diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Tampoco Roland Barthes (o ni siquiera Roland Barthes) pudo evitar del todo el verse reducido a fórmula y luego consecuentemente aplicado, sin demasiados miramientos, sin demasiada discriminación, a esto o aquello, acá o allá. De esa caja de herramientas que es o puede ser la teoría, la crítica literaria saca a menudo un mismo martillo para golpearlo todo de una misma manera, y varias de las categorías que Barthes ha propuesto padecieron también ese empleo: grados ceros, efectos de lo real, muertes de autor, textos de placer y textos de goce, cundieron por caso con excesiva facilidad, evidenciando hasta qué punto ninguna categoría, por compleja que sea, queda suficientemente a salvo cuando los textos de teoría son leídos como se leen los manuales o los libros de divulgación.
Esta reducción a fórmula y la posterior aplicación suponen siempre una pérdida de matices y de atención a la particularidad. En este sentido, puede decirse que Barthes padece un perjuicio especial (aunque no exclusivo, desde luego), porque la sutileza de los matices y la captación de cada particularidad son rasgos salientes de sus lecturas y de su escritura (acaso la ejecución aplicada pueda ser pertinente tan sólo con textos como “Análisis estructural del relato”, que tiene todo de un modelo y hasta de una receta). El brillo de las ideas de Barthes y el evidente efecto encantatorio que tiene su escritura, tientan sin dudas a la extrapolación y a la reproducción epigonal, porque Barthes tiende a dar definiciones y sus definiciones tienden a parecer llaves capaces de abrirlo todo. Lo que en el camino se pierde, sin embargo, son precisamente los matices con que se articula cada lectura en particular, es decir el desarrollo del proceso crítico del que resulta cada definición teórica.
En Barthes se ve, como en pocos, el modo en que un crítico produce teoría al leer. La crítica como mera aplicación lo violenta entonces doblemente. Si de toda traslación mecánica conviene desconfiar, el suyo es uno de esos casos que requieren una prevención aumentada (pasa como con su escritura: parece fácil, y es muy difícil, escribir como escribe Barthes). Se puede por cierto establecer distinciones muy nítidas, y muy necesarias, entre el Barthes estructuralista y el Barthes postestructuralista, o atender a esa bisagra compleja que entre ambos momentos representa “S/Z”; o desbrozar en sus textos lo semiológico, por ejemplo, o lo lacaniano, para reparar en la especificidad de cada abordaje; o se puede considerar qué pasa cuando Barthes se atiene a la literatura y qué pasa cuando extiende su mirada a otra clase de objetos (como ocurre en “Mitologías” o en “La torre Eiffel”).
Y también se puede, finalmente, proceder del modo que “Variaciones sobre la literatura” propone y propicia con particular justeza: atender al desarrollo puntual de cada lectura literaria, de cada análisis literario, y luego al desarrollo secuencial de esos trabajos a lo largo de los años, para percibir la manera en que Barthes produce esas categorías luminosas y arriba a esas definiciones que por sí mismas tanto deslumbran. Porque este volumen ciertamente abunda en esa clase de postulaciones generales que tan accesibles resultan para la extrapolación desmembradora y la cita engolosinada. Ejemplos hay muchos: “Tal vez un carácter común a todas las grandes obras modernas es que son literales para el lector y alegóricas para el crítico”; “Tal vez se podría definir la aptitud para leer poesía como el poder de retener la mirada en la misma apariencia admirable de las cosas”; “La obra ideal es siempre una obra sorprendente”; “El genio es ante todo una testarudez”; “Conocer es experimentar la fuerza de lo real sin sucumbir a su deslumbramiento”; “La escritura está hecha de un repudio de todos los otros lenguajes”; “La reflexión sobre la escritura sólo puede ser escrita”; “Los escritores no son nunca leídos por lo que quieren decir, por lo que creen haber dicho”; etcétera, etcétera, etcétera, etcétera. ¿Cómo apreciar y aprovechar estos destellos sin reducir a Barthes a la condición de un mero procurador de epígrafes? ¿Cómo recuperar la verdad de estas seductoras contundencias sin hacer de Barthes un escritor, en última instancia involuntario, de aforismos? Tal vez leyendo los sucesivos textos de “Variaciones sobre la literatura” sin pasar por alto el espesor concreto que cada lectura adquiere en la consideración de su objeto en particular, más allá del efecto de abstracción y generalidad que provocan las definiciones impecables, y siguiendo lo que este libro tiene precisamente de “variaciones”, por encima de la inmutabilidad que ciertas cristalizaciones parecen insinuar.
“ Variaciones sobre la literatura” reúne una serie de textos que Barthes escribió entre 1942 y 1979, sin darles en cada momento el destino de un libro. En la variedad está el gusto: va del “Diario” de André Gide a las novelas de Jean Cayrol o de Albert Camus (incluyendo un intercambio epistolar en clave polémica entre el novelista y su crítico); de Maupassant (filiado con Flaubert antes que con Zola), Victor Hugo, Zola o Stendhal a Robbe-Grillet, Alain Girard o Philippe Sollers. Se ocupa del realismo, de la cultura popular o de las mesas redondas de escritores; también se ocupa de la sociología literaria, escribiendo sobre Lucien Goldmann, o la ensaya él mismo, a su manera, clasificando tipos de público y tipos de novela, en ‘Pequeña sociología de la novela francesa contemporánea’. Evidencia sus recelos hacia los usos políticos de la literatura y las conexiones demasiado directas entre literatura y sociedad; valida e invalida realismos; desconfía de las novedades radicales que pretenden desgajarse completamente de los clásicos, y las encara desde su propio interés y desde su propia pasión clasicista (“El placer del estilo, incluso en las obras de vanguardia, solamente se obtendrá por fidelidad a ciertas preocupaciones que son clásicas”), para entender cómo se produce lo nuevo y no para negarle su carácter de tal. Duda de las clasificaciones y de las sistematizaciones literarias (habla de “las redes de una crítica de clasificación, es decir, de una crítica tranquilizadora”), pero no deja de clasificar y de sistematizar en algunas ocasiones, cuando precisa distinguir tipos de crítica, tipos de público o tipos de novela. Lee textos y lee objetos: “La bestia humana” de Zola y los trenes en Francia a finales del siglo XIX, o “Notre-Dame de Paris” de Victor Hugo y la iglesia de Notre-Dame en París (“Como catedral o como novela, hay que tomar ‘Notre-Dame de Paris’ en bloque”), y así el crítico que lee literatura revela al semiólogo que lee el mundo.
En estos artículos, prefacios, cartas y diálogos (un ‘Prefacio, en forma de conversación’ a “Littérature occidentale” en 1976 y una conversación efectivamente mantenida con Maurice Nadeau en marzo de 1974) se encuentran algunos planteos que, en germen o ya desplegados, remiten a otros textos de Barthes: las observaciones sobre el estilo, o más bien sobre la falta de estilo, de “El extranjero” de Camus, sin que se hable aún de “grado cero de la escritura”; un mito, una mitología: “el mito de la mesa redonda”, para discutir con los escritores del nouveau roman; la relación entre el realismo y los detalles descriptivos, que es el núcleo de la lectura de Flaubert en ‘El efecto de lo real’; la distinción entre “escribación” y “escritura”; la definición de una “erótica del texto”; la postulación de que hay textos (los de Artaud) que no permiten que se escriba sobre ellos y sólo dejan la alternativa de tratar de escribir como ellos están escritos.
Se puede leer entonces estas “Variaciones sobre la literatura” desde su puesta en relación con los otros textos de Barthes, y considerarlas como una especie de laboratorio de incubación o resonancia de ese canon mayor; convendría no desatender, sin embargo, a la dinámica interna que propone este libro, vale decir, al despliegue de más de treinta años de textos críticos que, al tiempo que mantienen, cada uno, su interés particular, en la secuencia que conforman dejan ver el sentido del desarrollo histórico de un pensamiento crítico. Es notorio el poco problema que se hace el Barthes inicial al situar al autor real detrás de la obra, para objetar luego las conexiones causales entre la vida del escritor y sus textos, y avanzar por fin hacia las hipótesis más tajantes sobre la despersonalización y la crisis del yo, la dispersión o la disolución del sujeto, que culminarán en la postulación consabida de la “muerte del autor”. Es igualmente notorio hasta qué punto el Barthes de los años cuarenta se muestra dispuesto a reconocer en los textos un nivel de superficie y un nivel de profundidad, o un fondo y una superficie, cómo vira en los cincuenta hacia una desconfianza apreciable respecto de las lecturas de “lo profundo”, y cómo se resuelve cada vez más por una lectura en superficie y de superficies, en la certeza de que “no hay fondo en el lenguaje”. Correlativamente a este desplazamiento, se verifica otro, que lo sitúa cada vez más lejos de la interpretación literaria (“quitarle a la crítica la idea de pensarse como el descubrimiento de una verdad oculta, como una hermenéutica”), hasta reclamar un tipo de lectura que tome a los textos en su entera literalidad (le escribe a Camus a mediados de los años cincuenta: “creo en un arte literal, donde las pestes no son nada más que pestes”).
Lo que estos desplazamientos (parece mejor no hablar de “evolución”) expresan es una preponderancia cada vez mayor, en las lecturas literarias de Barthes, de todo lo que tiene que ver específicamente con el lenguaje, con la propia escritura y con las palabras en sí mismas. A propósito de Cayrol, todavía en los años cincuenta, puede Barthes plantearse una “problemática de la alienación” en el “nivel de la sociología”, o postular igualmente, a propósito de “La peste”, una “microsociología”, o proponer una “Pequeña sociología de la novela francesa contemporánea”, o leer a Maupassant en términos de la descripción “en profundidad” de una “alienación social”. Al ocuparse de Goldmann, ya en 1963, la cuestión del lenguaje va adquiriendo más peso, porque lo que Barthes percibe en Goldmann es la falta de mediaciones entre literatura y realidad (“hay coincidencia directa, inmediata, entre la estructura económica y la estructura novelesca”). Piensa entonces en una “sociología de las formas”, en un lenguaje “que también reclama su sociología”. Cada vez más deja de haber para Barthes otra relación entre la literatura y la realidad del mundo que la que se establece en la mediación de los lenguajes y de las formas. Y en la medida en que vaya percibiendo que “los fenómenos literarios no se ofrecen fácilmente al análisis sociológico”, el objeto a considerar por parte de la crítica no será otro que la escritura, los lenguajes y las palabras en tanto que tales.
En las lecturas sobre Philippe Sollers, por cuestiones de extensión y de afinidad, es donde este corrimiento termina de ajustarse, porque Sollers lleva al límite la tendencia literaria a la autorreflexividad. ‘Sollers, escritor’, titula Barthes, para disputarlo a las lecturas directamente políticas, y destaca en él el pliegue de la “palabra sobre la palabra”, hasta establecer que “en Sollers hay -estoy seguro- un tema fijo: la escritura, la devoción a la escritura” (pero, ¿no ha escrito Barthes algo semejante a propósito de Sade: “el único valor que, en mi opinión, la producción sadiana conoce: la escritura”?). Con Sollers llega Barthes a la más plena impugnación del lenguaje literario concebido como representación del mundo real. Pero no por eso desaparecen las preguntas que se hacía por la relación con ese mundo real, y en cierto modo puede leerse el recorrido completo de estas “Variaciones sobre la literatura” como un despliegue de variaciones sobre la respuestas posibles a las preguntas por dicha relación. En 1968, y a partir de Sollers, Barthes escribe: “Lo que los escritores han llamado durante mucho tiempo lo “real” no es más que un sistema, un flujo de escrituras infinitamente escalonadas: el mundo ya está escrito siempre”. Y también: “Para Sollers, en el nivel de la experiencia que relata, las palabras son anteriores a las cosas, lo que constituye un modo de enturbiar su separación (...). De ello se sigue naturalmente que ya no existe ruptura de sustancia entre el libro y el mundo, puesto que el “mundo” no es directamente una colección de cosas, sino un campo de significados”.
Es decir que ni aun estas lecturas centradas en la literatura, y aun en una literatura que descree de la representación y se vuelve sobre sí misma, conducen a la supresión de la pregunta por la realidad del mundo. Lo que hacen, en todo caso, es cambiar la modulación de esa pregunta, porque es la percepción de lo que es el mundo lo que ha cambiado, es la mirada que se le dirige al mundo la que es otra y lo convierte en otro. Esa mirada Barthes la ha fundado en la crítica literaria, y es la que posa sobre el mundo cuando extiende su crítica a los objetos que se encuentran, o se encontraban, más allá de la literatura.
(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2003/ BazarAmericano)