diciembre-enero 2023, AÑO 22, Nº 90

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Viajero de tantos viajes sin valija: la poesía de Henri Michaux
Antología poética 1927-1986, de Henri Michaux, Buenos Aires, Adriana Hidalgo editora, 2002. Edición bilingüe. Selección, traducción y prólogo de Silvio Mattoni.

“¿Por qué viajar -se preguntaba Henri Michaux (Namur, Bélgica, 1899-París, 1984)- si una rima le hacía nivelar una montaña, si un adjetivo bastaba para poblar todo un país, si una asonancia hacía perder el equilibrio a la Tierra entera?” La cita corresponde al texto titulado “Los poetas viajan”, de su libro “Passages” (1950) y, además de describir la praxis del escritor, también podría considerarse como una metáfora de las operaciones que realizan los lectores. Realmente esta “Antología poética” se despliega como “un reino tan grande” que invita al lector a dar casi “la vuelta completa a la Tierra”.

Conocíamos a Michaux en castellano gracias a traducciones hechas por escritores argentinos: “Un bárbaro en Asia” (1933), la célebre versión de Jorge Luis Borges y “Momentos” (1973), traducido por Arturo Carrera. A ellas se añade esta selección de Silvio Mattoni, que reúne poemas y textos de 18 libros, desde 1927 hasta 1986 (cuyo anticipo se publicó en “Diario de poesía” nº 59, Primavera de 2001). Esta extensa antología de casi sesenta años de escritura está precedida por un prólogo del traductor, “El derecho a la soledad”, además de una autobiografía preparada por el mismo Michaux y -quizás no el rasgo más interesante del libro pero sí el más original- 36 reproducciones de dibujos del escritor francés.

La autobiografía está incompleta, comprende solamente los años 1899-1957 y deja en blanco la última treintena de su vida. Michaux la escribió -aclara Mattoni- “para un libro dedicado a él y cuyo formato editorial lo exigía” pero “no aceptó completarla en las sucesivas reediciones”. No por incompleta, sin embargo, es menos interesante: el poeta ofrece varias claves de su literatura. Muchos de los temas, obsesiones y motivos que aparecerán en su producción poética -el descubrimiento del mundo y junto con ello la sensación de vivir en el mundo como extranjero; la lengua francesa y el lenguaje; el viaje en sentido real y metafórico; las drogas; la pasión por el dibujo, la posibilidad de la metamorfosis- aparecen resumidos en estas breves frases con las que pretendió dar cuenta de su vida, un vano intento que pronto resignó.

Desde su niñez siente la realidad como algo ajeno: “comer le repugna”, “se siente avergonzado de lo que lo rodea”, y comprende que prefiere “una realidad antes que otra”. También cuenta la agitación que sintió al descubrir, cuando escribió su primera composición en francés, “todo lo que [encontró] en su imaginación”. Agitación que encuentra eco años más tarde, en 1922, en el sobresalto que le provoca la lectura de “Maldoror” de Lautréamont y que le desencadena finalmente “la necesidad de escribir”.

Entre los doce y los quince años había descubierto el diccionario: “palabras que todavía no pertenecen a frases, que todavía nadie dice, palabras en cantidad, de las que uno podrá servirse por sí mismo y a su manera”. En un texto de 1927 las llamará “amigas del pensamiento” porque tratan de avanzar a la misma velocidad en que el pensamiento corre; comprobará asombrado su naturaleza elusiva y asistirá a su multiplicación: “Ni una quiso apostar por mí, y eran más de seiscientas mil que me miraban riéndose”. A pesar de esa revelación de la posibilidad de apropiarse de las palabras, la práctica de la escritura se le presentó desde el comienzo no solamente como un instrumento de búsqueda sino también como un obstáculo de esa búsqueda, y decide desembarazarse de “la tentación de escribir, que podría apartarlo de lo esencial. ¿Qué cosa esencial? El secreto que desde su primera infancia sospechó que existía en alguna parte y que evidentemente quienes lo rodean desconocen”. Frente a esa desconfianza temprana por la palabra, se vuelca a lo que denomina “bricolage intelectual”: “lecturas de búsqueda para descubrir a los suyos, dispersos en el mundo, sus verdaderos parientes, sin embargo tampoco del todo parientes, para descubrir a aquellos que tal vez `saben´.”

La escritura le sirve a Michaux como modo de viajar. Escribir es convertirse en ese “viajero de tantos viajes sin valija”. Sin embargo, esta convicción no le impidió dar vueltas por el mundo real desde joven edad: en 1920 en Boulogne-sur-Mer, se embarca como marinero en una goleta y ese mismo año en Rotterdam repite la experiencia, que esta vez lo lleva de Bremen a Savannah, de Norfolk a Newport, y de Río de Janeiro a Buenos Aires. Luego seguirán Ecuador, Turquía, Italia, Africa del Norte, India, Indonesia, China, Uruguay, Egipto.

La errancia constante, sin embargo no calma su sed por las diferencias. La razón principal por la cual Michaux viaja es “para expulsar de él a su patria, sus vínculos de toda clase!”. Viaja, como lo anota en su autobiografía en el año 1929, “en contra”. Ya en ese diario de viaje que es “Ecuador” (1929) evocaba su aburrimiento por este planeta: “Hay regiones donde está tan expurgado de toda sorpresa que uno se pregunta dónde está nuestro verdadero lugar y de qué otro globo seremos nosotros el miserable barrio de las afueras”. Cuanto más cambia de lugar, cuanto más se desplaza, menos esperanza le queda de sentirse desterrado: “Esta tierra está desprovista de exotismo. Si en cien años no hemos logrado entrar en relación con otro planeta (pero lo haremos), la humanidad está perdida”. El poeta había perdido la fe en la noción de la expansión del mundo en el sentido geográfico, entonces se inventó otra fe en la expansión temporal; en una anotación profética de su diario de Guadalupe confía en que “en unos cien años”, el mundo se haya expandido.

La noción de extranjero es central en este poeta. Una noción que se transforma y se amplía: de extranjero en su propio país, a extranjero en un país exótico, a extranjero en la Tierra. Y también se existencializa: el poeta se descubre extranjero de sí mismo. En los poemas del libro “Frente a los cerrojos” (1954) incluidos aquí, Michaux habló y dio noticias de sus odiseas en la `persona´ del extranjero. Esta estrategia le permitía observar el mundo desde una posición privilegiada: desde afuera. De allí enviaba poemas que son como esas “cápsulas de ver” que describe en un texto de “En otra parte” (1948): “Según dicen, en la mayoría de las personas que miran un paisaje se forma una cápsula” que es “el médium entre el paisaje y el contemplador”. Descerrojar las puertas es la meta, abrirlas para salir al paisaje. Ver todo es la ambición.

Si hay una progresión estilística o temática en la escritura de Michaux, se trata de la progresión de la circularidad. Ha dado vueltas (al mundo, al lenguaje, a sí mismo) para llegar finalmente al extremo de donde partió. Basta poner frente a frente los textos tempranos con los tardíos para seguir el mismo recorrido de su circunnavegación. Por ejemplo, si tomamos los motivos recurrentes del niño, la familia y el círculo, debemos leer “Yo era un feto” (de “¿Quién fui?”, 1927), “El bebé estaba acostado...” y “El cielo del espermatozoide” (de “La noche agitada”, 1935), frente a frente con “Reconocer a alguien...”, “En un exiguo prado...” (de “Postes angulares”, 1981), “La época más propicia para nacer...” e “Intentos infantiles, dibujos infantiles” (de “Desplazamientos, desprendimientos”, 1985) y “Exodo” (de “Enfrentamientos”, 1986). Los extremos se tocan, el círculo se cierra.

Pero este viaje circular no nos devuelve al mismo poeta, sino a un poeta transformado: el viaje a la semilla implica pasar por las variadas maneras de la metamorfosis. Un modo de la metamorfosis se manifiesta en la relación con la pintura. Hasta 1925 Michaux la odiaba. El hecho mismo de pintar era el equivalente de los espejos y la cópula borgianos: “como si no hubiera ya bastante realidad, esa abominable realidad, pensaba. ¡Querer además repetirla, volver a ella!”. El encuentro ese año con la pintura de Klee, De Chirico y los surrealistas produjo un cambio en su actitud; en 1937 dibujar se había convertido ya en práctica asidua que culminó en una exposición en la Galería Pierre, en París. De allí en más, a veces incluso la pintura toma precedencia sobre la escritura, como en el período que siguió a la muerte de su mujer, de 1951 a 1953. Otra manera de la metamorfosis es la experiencia con las drogas alucinógenas, comenzando con la mescalina en 1956. Michaux dio cuenta de estas experiencias en varios libros de títulos significativos que, con el paso del tiempo, se han convertido en metáforas de esa búsqueda singular: “Miserable milagro” (1956), “El conocimiento por los abismos” (1961), “Las grandes pruebas del espíritu” (1966), no incluidos en esta selección.

No abundan los textos de reflexión sobre la literatura, pero en los casos en que Michaux aborda la cuestión de la escritura lo hace yendo directamente a uno de los problemas centrales: “El estilo, esa comodidad para instalarse e instalar el mundo, ¿será el hombre? ¿Esa sospechosa adquisición por la cual se elogia al escritor que se regocija? Su supuesto don se adherirá a él, endureciéndolo sordamente”. A este peligro se refiere el traductor en su prólogo cuando describe la escritura de Michaux como un “combate incesante contra la estabilización del estilo”. Estos tres últimos versos del poema “Líneas” parecen una minúscula ars poetica que no sólo definirían un ideal sino también aproximarían la escritura a la caligrafía china: “De ninguna lengua, la escritura-/ Sin pertenencia, sin filiación/ Líneas, solamente líneas.” Michaux define el estilo como “el (mal) signo de la distancia no modificada”, esa distancia en la que el escritor erróneamente permanece “frente a su ser, a las cosas y a las personas”. Predice que ese estilo se tornará falta de coraje, falta de apertura, en suma: invalidez. Por eso aconseja al escritor que trate de salir de allí: “Vé lo suficientemente lejos en ti para que tu estilo ya no pueda seguir.”

Este mismo criterio de alejamiento del estilo sin duda ha guiado también al compilador de estos textos de naturaleza tan diversa en lo temático, en lo formal y en lo genérico. Mattoni cree incluso que es la misma “inestabilidad” lo que hace del escritor belga un clásico. Las dos estrategias de rebelión que usó, dice el traductor, son los modos opuestos de la distracción, que “permite liberarse del dominio que uno ejerce sobre sí”, y la atención excesiva, que es “la vía de insubordinación contra los estados en que somos dominados por lo otro”.

Ambas estrategias se ponen de manifiesto en la diversidad de temas, formas y géneros. Los motivos de los niños y los fetos, las relaciones familiares, los animales, la entomología, el mar como “la gran ventana” al mundo, la pintura -por nombrar solamente algunos- son sometidos a reelaboración constante en un vaivén que va desde la mirada oblicua al detalle en miniatura. Las formas sufren un proceso similar: pasamos del verso libre al `petit poème en prose´, luego al relato y de allí de nuevo al poema. En cuanto a los géneros, hay aquí una escritura voraz que traga y procesa géneros establecidos según un metabolismo muy personal: la elegía por la muerte de su esposa a causa de quemaduras (“Nosotros dos aún”, 1948) se transforma en furioso reproche al fuego; el “momento” revelado en “Pluma” (1938) se convertirá en otro género en un libro de 1973 titulado, precisamente, “Momentos”. Similares transformaciones alcanzan a la anotación del diario íntimo, el diario de viajes, la fábula de tipo kafkiano, el sueño, la canción exótica, el informe antropológico, el cuento infantil cruel, el poema alucinado, el mini-relato de ciencia ficción.

Uno estaría tentado, inclusive, de tratar las ilustraciones del poeta como otros tantos textos. Como texturas cuyo género, igual que el de la escritura, es fluido, inacabado, inasible. ¿Cómo llamarlos? ¿Trazos, alfabetos personales, jeroglifos, dibujos, ideogramas, ilustraciones de antropólogo amateur, registros de estados de alucinación? Son, sin duda, otra forma de explorar el mundo interior y exterior, de llegar a las costas del “país de la magia”, de dibujar ese poliedro -especie de aleph borgiano- que aparece en el poema “Sueños de vigilia” (en “Maneras de dormido, maneras de despierto”, 1969): “Yo rompo sus múltiples caras y así aumenta su número y disminuye la distancia que lo separa de la forma esférica”. Y si a alguien se le ocurre preguntarle al poeta si acaso es tan importante este poliedro, él responderá que debe serlo, de alguna manera: “Sí, seguramente, de otro modo yo no trabajaría tanto en ello cuando bien podría descansar, abandonar”. No creo que exista declaración de fe más precisa que estas palabras.

 

(Actualización diciembre 2002 - enero febrero marzo 2003/ BazarAmericano)




9 de julio 5769 - Mar del Plata - Buenos Aires
ISSN 2314-1646