diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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A veces admitimos que las generalizaciones resultan inevitables, aunque se sepa de sobra que siempre son injustas. El impacto de la lectura de “Dos veces junio” vuelve inevitable una generalización: si hubiera modos argentinos de hablar e imaginar el mundo, sobresale entre ellos uno, una cierta `mentalidad´ que parece bien argentina, nada minoritaria, y que es horrorosa. No es que haya generalización alguna en la novela misma, pero esa mentalidad parece estar allí y el relato nos convence con eficacia de que las palabras para calificarla serán siempre insuficientes: el modo ordinario en que ciertos argentinos ordinarios –esa injusta generalización- hablan y están en el mundo es aterrador, siniestro y repugnante. Aún hoy, el varón argentino ordinario suele ejercitar, entre sus hábitos de sociabilidad conversada –en la tan argentina y amena sobremesa familiar o en la camaradería de los amigotes- ese relato deleznable que se forma encadenando anécdotas de la colimba; el peor lugar común de ese cuento repetido es un momento admirativo, a veces reverencial –como cuando el adulón festeja los chistes malos del soberano- en que se recuerda con simpática y sumisa complicidad el carácter de un superior, un oficial de carrera de cuyos favores gozaba el narrador otrora conscripto y a quien le prestaba adhesión y obediencia, menos a cambio de esos alivios magnánimamente concedidos a su condición de esclavo que como consolatorio sucedáneo del deseo de ser el otro, el fuerte, el que manda, el que tiene razón. “Dos veces junio” es una rara transformación de ese lugar común -que el relato despoja de los tonos nostálgicos, festivos o gastronómicos de procedencia- y que se convierte en una respuesta narrativa a la pregunta central de la historia argentina reciente: ¿cómo fue posible el colmo inenarrable de horror de la dictadura? Simplificando el impacto de lectura al que me referí antes, “Dos veces junio” parece respondernos, con la naturalidad colaboracionista y la nitidez argentina de su voz casi siempre controlada: fue posible, entre otras cosas, por el consentimiento, por la adhesión, a veces admirada y servil, de ciertos numerosos argentinos ordinarios al autoritarismo inconmovible y a la eficacia exterminadora de las Fuerzas Armadas. El narrador principal de “Dos veces junio” es un soldado conscripto a quien le ha tocado en suerte oficiar de chofer de un oficial médico, el doctor Mesiano (cuyo discurso asertivo, sentencioso y totalitario suena a la vez desmedido y mesiánico). El narrador debe dar con Mesiano para avisarle que desde un campo de concentración del conurbano requieren de su respuesta autorizada a la pregunta con que se inicia la novela : “¿A partir de qué edad se puede empesar a torturar a un niño?”. Luego de corregir prolija y subrepticiamente el error ortográfico del mensaje, que ha sido registrado en el cuaderno de comunicaciones de la unidad militar donde presta servicios, el narrador se limita durante el resto del relato a acatar, obedecer y, con la conformidad y la discreción retórica del subalterno que se complace en el deber cumplido y en su celo de la norma, reproduce una versión de los hechos que suena para sí misma casi neutral: tras dictaminar que el bebé no pesa lo suficiente para torturarlo en procura de la confesión de su madre secuestrada y agonizante, Mesiano robará el niño para entregarlo a su hermana, cuatro años antes de que su propio hijo muera en la guerra de Malvinas. Así, el narrador inventado por la novela trabaja contra los códigos admisibles de la verosimilitud y a la vez inventa uno nuevo: ese narrador es imposible, es imposible que un personaje como ése narre, y es imposible que narre eso; y, al mismo tiempo, del habla del que narra resulta la representación aterradora de una mentalidad histórica y presente, con una eficacia `realista´ ante la cual únicamente esa mentalidad y sólo ella podría mostrarse, como sucede en el relato, imperturbable. A causa de eso la novela de Kohan* es lo que solemos llamar un “trabajo de la memoria”: porque para la peor historia inventa un modo de narración capaz de resignificar el peso de actualidad que ese pasado mantiene (cuánto conservan tantísimos argentinos ordinarios de todo aquello que permitió que tantos adhirieran, consintieran, se subordinaran). Ese punto de vista narrativo –el de un otro histórico que querríamos imposible y que, como nos recuerda la novela, sigue a nuestro lado- nos permite sospechar toda la densidad del horror; porque contra la negativa que parece imponérsenos desde el fondo de nuestra pura condición humana o desde cierta tradición de pensamiento sobre los genocidios, la voz del relato muestra que sí es posible narrar `literalmente´ la mera facticidad de la ejecución concreta del secuestro masivo, la tortura, la desaparición, y el robo de niños metódica y cuidadosamente calculados. Hay entre nosotros, nos recuerda la novela por la forma de su voz, una mirada que pudo ver así los hechos, un sujeto capaz de narrarlos de ese modo, es decir desde la mera moral de la eficacia del método, y que por eso los produjo. Hubo a quien no le resultó monstruoso saberlo, hacerlo ni razonarlo, de modo que como sucede en “Dos veces junio”- bien hubiera podido narrarlo en iguales términos (y el impacto de lectura de la novela demuestra que esa narración del horror como si no lo fuese, lejos de banalizarlo, lo rememora con una intensidad inusual). Luego, la narración que inventa Kohan no estaba, en rigor, ni en la discursividad de las víctimas y testigos (incluso si han narrado mucho más `crudamente´ algunos hechos, como en el “Nunca más” o en las “Actas” del Juicio a las Juntas), ni en las apologías de la masacre proferidas por los exterminadores o por sus defensores para justificarse en público. Porque quienes narran o hablan en “Dos veces junio” lo hacen en el curso de la ejecución que llevan a cabo o que acompañan, y en esa rutina no necesitan casi ni darse ánimos, menos defenderse ante nadie.
Como en la versión servil de ese relato de la colimba conversado por cierto varón nacional, los tópicos de la obediencia admirada hacia el superior mantienen en “Dos veces junio” una relación de contigüidad y, más, de equivalencia casi literal con otras dos variantes de la dominación, infaltables en esa dialéctica del amo y el esclavo: el fútbol y el sexo, como formas mensurables de la conquista. Antes de su transformación en uno de los rubros del negociado monopólico menemoide, el fútbol ya era en la Argentina un recurso de construcción de consentimiento social a la dominación autoritaria. Kohan le encuentra la vuelta a ese otro lugar común. Los dos junios del título son las fechas de los partidos en que la selección argentina de fútbol cayó derrotada ante su par italiana, primero en el campeonato mundial de 1978, mientras la madre del bebé de la novela espera la muerte en un chupadero, y luego en el torneo de 1982 en España, durante la derrota en el Atlántico Sur donde muere el hijo del médico torturador (hay fuera del texto un tercer junio más o menos azaroso, muy apropiado para el ingenio de Kohan: la novela llegó a las librerías mientras la selección argentina de fútbol era eliminada en primera ronda del Mundial Corea-Japón) . Y el fútbol, concentrado en torno de esas dos efemérides malditas, funciona como la escueta metonimia de la condición precisamente concentracionaria que el estado terrorista de 1978 y el estado de la aventura guerrera de 1982 procuraba imponer a la población y que tantos argentinos ordinarios acataban de buena gana, concentrados en el Monumental de Núñez y sus alrededores o en la Plaza de Mayo tras las convocatorias de Rivadavia, la radio futbolera que escucha el narrador. Pero conviene despejar malentendidos, porque “Dos veces junio” no es una novela sociográfica (al modo de la tan bien escrita “Vivir afuera” de Fogwill, digamos). Lejos de la pintura de tipos sociales o dialectales, la novela va componiendo las contigüidades de una figuración nada convencional del horror, organizada mediante la sucesión de breves subcapítulos numerados en romanos. Por una parte, la voz del narrador principal se alterna con breves fragmentos sobre fútbol; algunos reproducen el tono triunfal o nacionalista de las transmisiones radiales, otros una especie de manual de estrategia de campo que hace del deporte un sucedáneo de la guerra (artilleros, ataques, defensas, flancos, maniobras, tiros), otros repiten según distintas variables la formación de la selección argentina de 1978 (“con especial atención a” sus pesos, clubes de procedencia, estaturas, números de camiseta, fechas de nacimiento); todos quedan conjugados, así, con el discurso delirante de Mesiano sobre la historia argentina, con el discurso del soldado narrador sobre la “ciencia” médica que admira en su jefe y, sobre todo, con la obsesión de orden numérico que recorre todo el relato; desde los títulos de cada capítulo, todo en “Dos veces junio” es organización disciplinada por el cálculo y todo se mide, se numera y se lista: cantidades de espectadores en el estadio, de pobladores en el país, nóminas de próceres o de caídos en combate; edades, pesos, estaturas, pulsaciones, latidos, contracciones, orgasmos, horas diarias frente al televisor, límites y resistencias; fechas, horarios, citas; distancias, domicilios, zonas, jurisdicciones; teléfonos, modelos de autos, líneas de colectivos, goles a favor, goles en contra, derrotas consecutivas. El tono casi nunca perturbado del narrador se exorbita, así, en esa pulsión por el sistema, la rutina y la norma, que oficia de única pero férrea moral de los personajes: se trata de “poner orden en los acontecimientos” con el rigor disciplinado de otro lugar común, el de los engranajes y la máquina, repetido en el habla de este narrador que todo lo cuantifica. Por otra parte, además de los juegos de números, el trabajo del texto con la contigüidad entre fútbol y dictadura tiene ciertos momentos de condensación narrativa, como cuando se describe a los espectadores de la primera derrota ante Italia saliendo abatidos del estadio: “pensé extrañamente que tenían, a un mismo tiempo, la apariencia de los inocentes y la apariencia de los que no son inocentes. No podían explicar, por el solo hecho de haber estado ahí, cómo era que había pasado lo que nadie podía suponer que fuese a pasar”.
Esa constelación de contigüidades con que la novela resignifica el pasado se completa, como decía, en las referencias y escenas sexuales, ubicadas sobre todo tras la primera derrota ante Italia, cuando Mesiano pretende “salvar la noche” llevando de putas a su hijo y al narrador. Aquí, otra vez, Kohan toma el riesgo del lugar común: el sexo es memorable cuando lo que se disfruta es la dominación violenta de la víctima (y cuando se la puede cuantificar en “la cifra mítica”, la irrepetible “marca” de cinco al hilo). Todos los encuentros sexuales de la historia son violaciones, pero sólo aparecen narrados los que de una u otra forma son violaciones o violencias sexuales fingidas (el narrador le pide a la prostituta que le ha tocado en suerte, y a la que ha maniatado, que finja “el disgusto y el horror", y ella sabe responderle “me estás matando, mi soldadito”; también fingen violaciones las actrices de las películas pornográficas que se proyectan en las habitaciones del hotel donde se encuentran); las únicas violaciones no fingidas, es decir las que podrá sufrir la secuestrada aún después de las torturas y del parto, se anuncian pero no se narran. Mediante ese contrapunto, la novela figura una grieta, tal vez la única, en el imaginario del exterminio: el peligroso e inevitable parentesco entre silencio y fingimiento. Tal como le aconseja su padre antes de su incorporación al ejército, el narrador finge todo el tiempo que ignora, da la razón al superior y, sobre todo, calla. Sabe que ese autocontrol forma parte del método que asegura el funcionamiento del sistema. Pero la parturienta prisionera también calla, aunque no pueda fingir que no sabe, y no hay manera de hacerla hablar. El único ante cuya presencia la mujer agonizante toma la palabra es el narrador (el único que no podría violarla, el que para violar precisa que la prostituta, cuyo oficio es el fingimiento, finja que accede a fingir). Mientras espera, solo en un pasillo de la mazmorra, a que Mesiano resuelva el dilema por el que ha sido consultado, el narrador es interpelado desde el interior de una celda por el murmullo de la voz de la madre secuestrada (cuyo íntimo discurrir ya ha interferido en el texto mediante las intervenciones fragmentarias de otro punto de vista, tan otro que ha cortado el registro predominante instalado por el narrador principal; por esa voz marginal y divergente ya sabemos que la madre ha decidido que el niño se llame Guillermo, y que “Casi no le quedaba cuerpo donde pudiesen matarla”). En los fragmentos de esa discusión crispada y secreta entre el soldado y la víctima, el primero no quiere saber y, entre injurias, la insta una y otra vez a callarse; ella, en cambio, insiste en que él lo sepa todo y repite, bajo la forma de un aserto, lo que suena más bien a interrogación y es un ruego no fingido, por más que sepamos que no es cierto: “Vos no sos uno de ellos”. Mucho más adelante, sobre el final de la novela, sabremos que la mujer le ha hecho saber al narrador, además de un número telefónico, un nombre; no alguno de los que calló ante los torturadores, sino el que eligió para su hijo. El narrador, que ya es casi “uno de ellos”, sabrá callar lo que ahora sólo él sabe pero no ha olvidado.
* Martín Kohan (Buenos Aires, 1967) es narrador y crítico literario. Ha publicado otras tres novelas (“La pérdida de Laura”, “El informe” y “Los cautivos”), dos libros de cuentos, y numerosos artículos y ensayos en revistas especializadas y en medios periodísticos.
(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2002/ BazarAmericano)