diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90
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¿En qué otra obra, sino en la de John Donne (1572-1631), podríamos encontrar una mención de las secreciones del cuerpo humano -orina, saliva, sudor- al lado de una metáfora del cuerpo humano como mapa, con sólo dar vuelta unas páginas? La literatura religiosa con frecuencia ha sido más osada que la poesía secular en sus imágenes, su retórica, hasta sus materiales. Joyce lo comprendió al basar un capítulo entero de su “Retrato del artista adolescente” en los ejercicios espirituales propuestos por San Ignacio de Loyola, y lo comprenden los predicadores fundamentalistas contemporáneos al imitar la retórica inflamada de Cotton Mather y los primeros ministros puritanos de las colonias estadounidenses.
Donne compuso sus “Devotions upon Emergent Occasions” al recuperarse de una seria enfermedad en el invierno de 1623, a pesar de que el lector tiene la impresión de que los acontecimientos sucedieran en el momento mismo en que el narrador los describe. Las veintitrés “Devociones” constituyen una narración del progreso de la enfermedad, repasan las etapas del mal y su recuperación. Cada etapa comprende tres secciones: una “meditación sobre nuestra condición humana,” una “expostulación y debate con Dios” y finalmente una plegaria. En la edición que nos ocupa, como en la mayoría de las selecciones de la obra de Donne en inglés, solamente aparece la primera de las secciones.
Ocasiones “emergentes” son aquellas que surgen casual o inesperadamente, como la enfermedad que sufrió el autor. La enfermedad le sirvió para examinar los fundamentos filosóficos y religiosos sobre los que sustentaba su vida. Naturalmente, una de las tareas básicas, que llevó a cabo en la Meditación IX (“Medicamina scribunt: Después de su consulta, recetan”), fue definir qué se entendía por “enfermedad.” La primera sorpresa a la que se enfrenta es que las enfermedades parecen tener tal poder de multiplicación que se tornan infinitas: “los maestros de este arte apenas pueden enumerar, no nombrar, todas las enfermedades; todo lo que perturba una facultad y su función es una enfermedad.” Pero haber encerrado el mal en una definición es un consuelo ínfimo. Ni siquiera el lenguaje humano sería suficiente para hacer el inventario de las enfermedades que, para colmo, no sólo son corporales, sino también mentales. El devocionario de Donne sostiene un espejo frente al lector, en cuya superficie se reconocen dos verdades fundamentales: que todo enfermo llega a sentir, en algún momento, desconfianza de su doctor y del poder curativo de la medicina, y que el estado propio de la enfermedad es la incertidumbre absoluta. La salud es un edificio que puede derrumbarse en cualquier momento y la enfermedad es imprevisible, insospechada, y sobre todo inmerecida. Esta última cualidad va contra la lógica de la religión, donde el castigo es siempre consecuencia de un pecado. La conciencia de esta falta de lógica en la enfermedad induce al narrador a una especie de paranoia y obsesión con los menores síntomas de alteración corporal. La primera Meditación (“Insultus morbi primus: La primera alteración, el primer gruñido de la enfermedad”), por lo tanto, comienza y termina con una interjección que lamenta la “variable y desdichada” condición humana.
El libro fue publicado casi inmediatamente después de haber sido escrito y tuvo una gran repercusión. La mezcla de sentimientos privados y moralización pública lo hacía particularmente accesible al lector del siglo XVII, quizás precisamente la misma cualidad que hace de este devocionario una lectura fascinante para el lector contemporáneo. Sus oraciones, tan elocuentes y ricamente metafóricas, han provisto el título de por lo menos una importante novela moderna, “Por quién doblan las campanas”, de Ernest Hemingway: “Ningún hombre es una isla, completa en sí misma; cada hombre es un trozo del continente, una parte del todo; si un terrón fuese arrastrado por el mar (y Europa es el más pequeño), sería lo mismo que si fuese un promontorio, que si fuese una finca de tus amigos o tuya propia; la muerte de cualquier hombre me disminuye, porque yo estoy involucrado en la humanidad; y, en consecuencia, no envíes nunca a preguntar por quién doblan las campanas; doblan por ti.” (Meditación XVII, “Nunc lento sonito dicunt, Morieris”).
Donne nació en el seno de una antigua familia católica en una época en que el sentimiento anticatólico en Inglaterra estaba llegando a su apogeo y los católicos se veían sujetos al acoso constante de la policía secreta isabelina. Su fe lo alejó de las posibilidades y posiciones de éxito, y su punto de vista fue siempre el de un marginal. Aunque frecuentó las universidades de Oxford y Cambridge y Lincoln’s Inn (donde los abogados recibían su entrenamiento legal), nunca recibió grados académicos ni practicó el derecho. Luego de abandonar el catolicismo calladamente en algún momento de la década de 1590, sintió ciertos escrúpulos de abrazar el anglicanismo. Aunque había heredado dinero de su padre, que murió cuando Donne tenía cuatro años, la suma estaba lejos de volverlo independiente. Por lo tanto, debió moverse en el mundo a fuerza de encanto e ingenio y, sobre todo, del favor de mecenas y protectores. Viajó por Europa, especialmente a España, participó en una breve expedición a Cádiz y las Islas Azores con Sir Walter Raleigh y Essex, y se puso a disposición de la corte. En 1598 fue nombrado secretario privado de Sir Thomas Egerton, uno de los oficiales de más alto cargo en la corte. Pero sus posibilidades de progreso mundano tuvieron abrupto fin cuando se casó en secreto en 1601 con la sobrina de su jefe, Anne More, que entonces contaba diecisiete años. Aunque el matrimonio resultó feliz, el padre de Anne, Sir George More, llevó a Donne a prisión y lo destituyó de su cargo. Durante una docena de años siguientes, Donne, pobre, enfermo e infeliz, debió mantener a su familia con empleos variados.
Aunque Donne había rechazado tomar las órdenes anglicanas en 1607, el rey James I lo convenció de que podía ser un gran predicador anglicano y de que no había otro empleo posible para él que en la iglesia. Habiendo proclamado públicamente su abandono de la fe familiar al dar a imprenta dos polémicas anti-católicas, “Pseudo-Martyr” (1610) e “Ignatius His Conclave” (1611), finalmente en 1615 Donne superó sus escrúpulos y entró en el ministerio; pronto fue nombrado Reader in Divinity (lector en teología) en Lincoln’s Inn. En el siglo XVII, predicar era a la vez una forma de devoción espiritual, un ejercicio intelectual y un entretenimiento dramático. El estilo metafórico de Donne, su uso audaz de la erudición y su ingenio teatral hicieron de él un predicador famoso. Sobreviven 160 de sus sermones. En 1621 fue nombrado Diácono de la Catedral de Saint Paul, donde predicó para grandes congregaciones de abogados, cortesanos, mercaderes, y hombres de negocios de la City londinense. En 1624 se publicaron sus devociones privadas, objeto de la presente reseña. Obsesionado por la idea de la muerte, Donne escribió su propia oración fúnebre, “Death’s Duell”, apenas unas semanas antes de fallecer en 1631.
No más que un par de los poemas sobre los que se sustenta su reputación contemporánea fue publicado en vida del poeta, aunque circularon en forma manuscrita. Muchos de ellos habrían sido manchas negras en su reputación de teólogo; además, pocas personas deseaban o podían leerlos debido a su dificultad y sus abstrusas alusiones; por lo tanto, en vida fue conocido sobre todo como predicador y escritor devocional. El mismo Donne es responsable de la doble percepción de su personalidad; en una carta, trazó la diferencia entre “Jack Donne,” el joven aventurero que escribía versos cínicos y picantes a sus varias amantes, y el “Doctor Donne,” diácono de San Pablo, teólogo grave y elocuente. El contraste puede resultar asombroso, pero sugiere exactamente el esfuerzo imaginativo que demanda la aproximación a su obra, sin distinción entre los textos de asunto religioso y los textos de asunto amoroso.
Sus poemas completos fueron publicados por primera vez en 1633, dos años después de su muerte. En 1635, una segunda edición dividía los textos en nueve secciones genéricas, que se abrían con una serie de “Songs and Sonnets” y se cerraban con “Divine Poems”; en el medio había epigramas, elegías amorosas, epitalamios, sátiras, epístolas en verso y elegías fúnebres. Donne y sus seguidores son conocidos en la historia de la literatura como la “escuela metafísica” aunque, estrictamente hablando, se trata de una denominación errada en ambos términos. En primer lugar, nunca hubo un grupo organizado de poetas que imitaran a Donne, aunque la influencia de su estilo es notable en George Herbert, Richard Crashaw, Henry Vaughan, Andrew Marvell y Abraham Cowley, escritores cuyo gusto ya estaba formado hacia 1660. En segundo lugar, la etiqueta de “metafísicos” fue inventada por John Dryden y Samuel Johnson, pero para decir que estos poetas “simulaban” hacer uso de la metafísica, superficialmente, para construir sus famosos “conceits” (comparaciones y metáforas extensas que requieren de gran concentración para ser entendidas y descifradas). El gran cambio en el gusto literario que aconteció en 1660 hizo que el estilo “afectado” de los metafísicos cayera en desuso, y durante los siglos XVIII y XIX su obra fue apenas leída y menos apreciada. A fines del siglo XIX y principios del XX, aparecieron tres ediciones de Donne, de las cuales la de Sir H. J. C. Grierson (1912) fue aceptada como el modelo; fue la usada por T. S. Eliot cuando escribió sus famosos ensayos.
Izaak Walton, el piadoso biógrafo de Donne, nos informa que el poeta escribió su famoso himno “To God the Father” (A Dios Padre) durante la enfermedad de 1623. Donne le había puesto música y el coro y organista de la Catedral de San Pablo lo interpretaban a menudo. El poema comienza con una solicitud a Dios para que perdone al poeta el “pecado original” que heredó de sus padres: “¿Perdonarás ese pecado por el que comencé, / Que es mi pecado, aunque fue cometido antes de mí?” Pero el verdadero pecado que está cometiendo en ese momento es otro: “Tengo el pecado del miedo,” confiesa. El himno le sirve entonces para purgar ese pecado y terminar diciendo: “Ya no temo más.”
Otro famoso himno, “To God, my God, in my Sickness” (A Dios, mi Dios, en mi enfermedad), también fue probablemente escrito en diciembre de 1923, aunque Walton lo consigna al último día de la vida del escritor. Este poema nos interesa porque desarrolla el tópico—común en la ideología renacentista—de que cada ser humano es un microcosmos, análogo en cada detalle al macrocosmos: “Mientras mis doctores a causa de su amor se tornan / Cosmógrafos, y yo su mapa, que yace / Plano sobre la cama, para que puedan mostrar / Que este es mi descubrimiento del sudoeste / ‘Per fretum febris’, para morir en estos estrechos,/ Júbilo siento de ver en estos estrechos mi Oeste.” El cuerpo enfermo es una metáfora, una sinécdoque, del macrocosmos. Donne alude en estos versos a diversas especulaciones antiguas acerca de la localización del Paraíso. El paraíso es análogo al cielo, así como los estrechos (de Bering o de Magallanes) son análogos a la muerte.
Este tópico informa, precisamente, una de las primeras devociones de la serie (Meditación IV, “Medicusque vocatur: Se envía por el médico”). Pero al jugar con esta noción, Donne típica y paradójicamente la da vuelta, arguyendo que los humanos (aunque sin Dios no son nada) podrían ser gigantes y el mundo su representación disminuida: “Es demasiado poco llamar al hombre un pequeño mundo; fuera de Dios, el hombre no es diminutivo de nada. El hombre consiste en más piezas, más partes, que el mundo; de lo que el mundo debería ser, no de lo que el mundo es. Y si estas piezas se ampliaran y desarrollaran en el hombre como lo están el mundo, el hombre sería el gigante y el mundo el enano, el mundo solamente el mapa, y el hombre el mundo. Si todas las venas de nuestros cuerpos se extendieran en ríos, y todos los tendones en vetas de minerales, y todos los músculos, que se disponen unos sobre otros, en colinas, y todos los huesos en canteras de piedras, y todas las otras piezas, en la proporción de aquellas que les corresponden en el mundo, el aire resultaría demasiado escaso para que por él se moviera este orbe-hombre, el firmamento apenas si sería suficiente para esta estrella; pues, así como todo el mundo nada posee que no tenga su equivalente en el hombre, así el hombre tiene muchas piezas de las que en todo el mundo no hay representación.”
Cito algunos pasajes contra la recomendación de Gilbert Phelps, quien en su ensayo “The Prose of Donne and Browne” sostiene que “resulta muy arduo cortar el chorro constante de pensamiento” en la prosa de Donne, en la que “una cláusula surge de otra cláusula y una oración de otra oración,” en la que “hay un complejo entrecruzamiento y superposición de ideas, una referencia continua a lo anterior y un adelantarse al sentido.” Phelps observa lúcidamente que “la puntuación misma es parte de esta progresión: hay muy pocas pausas reales, ya que el pensamiento apenas llega a detenerse definitivamente.” El tópico clásico timor mortis conturbat me (“el temor a la muerte me perturba”), que para el traductor de este devocionario es el tema capital de Donne, no es una mera ocasión para ejercitar el estilo. Como afirma Phelps, se trata de “la recreación apasionada de una experiencia.” El autor no examina el tema meramente desde una postura académica y a la distancia, sino que lo vive como experiencia, en su cuerpo y en su mente. “Ideas, teorías, doctrinas, citas, alusiones, imágenes, todo está dedicado a ese fin.”
Si algún lector siente cierta incomodidad frente a lo que algunos críticos han llamado la “morbidez” de Donne, habría que hacer la salvedad de definir qué papel juega en estas devociones. Phelps distingue dos clases de morbidez literaria: una “morbidez de la decadencia,” en la que los símbolos tradicionales de la muerte y la corrupción son utilizados de un modo externo, ya sea al azar (como en la tragedia jacobina tardía) o como un efecto deliberado (como en algunas tragedias del romanticismo epigonal), y la morbidez auténtica, que es “una manifestación concreta de una profunda conciencia interna de la mortalidad.” Esta última clase de morbidez es la que encontramos en Donne; no surge de la debilidad y la resignación sino de una fuerte, madura aceptación de la muerte en la vida. En la epístola dedicatoria que Donne envió al Príncipe Carlos junto con las devociones, alude precisamente a este reconocimiento fundamental: “He tenido tres nacimientos: uno, natural, cuando vine al mundo; otro, sobrenatural, cuando entré al ministerio; y ahora, un nacimiento preternatural, al retornar a la vida desde esta enfermedad.” Cada meditación, entonces, es una etapa en este viaje desde la muerte hacia la vida que significa la enfermedad y la recuperación de la salud, un proceso que se ha interpretado clásicamente como de maduración a través del sufrimiento, de fertilisante douleur, pero que Donne despoja de toda connotación tópica al hacérnoslo revivir, junto con él, desde el interior mismo.
¿ Quién mejor que Alberto Girri para traducir estos verdaderos poemas en prosa? Girri, cuya poesía está atravesada de preocupaciones similares a las del poeta inglés, si no las mismas. Es sin duda cualidad poética de las devociones la que lo trajo a estos textos. En su prólogo comenta: “Formalmente, y aunque podría sostenerse, quizás, que en general a ninguna prosa le ha sido dable jamás alcanzar el grado de concentración e intensidad que permite un poema, Donne continúa siendo el artista refinado y audaz de sus versos; cada línea de las “Devotions”, apasionada y viva, está calculada con la sabiduría y la destreza que un consumado poeta pone para graduar la sorpresa, el choque, la precisión y el orden con que se busca y logra el efecto, emocional o intelectual, a veces majestuoso o irónico, las más de las veces simultáneamente aleccionador y patético. [...] Algunos sermones son, en efecto, verdaderos poemas: Donne los planeó bajo el influjo de una fuerte emoción, y su estructura es la del poema.”
*Este volumen es re-edición del publicado por Editorial Brújula (Buenos Aires, 1969) y viene a complementar las selecciones de poesía metafísica que tenemos en castellano gracias a Enrique Caracciolo Trejo (“Los Poetas Metafísicos Ingleses del Siglo XVII”, Córdoba: Ediciones Assandri, 1961), y Blanca y Maurice Molho (“Poetas ingleses metafísicos del siglo XVII”, Barcelona: El Acantilado, 2000, re-edición de un volumen publicado por primera vez en 1970 por Barral Editores) y, más específicamente, las selecciones de poemas de Donne debidas a J. R. Wilcock (“Poetas líricos ingleses”, Buenos Aires, W. M. Jackson, 1963, ahora re-editado por Editorial Océano, 1999, como “Poetas líricos en lengua inglesa”), E. Caracciolo Trejo (“Poesía completa”, Barcelona: Ediciones 29, 1986) y Sergio Cueto (“Poesía sacra”, Rosario: Beatriz Viterbo, 1996).
(Actualización abril - mayo - junio - julio 2004/ BazarAmericano)