por un repentino terremoto. El hormigón, el concreto, después de un sismo, sigue siendo hormigón, sin embargo tiene grietas, está hecho escombros, o en el peor de los casos, polvo. Bien, ese detritus post-escala Richter es el fundamento de la escritura de Merino. La escritura de nuestro autor no sólo mantiene consigo la idea orográfica del desperdicio, del gasto barthesiano, sino también le agrega la noción de movimiento perpetuo, como ya fue dicho. Pero para que se pueda leer lo que se lee es necesario administrar una estructura sólida, que resista los embates de los ciclos de la lengua. En ese sentido, el lenguaje de Roberto Merino no es sólo un sistema de despeje de residuos; más bien refiere sobre aquel tipo de corrección que se aplica cuando la escritura prosaica, o narrativa, invade el estilo de tal modo que el hecho de proponerse desde cortes de sentido, resiente el universo creado de antemano. En definitiva, pareciera decirnos, si no se despejan palabras, por lo menos no martiricen la estructura. Este punto, desde ya, es absolutamente rebatible, porque de acuerdo a quién adultere los formatos, la escritura, más allá de contadas ocasiones, siempre consigue modelar nuevos volúmenes de profundidad.
6. Si para los deconstructivistas no existe un pensador que no se defina por su relación con la fenomenología, es indudable que la respuesta a esta crisis del planteo de la pregunta molecular, será radical, revolucionaria. Pero como a veces sucede con las revoluciones, se toma el camino de retorno a una tradición auténtica, “cuya historia habría pervertido el sentido y ocultado el origen” (Derrida, por Husserl). El caso de Roberto Merino es similar, pero no el único. En ese aspecto, su escritura se afianza en ese artesonado propio de quien se apoya en el concepto de forma. Para Husserl, si “la palabra forma traduce de manera muy equívoca varias palabras griegas, podemos, sin embargo, estar seguros de que éstas últimas llevan todas a conceptos fundamentadores de la metafísica”. De esa manera, Merino contrae la excepción del formato a la del estilo. En la contracción se posibilita la carga de sentido, porque al decir qué forma tiene para nosotros un sentido, no estamos diciendo mucho. En verdad este concepto nunca se ha dejado disociar del aparecer, como sostiene Jacques Derrida. Lo que involucra a un escritor con la forma es que ésta se presenta como tal. De piedra muy fría, y sólo en este caso.
7. En Roberto Merino la escritura mimetiza la distancia. Si eso es un acierto es porque lo conoce todo el mundo, o mejor dicho, toda la gente que dedica su vida a habitar el planeta privado como si fuese público. La escritura siempre es estilo indirecto, por más que afirmemos lo contrario, esa oblicuidad de la expresividad hecha escritura profetiza una toma de distancia con los hechos que, en la práctica escritural, nunca se cumple con creces. Es lo que se llama “el enigma velado de la proximidad”.
En la clausura de esta experiencia, la palabra -en En busca del loro atrofiado-, es una unidad provisional, y el significado la pauperización del diagrama del concepto. Como se sabe, el concepto es la base de la economía interna del mensaje. Con ello, estamos en condiciones de exigir un precio razonable para acceder al privilegio de ser lectores de cualquier obra que se precie. Pero para eso, el escritor debe soltar el resorte con el que está tentado de elaborar un concepto novedoso, un esquema funcional o una ráfaga de imágenes.
Pero la preocupación de Merino parece modificar su propia realidad, no porque esta fuese necesariamente preocupante, sino porque en el mecanismo de creación se encuentra la palabra inmanencia. Y esa unidad desproporcionada por el volumen de producción de situaciones ordinarias, que se da en grandes dosis en este texto reeditado por Mansalva y La Calabaza del Diablo, promueve la idea de permanecer en el suceso. Es allí donde Merino mejor se maneja: el movimiento pendular del suceso. Se trata de una corrección de la lengua, y como plus de sentido, su toponimia. Estar clavado en medio del suceso, como prestación de la fijeza: así se ofrece el lenguaje en estas crónicas de humor, introspección e inteligencia, en donde las historias, breves pasajes de vidas incrustadas en el universo personal, son historias completas. Por ende, aquello fijo sólo se manifiesta en la inmensidad del futuro movimiento. Es como si cada vez que el fuera-de-escala-verbal se pronuncie, con eso mismo se llamara al pensamiento hacia el exterior. Lo que habría que decir, entonces, es que ese fuera del lenguaje, ocupa una valoración, un ética, y al mismo tiempo un simulacro de oficio.
8. Por último: cuando uno termina de leer En busca del loro atrofiado, se nos enciman dos situaciones muy movilizadoras. La primera, es caer en la cuenta que nos hemos topado con un libro que narra lo que a uno le hubiese interesado percibir, es decir, percibir de esa manera, y a la vez, claro, tener entre sus manos un libro cuyo mejor lector, el lector privilegiado, es uno mismo. “Este libro fue escrito para mí”, se diría. Quién no incurrió en semejante desparpajo de narcisismo. La otra sensación tiene que ver con la certeza de haber sido arrasado, no sólo por la hondura del texto, sino por la velocidad del mismo. Algo como un zapping descontrolado, de la misma manera que cuando se quiere con el control remoto pasar de un canal a otro y se comete la torpeza de pulsar la programación automática. ¿Qué es lo que sucede?: se asiste a toda la oferta en forma vertiginosa, como el movimiento de una manguera autómata que lanza agua a discreción, pero la realidad es que no se retiene nada en particular, apenas lenguaje intermitente (en El mármol, Aira detecta un código secreto con esa mecánica), y además, es un lenguaje que parece dirigirse hacia un conteo final, hacia la luz de un túnel cuya finalidad es el pasaje de un sitio a otro, y después a otro. Y así. Pero cerramos el libro con la convicción de entender su clima, su dirección, el movimiento continuo de la anécdota.
Sin embargo, la escritura de Roberto Merino, en esa singular apropiación del tiempo que propone, atraviesa el cuerpo autobiográfico, o mejor, lo sacrifica, en el sentido en que la perfección siempre será martirizada por el dominio de las jerarquías. Y en el libro de Merino no existen jerarquías. Es una estructura sin moral, sin rastros pedagógicos. Es como un sismógrafo que nos advierte que algo se mueve, algo sucederá, y que está sucediendo.
Y bien: en el fondo, podríamos reconocernos en ese loro impedido, que describe Merino, que no puede volar, sólo camina, apenas un ser sin recursos donde la normalidad no llega pero la singularidad lo domina. Pero con una sabiduría, dice nuestro autor, en una cita freudiana, que muchas veces entabla comercio con la perversidad. Hacia esos seres visibles por la particularidad va dirigido este libro.
(Actualización septiembre-octubre 2012/ BazarAmericano)