diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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Esta es una novela de muy pocas figuras, aunque las trasmutaciones son incesantes y estas figuras -mínimas y hasta renuentes- se multiplican, en fuga, de simulacro en simulacro y se autogeneran en cada pliegue del mundo Chejfec. Está el amigo argentino, que cuenta la historia y, en esa medida es más “cierto”, pese a que podría ser “también él inexistente”; está Félix (el argentino que se va) -que viaja como una sombra y que tal vez sea sólo una “derivación” del amigo que se queda- y está Masha, a quien Félix encuentra en un hotel de una Rusia que se parece a Rusia, y que podría ser una derivación de Félix -en una versión de los mundos posibles-, o Félix una derivación de Masha, en otro mundo no menos posible. Con estas figuras precarias en su incerteza, pero por lo mismo inagotables en su probabilidad, a veces sólo con “la apariencia exterior disponible” de estas figuras, se organiza una de las novelas más inteligentes y desoladas de la literatura argentina actual.
Cuando empecé a leer Los Incompletos me maravilló la trama que organizaba el cruce entre la noción de ‘cálculo’ -como un rasgo de la necesidad del hombre moderno de racionalizar hechos y acciones- y un mundo librado al ‘azar’ o a las manos de un titiritero fantasmal o de un tramoyista que manejaría los hilos de nuestra condición incompleta. Así, la novela de Chejfec me asombró de entrada por su habilidad para llevar al extremo una lógica paradojal: la que se instala cuando el hombre tiene la libertad -inútil- de calcular lo incalculable, de determinar lo indeterminable, de precisar lo vago y azaroso en un mundo regido por lo indefinido, desajustado e incierto. Perseguía, fascinada, las líneas de fuerzas que sostienen esta novela extraordinaria, líneas nutridas de una infinita paciencia para crear el mundo (que podría “borrarse mientras dormimos”) y de una obstinación obsesiva y casi cómica para seguir el curso de las líneas indeterminadas del azar que lo rige: un universo que podría dejarnos afuera “por un pelito”, por un mínimo y hasta imperceptible cambio en las condiciones de efectuación de los hechos. Porque en el mundo de Chejfec no hay nada más azaroso- de menos ‘necesidad’- que eso que llamamos patéticamente “nuestra” vida y el verdadero “accidente”, la verdadera “imprevisión” es lo que comúnmente se designa como vida “propia” que, sin embargo, podría pertenecer a cualquiera y, en ese sentido, ser intercambiable con otra. (“Un hotel del extranjero. Como en casi ningún otro sitio, Félix podía tener la ilusión de vivir allí una vida prestada; definitivamente propia, pero cuyos hechos podrían haber sido asignados a otra persona con facilidad; habría bastado una diferencia de lo más breve, un retraso o adelanto de pocos minutos, para desvanecer el orden de las acciones que lo habían llevado adonde estaba”). Y, en escala planetaria: “Muchas veces se piensa en las cosas como abandonadas al paso del tiempo: objetos, lugares y hasta plantas y animales olvidados o extinguidos mientras el mundo sigue su marcha como una máquina suicida (…) pero en esos momentos Félix consideraba que él mismo era un ejemplo de la excrecencia del mundo, que todo continuaba (…) la indiferente carrera hacia la destrucción, pero que las personas ocupaban el lugar protagónico de lo abandonado, de aquello construido y lanzado al medio de la historia irreconocible. No es que Félix se sintiera perdido, un poco solo y otro poco extraviado, sino que pensaba que la suya era una condición universal: olvidado, difuso, inexistente”. No se trata de la cuestión borgiana del otro como ‘destino’ (opuesto, diverso, complementario), que en todo caso siempre implica precisamente eso: un destino o, mejor, una forma del destino. Los mundos de Chejfec se bifurcan más distraídamente, sin énfasis ni solemnidad, sin héroes ni traidores: es la confrontación entre un indiferente lanzador de dados mecánico e inexorable (el motor de la “máquina suicida que martiriza a fondo la materia y la empuja”), alguien que podría interrumpir la partida por “aburrimiento u olvido”(cuando leí esta frase pensé que ésta era una novela atea) y un observador que no puede cambiar los resultados pero puede hacerlos estallar en muchos sentidos a la vez y, en esa dirección multiplicada, crear realidades complementarias, alternativas, imaginarias, que alojan y expulsan simultáneamente la paradoja de la ficción, del libro, de lo escrito; paradoja que Chejfec hace explícita -en distintos niveles- con maneras originales, de refinadísimo humor, sutiles, desviadas y desconcertantes. (“…si en la vida real Masha existía como una persona incompleta, en la vida inventada, leída, alcanzaba su equilibrio simétrico. No es que ella fuese distinta en uno y otro sitio, sino que los mundos buscaban ser complementarios y eso la consolaba”). Ni la realidad supera la ficción ni la ficción supera la realidad. En todo caso se fugan juntas en variadísimos pases de magia hacia un punto impropio -cuyos atributos no pueden repartirse fácilmente -, punto que parece estar más allá de lo que llamamos literatura: tan indiscernible e incompleta la realidad como la ficción. Y no importa que Masha sea, en “su libro”, una millonaria melancólica: Chejfec no pierde ocasión de obsequiarnos incrustaciones de la literatura de los viejos libros, como si en esas esquirlas de relatos preciados el escritor revelara un plus de paciencia, de esa infinita paciencia con que hace de su condición incompleta una completud propia, como si seguir contando cuentos de nunca acabar pospusiera el momento de un descubrimiento que pudiera revelarnos algo horroroso.
Sergio Chejfec sabe que todo arte es arte de las proporciones: las escalas-en un mundo donde nada es conmensurable con nada “sin media ni medida” -pueden, para contribuir al desajuste general, ampliarse o reducirse; y basta con escribir “demasiado” grande (el cartel “demasiado” grande que ocupa toda la postal, las dimensiones de un hotel de paredes “demasiado largas y simultáneamente demasiado pequeñas”, de un “ropero demasiado robusto y al mismo tiempo desproporcionadamente pequeño”) para pasar al otro lado del espejo: y el simulacro no es menos real que lo que llamamos realidad. Porque cuando se dice “demasiado” grande, como en las aventuras de Alicia, simultáneamente aparece la pregunta por lo “demasiado” pequeño y todo el mecanismo que se pone en marcha empieza a activarse en varios sentidos a la vez, que es lo mismo que no saber si se avanza o se retrocede, que es lo mismo que “haber dejado atrás un lugar como si no se hubiera entrado en otro”, que es lo mismo que no saber si estamos quietos o nos movemos, si vamos o venimos; que es lo mismo que conjeturar que alguien “se disuelve mientras se pone de manifiesto”: Cálculos que nadie puede calcular, “cuyo cociente es una eventualidad que sólo en sueños puede ser cierta”, previsiones en las que nadie podría confiar dado el carácter indefinido, impreciso y fugaz de los fenómenos, y efectos que no se pueden fijar ni detener porque la transmutación incesante -todo es ruptura y continuidad- hace del mundo algo “elástico”. Un mundo en el que parece- Chejfec es un maestro de la virtualidad como tema y como recurso narrativo- que cualquier otro cálculo hubiera sido posible y hasta la propia vida podría ser cualquiera –“vida prestada, vida alquilada, (es decir) vida propia”, repite Chejfec-; por lo cual lo de “vida propia”, como vida “personal” es impertinente y tal vez a Chejfec le vaya mejor esa aspiración a “lo imperceptible” que proponía Deleuze y que es más una renuencia que una aspiración. (“ser visible y no serlo, reducir la presencia física dejando sólo como prueba la marca de las acciones” o “andar con movimientos rápidos y desacoplados como si tratara de alejarse en vano de sí mismo” o “hacer inciertas apariciones (que) paradójicamente producen un efecto de paulatino repliegue, como si (…) retrocediera a la indeterminación de donde ha venido” ). Esta “firme convicción sobre el muy poco valor, digamos psicológico de la propia vida…”, añade a esta obra una maravilla infrecuente en nuestra literatura: no fatigarnos con personajes dotados de “personalidad”. Tal vez por eso, en un mundo que casi ni reconoce lo humano más que como “demasiado” humano, como “improbabilidad”, torpeza, o defecto de un mecanismo más preciso, me parece que no hay lugar ni para el Dios cajero de los protestantes al que se rinde cuentas, ni para la Ley con mayúscula, propia de las religiones jurídicas o cívicas, infinitamente corroída y sembrada de migajas en la pechera sucia de pura suciedad que ostenta el Padre con grosera indiferencia, ni -menos que menos- para el Dios Padre del catolicismo que produce inevitablemente una relación “personal” con un Dios que se ha hecho “hombre”. En el lugar de Dios, una máquina suicida, un reloj loco o un ser que podría cansarse y retirarse del juego o el titiritero fantasmal o el poco de “calor” que surge entre Masha y Félix. Hay un párrafo que para mí fue una suerte de precipitado de toda la novela, algo así como el Génesis personal de Chejfec, una miniatura de creación del mundo, completísima en su patética incompletud y literariamente muy bella. Hacia el final de la novela -aunque hablar de comienzo y fin sin pensar en recomienzos infatigables es impropio para Los Incompletos- el amigo que recuerda -o anticipa- (todo aquí está para ser contradicho hasta donde alcance la paciencia), escribe:
“Me pareció que ambos seres se habían inventado a sí mismos, con las más intrascendentes y bastas materias posibles, sólo a los efectos de que el otro lo reconociera como un igual dentro de aquella escasez (….) Imaginemos que en algún momento había surgido, como de la nada, o de la conjunción de dos ingredientes extraños, la conciencia de Félix por un lado, y la conciencia de Masha por otro. Con lentitud, y con prodigioso esfuerzo de concentración, ambas conciencias reunieron la suficiente energía para atraer hacía sí unos pocos materiales adicionales, asequibles nada más que por la casualidad, por ejemplo ingredientes tomados del suelo no barrido de las calles, hilachas, papeles, pequeñas maderas estropeadas, trozos de plástico (…) Con ello se consolidó un núcleo donde comenzó a conservarse el calor…” .En este retablo y con la miseria de las hilachas y de ese mínimo de calor ocurre un big-bang casero que sobrecoge y desde donde el mundo seguirá tomando más y más para construirse, al tiempo que ya ha comenzado su destrucción.
“No tengo demasiada brújula en estos temas”, se excusó Baudelaire cuando escribió sobre el pecado original en La esencia de la risa, con lo que creo que quería decir que en materia de teología y en materia de metafísica nadie tiene brújula, pero que el desconcierto y el escándalo del mundo nos apremian igual. Considero un lujo encontrar un escritor que tenga su propio fin del mundo, -Aira dijo esto de todo escritor- y, se podría agregar: su propio Génesis. Son los apremios que, pienso, nos conciernen a todos.
Borges comentó en alguna ocasión que los argentinos tenemos una profunda voluntad antimetafísica que nos lleva a creer que el mundo (hubiera podido agregar que ese mundo llevaría el nombre natural de “Argentina”) se ha hecho especialmente para nosotros y, por eso, no nos molestamos en preguntarnos por la posibilidad de su existencia. No importa si esto es cierto, lo que sí es cierto es que muy pocos autores argentinos se toman el trabajo de no dar por sentado que el mundo es un ‘dato’, un marco o una casita de muñecas, en el que hay un nicho preparado para eso que llamamos nuestra vida. Chejfec -y por supuesto que hay otros- desmentiría radicalmente el comentario de Borges. En todo caso, en Los incompletos todo espacio es impropio y se señala a sí mismo en su puesta en “escena”, en su teatralidad, en su representación, y la genialidad de la obra radica en cómo hacer del espacio un espacio probable. De allí su insistencia en tratar de completar el espacio en un punto también impropio, de situarlo con el mismo ademán con que lo destituye, de “estirarlo al tiempo que se destruye”, de darle alguna forma al tiempo que esa forma se le escapa y trasmuta en otra, de ampliarlo con el mismo gesto que lo reduce, de hacerlo “simulacro de inframundo” para que se parezca al mundo, de llenarlo para encontrarse otra vez con el vacío y referirse así –oblicuo y desviado, pero certero- a la Argentina como “el país del futuro, el país ideal, el país del vacío”, el país donde se puede “estar y no”, donde la gente no está “marcada”. De la Argentina de Chejfec parece derivarse todo lo impreciso, todo lo indeterminado, todo lo incierto y eso causa una tristeza enorme, porque uno siente que el que parte de Argentina no parte de ningún lugar y que más que partir se desvanece, como Félix, simulacro de simulacros, o sólo una emanación derivada de Masha o un ente perseguido por la condición incompleta del mundo que no se llama Argentina pero que, digamos, se le parece. Los Incompletos está minada de las esquirlas que el recuerdo le debe a la muerte y al vacío, su sustrato -en un mundo sin sustrato- es la no identidad argentina, no como queja, no como lamento, sino como la extraordinaria posibilidad (la identidad no quiere lo nuevo de la repetición, la niega) de ser un “fundador de pueblos”, alguien que puede delimitar territorios -aunque para eso sean bienvenidas las sombras, los autómatas y los muñecos- o aunque los límites del territorio sean inconmensurables y se llamen “Confín”. El confín que encuentra –o recobra- Félix en la Rusia de Chejfec y que es desolado como la pampa de Mansilla en su excursión, aunque en una versión más propia de esa temporalidad de la ciencia ficción cuando quiere anular el tiempo y construir un presente perpetuo: un estado en que algo continúa activo pero no se llama pasado y algo tira hacia adelante pero no se llama futuro, como el gesto incompleto de un muerto que hubiera quedado petrificado en el momento de ir hacia delante. Cuando Masha le pregunta a Félix por su nacionalidad y éste contesta “argentina”, ella se resiste a creerle y supone que se trata de un “país falso”, pero ese rasgo le resulta “de gran ayuda para “su libro”, porque para un falso protagonista no había nada mejor que una nacionalidad inventada”. Y, en cuanto a Félix, “no le disgustó que no le creyera; él mismo en ocasiones dudaba de su origen (…), de la existencia de su país”.Tal vez todas los “imprecisables” de la novela se proyectan sobre la incerteza máxima que nos otorga un país “de identidad huérfana.”
Todo escritor tiene un ajuar más o menos reducido y especificable de palabras, son palabras que se repiten también en fuga, como si en cada repetición -corrimientos minúsculos- encontraran un nuevo sentido (encontraran incluso la eternidad, como Masha cuando descubre los beneficios de la repetición), palabras que palpan la calidad, no de los hechos, sino “del suceso y su pliegue”. En la obra de Chejfec esas palabras “incompletas” son “indefinición”, “imprecisión” e “indeterminación”. Pero no una “indefinición” que aspirara a ser resuelta en una “definición”, no indeterminación como sinónimo de la ignorancia humana que no tiene los medios a su disposición para “determinar” los hechos, no “imprecisión” como defecto de un mundo previsible y bien delimitado, sino como esa condición incompleta que lo afecta todo y que hace que las “ideas no lleguen a formarse”, que las visiones, las personas y los lugares sean incompletos y que las cosas estén siempre allí distraídamente direccionadas para fugarse, como en la repisa del Hotel Salgado o en esos personajes que señalan su propio simulacro de vida, como la vagarosa Masha que de tan incompleta camina como levitando, “casi a ras del suelo” o puede “desaparecer” de la mente de los demás como desaparece de la suya propia. O, el propio Félix visto por Masha hacía el final de la novela como un fantasma cortado en la parte de arriba, tal como Félix había visto a Masha cortada en la parte de abajo, en el comienzo de la novela. Resulta admirable la precisión con que Chejfec pliega y despliega los tiempos y los espacios, trayéndonos -como restos salvados de un naufragio- detalles nimios de un principio que puede ser un final -o al revés- o ambas cosas a la vez.
Su reiterado aprecio por “las situaciones-prólogo”, por las situaciones que se “prefiguran a sí mismas” como pura ‘espera’ pero también por la transición y el pasaje, no son más que reduplicaciones de lo fugaz e indeterminado del mundo y, es en esa medida, que “revelan la verdadera condición de nuestra existencia” y basta una cola de mujeres en el mercado (una situación prólogo) para hermanarnos con las demás fabricaciones o artefactos humanoides que pueblan el mundo. No sólo no hay en esta novela “psicologías” en el sentido tradicional de creación de un personaje -son muchas las veces que Chejfec hace explícito este carácter poco psicológico y falto de interioridad de Felix y Masha- sino que más bien el autor crea una “nueva figura”, mezcla de persona y artificio, y no a la manera ya tradicional propuesta por Wilde en La verdad de las máscaras en la que priman la estrategia y el cálculo. Como Stendhal cuando afirma: “Las apariencias no engañan”, en esta tradición el simulacro guarda relación con algún “original” y el artificio con algo “natural”. Son lógicas que oponen la superficie a la profundidad y la mentira a la verdad, pero ambos términos siguen teniendo validez y la noción de lo humano -aunque más verdadero en la mentira- está conservada. No, en la obra de Chejfec se trata de la cultura como pura fabricación, la de los autómatas que fascinaron al siglo XVIII y que pueden leerse en los símiles que usa Diderot para referirse al hombre. O, como escribe Chejfec: “muñecos disimulados tras una forma humana” o degradados golems como los muñecos de juguete que en un momento rodean a Félix: lo humano como carcasa. Cuando el viajero llega al “confín” (del vacío de Buenos Aires al espléndido vacío que sólo el extranjero puede encontrar) y Félix descubre el confín y su, digamos, “condición incompleta”, todo se hace más desolado, más devastado, más triste. Sin embargo, con infinita paciencia, Chejfec nos proporciona -como si un animal agonizante sacara lo mejor de sí- más ocurrencias y probabilidades, como si ninguna versión pudiera dar fin a su relato y éste sólo terminara por pura amabilidad con el lector, cuando el narrador “recoge sus cosas”, como un actor que saluda a su público “hasta la nueva aparición de los recuerdos”.
La prosa de Chejfec es precisa, meticulosa, calculada, definida; el mundo de Chejfec es impreciso, indefinido, azaroso, impredecible. No se trata solamente de un “argentino en fuga” sino de la fuga como mecanismo para que el mundo tenga más de un sentido, más de un intercambio, más de un entrecruzamiento, más de una probabilidad para llenar “la nacionalidad ausente”. No hay nadie que desee más la “modalidad estática” que quien no confunde el devenir con el viaje. Es allí donde ambos, Félix y su amigo, tal vez buscaban lo mismo: algo así como no moverse para que algo ocurra.
Cuando empecé a leer Los incompletos me pasó algo raro: tuve la sensación
-desrealizante- de que el lector también era una “excrecencia”, un cálculo improbable, o una eventualidad propia de los sueños. Eso sólo ya me resultó maravilloso, como si la habilidad de Chejfec para activar la mecánica de producción de situaciones en voz baja, tan poco propia de nuestra época, me permitiera a mí también leer en silencio -como para no despertar a nadie-, casi a ras del suelo, como el andar de Masha. Un lector también imperceptible que corría el riesgo -en un mundo fugaz e indeterminado- de disolverse él mismo y desaparecer.
Chejfec es uno de nuestros grandes escritores. Lo quiera él o no, es un escritor “marcado” por la inmensidad -“palabra nuestra”, como escribió Osvaldo Lamborghini- pero fugado del “exceso de representación” que fascinó a Lamborghini y que fue la materia de su obra. Huir de cualquier ‘identidad’ es uno de los grandes secretos de esta novela. Y esto no vale sólo para la tediosa pregunta de algunos compatriotas por el ser argentino, sino que se proyecta más lejos, hacia un confín donde lo humano ha fracasado o ha revelado su condición incompleta o, más radicalmente, donde cualquier identidad se ha hecho trizas. Como escribió Kafka: “Hay muchas esperanzas pero ninguna es para nosotros”.
(Actualización diciembre 2004 - enero febrero marzo 2005/ BazarAmericano)