diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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En el gusto bajo de la lengua
Atlántida, de Juan José Becerra, Buenos Aires, Grupo Editorial Norma, 2001, Colección "la otra orilla", 150 páginas.

Atlántida es la segunda novela de Juan José Becerra, que nació en Junín en 1965 y vive entre La Plata, City Bell y Buenos Aires. Algunos lectores reconocerán la firma de Becerra por sus columnas sobre cine y literatura en la revista Los Inrockuptibles o por sus colaboraciones en Clarín, Página/12, Mística o El cronista cultural; algunos menos, por su primer libro, Santo, que publicó Beatriz Viterbo Editora en 1994.

Aunque es indudable que en Atlántida persiste el arte narrativa de Santo -la desproporción de contar poquísimo en una escritura que no se priva de casi nada-, ahora lo más destacable son tres efectos (o los modos de producirlos): el humor inapropiado, la respiración taimada de la prosa, el sentimentalismo fuerte pero puesto al fondo.

Atlántida inventa una forma nueva para el humor literario argentino, y su lectura se justifica nomás por las carcajadas que provoca. Casi apenas comenzada, la novela cuenta un funeral. Se dirá que los velorios son, desde siempre, cómicos (por contraste con la instantánea muerte, se sabe, todo ese aparato posterior de catafalcos y arreglos florales y llantos mueve a risa; aunque aquí no se trate de un velorio sino, más bien, de la escena final en el crematorio). Se recordarán clásicos sobre el asunto, como aquella "Conducta en los velorios" de Cortázar, tan moral, o alguna novela de Jorge Amado. Becerra hace otra cosa con el tema, lo mismo que con otros tantos lugares comunes de lo cotidiano: por una parte, esas nimiedades están puestas una tras otra en la novela como si por su física intrascendente no importasen nada a nadie, pero el efecto del modo de narrar esa acumulación rutinas mecanizadas que carecen de todo prestigio o de vuelo, es que ganan todo el tiempo la solidez muda del único nivel de lo real que de veras nos importa, o importa al narrador y a los personajes. El relato impone una noción de la experiencia que se juega en la sucesión espesa de lo particular que pasa y se pierde. Por otra parte, cualquiera de esas miradas sobre las parcelas accidentales del mundo puede terminar en la risa, porque Becerra ha inventado un procedimiento para hacer respirar a la mejor prosa narrativa argentina. El narrador de Atlántida habla con el refinamiento meticuloso de quien ignora las ideas sobre las cosas (aunque el protagonista, desde esa ignorancia, las busque como desde cero) y en cambio conoce exclusivamente las posibilidades más sofisticadas de composición de la frase, la palabra o la forma precisa de la sintaxis; pero a menudo, el relato desbarranca el efecto narcótico del buen estilo mediante la inadecuación retórica: con la destreza del hablante nativo, Becerra hace intervenir cierta variante del habla coloquial, esa que combina el escepticismo práctico del perdedor con el ingenio ocurrente y procaz de un atorrante aparentemente adaptado. Becerra le hace sentir, pensar, o imaginar a Rosales, el protagonista, en una lengua obsesiva, de microscopio, para pincharle entonces el globo del estilo con la irrupción de una verba gruesa, íntima y malhablada, que anula la distancia y desluce y disuelve su "literatura" a los saques. En ese sentido, Atlántida retoma una fórmula que Becerra ya había probado en Santo, pero, por una parte, la vuelve más legible (escribe un relato menos literario), y por otra la aprovecha mejor porque intensifica el corte y la decepción de una expectativa de lectura creyente. En términos de historia literaria reciente, no podría decirse entonces que Atlántida se enfila en un tipo de narrativa de la que Juan José Saer sería el modelo, porque la forma en que Becerra pone en juego los dialectos ordinarios devalúa la comparación (aventuro: Atlántida no es un relato irrelevante en el territorio de la novela argentina reciente porque, entre otras cosas, es más anti o post borgeana que Saer). El libro conoce, digamos, ciertas posibilidades de la impudicia verbal argentina -un registro de injurias callejeras, machista o remotamente prostibulario pero sin efecto de color local, transformado más bien en procedimiento. Que en el sistema de la novela se vincula, además, a un cinismo metódico sin pretensiones que va deschavando al paso las máscaras y mascaritas del nimio intercambio social de clase media en que se mueve Rosales (sepelios, casamientos, cumpleaños desmelenados, chusmeríos insidiosos, un grupo de amigotes con el que copetea regularmente en un bar de mala muerte).

En ese registro poco serio con que la narración confronta a la vez la seriedad bien escrita de su estilo y las falsificadas ilusiones de sus personajes, el libro también sabe rebajarse al sentimentalismo y al miedo que el impulso de su estilo querría escamotear. Atlántida es una novela que, con cierta sabiduría rasa de la experiencia que no se precia de tal, narra un tema muy infrecuente en la literatura argentina: la relación de un padre más o menos joven y divorciado con su hijo, un niño de seis o siete años de edad que pasa los fines de semana con Rosales (resuena por el efecto conmovedor o por la belleza rara de esas páginas, no por semejanza literaria, algún momento de El Dock de Matilde Sánchez o, mejor, esas iluminaciones sobre los vínculos entre padre e hijo que se leen en El mundo según Garp de John Irving; resuenan de un modo elíptico, puestas en el registro de los movimientos de los cuerpos, los ajetreos de los personajes con los días y los objetos, nunca en lo que se dicen). Atlántida es sobre todo por eso una novela de amor. También por el tema que hace de pretexto para su simplísima trama: al comienzo de la novela, el protagonista es abandonado por Elena, su última mujer o novia. Rosales, que es lerdo, retarda resignarse al carácter definitivo de ese abandono, que parece empujarlo, por más que se resista, a un redescubrimiento decepcionante de las dimensiones del mundo, y de la naturaleza más o menos insustancial de sí mismo -credulidad inconsistente de Rosales con la que se ensaña sin piedad el narrador, procurando que nos riamos con la desgracia ajena, porque Rosales se ilusiona, contra el tiempo y la pérdida, de una manera más o menos patética que la sobriedad tramposa de la escritura no hace más que subrayar.

Así, Atlántida no es una novela de intriga, aunque Rosales sea un intrigante que declina, un intrigante de trenza corta o media máquina. Atlántida pide más bien un lector sin apuros ni expectativas, que se deje estar en el gusto de la lengua.

 

(Actualización agosto - septiembre - octubre - noviembre 2001/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646