diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Luego de la visita al libro de Manuel Cruz, puede fortalecerse la nunca del todo perdida confianza en esos géneros que apuntan al fragmento, a la dispersión, al impresionismo, a la formalización de la experiencia inmediata y fugaz, y de la reflexión urgente y urgida. Ya que si últimamente podíamos sentirnos ganados por la desconfianza que, tal vez con excesivo malhumor, identificaba esos géneros temblorosos con el facilismo o con la pereza intelectual, de esa sensación puede contribuir a sacarnos este libro donde se denuncia justamente el surgimiento de un ensayismo antiacadémico como el origen de un nuevo academicismo.
De los recorridos que avalan esa posición, quiero seleccionar sólo dos cuestiones que creo organizan a lo largo del libro intervenciones dignas de ser subrayadas, y que producen efectos de lectura en este otro lugar del mundo respecto del cual Cruz escribe. Esos tópicos son: la palabra, el pasado.
Comenzando por este último tema, recurrentemente en el libro emerge una pregunta: ¿qué hacer con el pasado? Una de las alternativas indeseadas, nos dice el autor, consistiría en "malpasar aplastados por un presente sin espesor alguno, vaciado de toda memoria y de todo proyecto". En cambio, "resistir es recordar y proponer". 'Á la Benjamin', se proclama entonces la caducidad del principio escolástico medieval que, al rezar que "el pasado puede más que Dios", indicaba el carácter irreversible de lo sucedido. Si este principio ha caído, y si ello nos confronta con el vértigo de una "decisión", esto no implica mantener tal cual lo que había, que sería una de las formas de trivialización del pasado y de la memoria. Otra vez 'á la Benjamin', aquí el papel del historiador consiste en cambiar el presente. Reconocimiento, entonces, de lo sucedido, mas con la confianza de que, si podemos cambiar el pasado, entonces también podremos cambiar el presente. Si no he entendido mal, esta serie de artículos nos estaría señalando que el pasado es tierra sagrada, pero que como siempre se construye desde el presente, el pasado es objeto permanente de una querella donde diversos actores tratan de atribuirle diferentes sentidos, y al hacerlo no sólo presentan una particular figuración del pasado sino asimismo una valoración del presente y una mirada hacia el porvenir.
El libro brinda algunas páginas referidas, en este sentido, a la guerra civil española. Éste es otro posible punto de encuentro, en un ámbito donde, me consta personalmente, cuando alguna vez pregunté a un conspicuo intelectual de izquierdas en Madrid qué pensaban los españoles de esa guerra, me respondió: "Pues que ha terminado". Sus razones tendría, pero creo que en esta porción trasatlántica del planeta vivimos en un tiempo en el cual no debemos temer la sospecha nietzscheana de que la memoria ofusque al porvenir. Del mismo modo, postula Cruz, "el pasado se ha convertido en el nuevo territorio de la política". Y esto tendría todo que ver con el hecho de que, en términos de Koselleck, si crece en nuestro interior la nostalgia del futuro por haberse estrechado el horizonte de expectativas, entonces el pasado se torna visible y asimismo un género urgente.
Tenemos, entonces, derecho al legado, y el acceso a éste advendría, según el título del libro presentado, "cuando la realidad rompe a hablar". Empero, esa irrupción de la palabra no emerge sólo de "la realidad" ni con la espontaneidad que el título podría mal sugerir. Se trata, en cambio, de una relación dialógica y compleja, que requiere entre otras cosas que el lenguaje se torne visible. Alguien decía que las sociedades en decadencia son aquellas en las que el lenguaje se torna visible; otros, que la modernidad es aquella época del mundo en que la cultura se hace visible. Y bien: nuestro autor nos confiesa haber experimentado una intensa percepción del lenguaje al haberse lanzado a esa práctica moderna entre las modernas consistente en "la experiencia de la colaboración continua en la prensa diaria".
Siendo así las cosas, agrega, "el filósofo empieza a existir como tal en el preciso momento en el que la realidad rompe a hablar, en el que la experiencia empieza a ser posible". Y por ende, un criterio ético-político consistiría en sostener que "de nada vale una experiencia que nos condene al silencio". Por el contrario, "el criterio de bondad de la propia experiencia es que se deje decir".
En un bello ejemplo, se nos dice en esa línea que cuando la protagonista femenina de la película "Leaving Las Vegas", una prostituta solitaria, le propone a un alcohólico decidido a acabar con sus días que se vaya a vivir con ella, "no le ofrece grandes atractivos ni le pide grandes cosas. Simplemente que la esté esperando al regreso de su trabajo. 'Me agradará encontrarte despierto cuando vuelva', le reconoce. 'Nos quedaremos hablando hasta el amanecer', le promete. En fin -concluye Cruz- algo parece moverse alrededor de la palabra". Otro modo de decir que, al final, nos queda la palabra, como otro lugar donde vale la pena vivir, porque hay regiones de nuestra existencia en las que siempre es por una palabra por lo que se vive y por lo que se muere. Otro modo de confesar, entonces, que, ya que tanto hemos perdido, no sé si todavía cantamos pero sí que aún "palabramos", nos "apalabramos". En suma, todavía nos queda la palabra, así fuere, como el autor nos propone, para decirle al otro: "me equivoqué de todo corazón".
De ese modo, sigue argumentando nuestro autor, el lenguaje es un espacio en el que otros "okupas" como nosotros se instalarán un día. Giro notable: porque allí donde se nos había dicho que el habla es la casa del ser, ahora desde España se nos revela con razones hoy verosímiles que somos okupas del habla, esto es, pasajeros transitorios del ser.
Y por fin, una actitud del que ha escrito este libro, actitud -creo- del que sabe cuál es el lugar desde el que se coloca al abrir la boca o al tomar la pluma o la PC. Porque no fue necesario que llegara Foucault para aceptar que el saber está infisionado de poder, y que entonces los intelectuales, como detentadores de ese supuesto saber, deben anteponer a sus pulsiones de poder aquello que Cruz ha sabido, en este texto, anteponer. Y lo que ha sabido anteponer es no sólo el pudor sino también la ternura, sabedor de que ese saber no es de él sino del mundo, para lograr poner en obra el título del libro, esto es, que a la pregunta "quién habla", la respuesta es: "el mundo". Ya que si la escritura es un lugar donde vivir, y con Gadamer aceptamos que el lenguaje no nos pertenece sino nosotros a él, entonces estaremos abiertos a ese momento excepcional en que "la realidad rompe a hablar". Sólo hay que estar abiertos a escuchar...
(Actualización diciembre 2001 - enero febrero marzo 2002/ BazarAmericano)